Dentro de setenta años, es muy probable que tanto mi esposo como yo estemos, Dios lo quiera, en el cielo o camino del cielo. Nuestros hijos, para ese entonces, tendrán 70 y 72 años, respectivamente. Estos niños que ahora se abren a la vida habrán hecho ya un largo recorrido, y quizás encuentren un momento para sentarse, volver la vista atrás y recordar el pasado. Recordar, en su acepción más pura: volver a pasar por el corazón las experiencias más bellas vividas, en su andadura a nuestro lado, y...
Dentro de setenta años, es muy probable que tanto mi esposo como yo estemos, Dios lo quiera, en el cielo o camino del cielo. Nuestros hijos, para ese entonces, tendrán 70 y 72 años, respectivamente. Estos niños que ahora se abren a la vida habrán hecho ya un largo recorrido, y quizás encuentren un momento para sentarse, volver la vista atrás y recordar el pasado. Recordar, en su acepción más pura: volver a pasar por el corazón las experiencias más bellas vividas, en su andadura a nuestro lado, y luego la que hayan elegido por sí mismos. Quizás puedan sentarse en una mecedora y, contemplando un bello atardecer, meditar gozosos en la belleza de una vida vivida en Dios, en su presencia, en su Amor. O quizás delante de un ordenador repasan fotos de su vida, estas mismas que acabo de meter en carpetas electrónicas, y empiezan a recordar. ¿Qué quedará en su corazón? De estos primeros años de vida, mucho amor y cariño. No siempre perfecto, pero sí marcado por el sacrificio y la entrega. ¿Qué heredarán de sus padres? Sin duda, no unos grandes bienes materiales, sino una vida que ha querido ser un deseo incesante de realizar la voluntad del Padre en nuestra sencilla existencia. Una existencia feliz por haber sido fruto de una entrega interior a Dios, entrega nuestra y de nuestros hijos.
¡Ojalá que cuando vean esas fotos, que pronto serán pasado, recuerden la belleza de esos villancicos cantados en familia delante del belén, o aquel viaje en familia a Tierra Santa, o las bellas noches de oración en la capilla de casa, que recuerden el calor del hogar por el amor que han vivido aquí, y que se ha concretado en los actos más cotidianos! Un amor específico que les ha fortalecido para afrontar las dificultades que, sin duda, siempre trae la vida. Que, cuando llegue la edad madura, nuestros hijos puedan decir que la mejor herencia que les hemos dejado es un alma abierta al amor de Dios, un corazón permeable al sufrimiento y a la entrega, un vivo deseo de ser de Dios. Es un deseo navideño que pongo en mi carta de Reyes, a los que les pido lo comuniquen personalmente a la Virgen, la mamá de Jesús, la mamá que entiende bien este deseo y de seguro lo atenderá.
Setenta años, indudablemente, no es gran cosa, desde una perspectiva histórica; sin embargo, desde una perspectiva vital y personal, es un tiempo único para ser fecundos y corresponder lo más dignamente posible al amor de Dios. El único tiempo que Dios nos ha dado para volver a nuestra morada. Setenta años, una hipótesis que bien puede convertirse en un día.
Georgina Trías
http://www.alfayomega.es/