La pirámide de población de España no se parece en nada a una pirámide. Su forma de bulbo se abulta cada vez más en la zona alta, la que corresponde a los ancianos, y se estrecha en la base, porque cada vez hay menos niños. Esta tendencia, que comparte con España el resto de Europa, tiene consecuencias muy negativas, porque cada vez será más difícil para las anquilosadas economías europeas mantener los grados de Estado del bienestar que se han disfrutado hasta ahora. Además, la desintegración de la familia y la pérdida de los valores tradicionales agravan el problema, con menos niños por familia y ancianos cada vez más solos, desasistidos y enfermos.
La imagen de cualquier parque español, a las cinco de la tarde, es llamativa: las zonas de columpios y toboganes están cada vez más vacías, y se llenan las pistas de petanca. La explicación se ve claramente en la pirámide de población. La forma de bulbo de la gráfica correspondiente a España significa que el mayor volumen de población se encuentra en la mediana edad. Además, la gráfica se ensancha cada vez más en la zona superior, a medida que aumenta la esperanza de vida y, por tanto, el número de ancianos. Al mismo tiempo, la base de la pirámide –que hace ya muchos años que no tiene forma piramidal– es cada vez más estrecha, por el descenso significativo de la natalidad desde los años 80. La población envejece y ni siquiera la llegada de inmigrantes podrá cambiar esta tendencia, que genera numerosos problemas añadidos.
El envejecimiento de la población supone, en primer lugar, un aumento en el gasto en pensiones. El volumen de personas que cobran la jubilación va a aumentar cada día y, según la mayoría de las previsiones, la Seguridad Social, en un futuro no muy lejano, no contará con recursos suficientes para hacer frente a estos pagos. El motivo es que, al tiempo que aumenta el número de receptores de pensiones, disminuye el número de cotizantes, puesto que el volumen de población que ahora está en la edad infantil o en la adolescencia es mucho menor que el volumen de población que estará jubilada de aquí a diez años.
Doña Laura Lorenzo Carrascosa, del Instituto Nacional de Estadística, incluye una ilustrativa tabla en el documento Consecuencias del envejecimiento de la población. En ella refleja las previsiones del número de beneficiarios de pensiones contributivas para el año 2050. Los datos cuentan ya con la posibilidad de que, dado el aumento en la esperanza de vida, la jubilación se traslade desde los actuales 65 años hasta los 70, posibilidad que se baraja cada vez con más frecuencia. Según este estudio, en el año 2003 había casi siete millones de pensiones contributivas. En el 2050, habría algo más de doce millones, es decir, casi el doble. Sin embargo, la población activa no aumentará en igual proporción. Frente a los cerca de 20 millones de trabajadores que cotizaban en 2003, la estimación de esta experta para el año 2050 es de un millón menos. La consecuencia es la siguiente: se produce un claro desequilibrio entre quienes ingresan dinero en las arcas de la Seguridad Social y quienes lo reciben. Cada vez van a ser menos los que ingresan y más los que reciben. En 2003, la proporción entre población activa y pensionistas era de 2,85; es decir, el peso de casa pensión se repartía entre casi tres trabajadores. Sin embargo, la estimación para el año 2050 es de un descenso de este ratio hasta 1,54. Pero, además, si se mantiene la actual edad de jubilación de 65 años, la situación, para 2050, sería aún peor, puesto que el número de pensiones contributivas pasaría de 12 a casi 16 millones, y la proporción entre población activa y beneficiarios de pensiones descendería hasta 1,27. Es decir, prácticamente cada trabajador tendría que pagar la pensión a un jubilado.
Las pensiones son un primer problema, pero no el único. A medida que la población de España y de Europa –que sigue la misma corriente– envejece, aumenta paulatinamente el gasto en sanidad. Es significativo el incremento de enfermedades degenerativas, así como el aumento de personas con discapacidad parcial o total. Entre las personas de 65 a 69 años, el 19% tienen alguna discapacidad. Entre los mayores de 85, el porcentaje aumenta hasta el 64%. Además, el grado de discapacidad asciende en paralelo al envejecimiento. Entre los ancianos impedidos de menos de 80 años, un 30% tienen una discapacidad severa. Esa cifra se eleva hasta el 50% en el caso de los mayores de 80 años. El gasto sanitario ha ido subiendo desde hace años. Es cierto que el envejecimiento no es ni el único ni el principal motivo, puesto que se han mejorado mucho las prestaciones sanitarias y se han realizado importantes inversiones, pero, indudablemente, a medida que aumenta la edad de la población, más recursos sanitarios se necesitan.
