Hace un par de meses escribí en esta página que no me parecía serio llamar “creyentes” a los cristianos, ya que, en el fondo, somos bastante más descreídos que los ateos; creemos en muy pocas cosas, y no militamos en la tropa de los que siguen a pie juntillas los incontables dogmas de la posmodernidad. Los fundamentalistas del relativismo, los idólatras de los fetiches laicistas, esos sí que son creyentes.
Hablé de este asunto porque uno se fía poco de los vocablos de moda. En cuanto uno se repite con demasiada frecuencia y salta a la tele, empiezo a cogerle manía o me da la risa.
En aquel artículo, sin embargo, no expliqué del todo por qué la tengo tomada con el sustantivo “creyente”. La razón es que se trata de un invento de los que no tienen fe, igual que la palabra “payo” es una creación de los gitanos.
En tiempo de Cervantes, pongamos por caso, no había “creyentes”. Todos lo eran salvo dos o tres, y por tanto no era preciso llamarlos de ningún modo. Lo normal no necesita calificativos. Sí lo precisaban en cambio los ateos, o sea, los que se apartaban de esta norma general.
El problema surge cuando el ateísmo y el agnosticismo se convierten en epidémicos. Los incrédulos salen del armario, confiesan con orgullo su alejamiento de Dios, y reivindican su condición de “normales” tratando de que ocupen el armario vacío los que creen en Dios. Luego, cierran la puerta y cuelgan una etiqueta: “los creyentes”.
Algo parecido está pasando con otro vocablo recién nacido, que crece, prolifera y se trivializa de un tiempo a esta parte. Me refiero al sustantivo “heterosexual”.
- Oye, tío, ¿eres homo o hetéro?
Cuando vi que un famosillo de la tele se dirigía en estos términos a otro espécimen de su misma tribu, me dije a mí mismo: “muchacho, aquí hay tema”. Y es que hasta hace poco los llamados “heteros” simplemente no existían. Ser heterosexual era como ser bípedo, es decir “normal”. Por otra parte, era una verdad pacíficamente sostenida que la atracción de los sexos tenía bastante que ver con la reproducción. De ahí que si alguien se sentía atraído por perso-nas del mismo género o por otro tipo de entes no aptos para la fecundación, se consideraba a todos los efectos que sufría una anomalía. Y las anomalías -aunque no afecten a la dignidad personal- sí que necesitan una palabra en el diccionario para distinguirlas de las situaciones normales.
El diccionario no se conformó con un vocablo; recoge docenas, casi todos despectivos, para identificar la homosexualidad y a los homosexuales. Ojalá -lo digo de todo corazón- esas palabras pasen muy pronto al depósito de cadáveres.
Ahora estamos en el polo opuesto. Era preciso luchar para que se reconociese a esas personas sus derechos. Y en eso estamos. Pero hemos pasado del “todos tenemos idéntica dignidad” al “todos somos normales”, que desde luego no es lo mismo.
Ya no hay ciegos, sino invidentes. Y como los ciegos son “normales” habrá que buscar una palabra para “los otros” que también son normales; sólo así se restablecerá la igualdad. De ahí que a los “no ciegos” nos llamen “videntes”, como a Rappel.
Otro ejemplo. Este verano fui desposeído de mi vesícula biliar en un quirófano. Os aseguro que no lamento la pérdida, al contrario. Sin embargo, desde entonces soy consciente de que me falta algo: algo no demasiado serio, de acuerdo, pero no me atrevería a decir que es “normal” no tener vesícula, ni que deba sentir el orgullo de carecer de tan curiosa glándula. Si lo pensara, habría que crear al menos dos términos nuevos para considerarme en situación de igualdad con los que no han sufrido una laparoscopia.
- Oye tío, ¿tú eres vesiculado o avesiculado?
Luego inventaríamos el “día del orgullo avesicular”. Y que nadie se atreva a meterse con nosotros, porque lo llamaríamos avesiculófobo, que es vocablo la mar de aparente.
- Pero entonces, ¿eres homo o hetero?
- ¿Yo? Payo, vidente, hetero y avesiculado.
- Caray…
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El marco moral y el sentido del amor humano |
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