Gasto en infraestructuras
El envejecimiento obliga a aumentar también el gasto necesario en infraestructuras para ocuparse de los mayores, como geriátricos, residencias y centros de día. Uno de los mayores problemas a los que se enfrenta la sociedad en la actualidad –sobre todo en las grandes ciudades– y que se agravará con el paso del tiempo, es el de los ancianos que viven solos. Los datos son elocuentes. En el segmento que va de los 65 a los 69 años, el 12,4% de los mayores viven solos –normalmente, aún no han quedado viudos–. Pero entre los 80 y los 84 años, un 28,5% no comparte casa con nadie, y la cifra sube al 29,7% en el segmento que va entre los 85 y los 89 años. Derivado de esta situación de soledad se produce otro problema añadido: la exclusión social de los ancianos, que tiene especial repercusión en zonas urbanas, donde la soledad es mayor, los precios son más altos y las pensiones resultan escasas para hacer frente a los gastos.
Según datos del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales del año 2001, del total de gastos destinados a estas cuestiones, el 41% se dedicó a mejorar las infraestructuras para los mayores; el 30%, a sanidad; y el 8%, a los casos de invalidez. El resto se dedica a desempleo, familia, vivienda, exclusión social y supervivencia.
Economía ralentizada
Suben los gastos y, al mismo tiempo, no es descabellado pensar en una ralentización de la economía, provocada tanto por el aumento de gastos como por el descenso de la fuerza laboral, en particular de nuevas generaciones mejor preparadas para cubrir los puestos. La Comisión europea vaticinaba un descenso de, al menos, medio punto porcentual en el crecimiento de la productividad en los próximos 20 años, como consecuencia del envejecimiento. Además, a medida que la población envejece, los índices de consumo descienden, al mismo tiempo que el poder adquisitivo, tanto de los mayores –con pensiones bajas– como de los jóvenes –con impuestos altos para sufragar las pensiones–. Mantener el mismo grado de Estado del bienestar del que se goza en estos momentos –desempleo, sanidad, subsidios, ayudas, pensiones…– supondrá un desembolso elevado que lastrará la economía. En el caso español, los gastos en protección social se situaban en el 20,2% del PIB en el año 2000, de modo que España se encuentra entre los cinco países de la Unión Europea que más gastan en este campo. La media de los veinticinco Estados miembros se sitúa en el 27,3% del PIB.
Desempleo juvenil
Además, el envejecimiento puede generar un aumento del desempleo, en particular entre la población joven, si se decide alargar el período de vida laboral y retrasar la jubilación, para evitar tener que pagar pensiones durante tanto tiempo. Otro agravante que mermará la calidad de vida es que los jóvenes, con más dificultades aún para encontrar trabajo, dependerán durante más años de unos padres que cada vez son más mayores –la edad media a la que se tiene el primer hijo ha pasado de los 25 a los 29 años en los últimos diez años– y que incluso están jubilados cuando sus hijos aún no pueden vivir por sus propios medios.
Entre la población española de más de 50 años, muchas mujeres no han cotizado a la Seguridad Social, porque su generación aún no se había sumado al mercado laboral. Estas personas cuentan con una esperanza de vida que supera los 80 años.
A pesar de todos estos datos, no hay motivos para ser absolutamente negativos. La primera razón es que, en este terreno, se juega con meras especulaciones, con hipótesis nacidas de la constatación de tendencias, pero las tendencias pueden cambiar en cualquier momento. De hecho, en Estados Unidos se está viviendo un interesante repunte de la natalidad, y no sólo gracias a las madres hispanas, sino también a las norteamericanas. Si esta circunstancia se diese en Europa, la tendencia cambiaría.
No es malo tener ancianos en la sociedad, ni que aumente la esperanza de vida. Lo malo es no tener niños, porque entonces la sociedad está avocada al fracaso, tenderá a la desaparición. La tasa de reemplazo, la tasa que permite a una sociedad mantenerse y no decrecer, está en algo más de dos niños por mujer. Por desgracia, los índices de España y de otros países de Europa no superan el 1,5.
María S. Altaba
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