Las Provincias - Valencia, 30-XII-2005
Hace muchos años que estas palabras se clavaron decisivamente en mi alma, aunque no sepa decir con qué éxito: “Que tu vida no sea una vida estéril.– Sé útil.– Deja poso.– Ilumina con la luminaria de tu fe y de tu amor” ( Camino , núm. 1). Aquello era una invitación y un reto para la existencia de cualquiera. Esas frases planteaban que valía la pena el empeño por hacer algo con sentido.
Algunos años después, leyendo La idea psicológica del...
Las Provincias - Valencia, 30-XII-2005
Hace muchos años que estas palabras se clavaron decisivamente en mi alma, aunque no sepa decir con qué éxito: “Que tu vida no sea una vida estéril.– Sé útil.– Deja poso.– Ilumina con la luminaria de tu fe y de tu amor” ( Camino , núm. 1). Aquello era una invitación y un reto para la existencia de cualquiera. Esas frases planteaban que valía la pena el empeño por hacer algo con sentido.
Algunos años después, leyendo La idea psicológica del hombre , de Victor Frankl, encontré muchos conceptos típicos en toda la obra de este filósofo y psiquiatra vienés, que motivaban fuertemente en esa misma dirección, aun desde un punto de vista principalmente humano. Por ejemplo: “El preocuparse por dar un sentido a la existencia es una realidad primaria, es la característica más original del ser humano”. Es algo que, desde la antigüedad, se plantearon muchos filósofos y que va quedando progresivamente oscurecido a medida que objetivos como la búsqueda desquiciada del placer, del poder, de los goces sensibles, las riquezas o la destemplanza, el poco aprecio a la familia y la vida, iban ocupando un lugar que no correspondería a la conducta propia del ser humano, también a nivel teórico.
El propio Frankl se apartó decididamente de las tesis de Freud –su maestro inicial–, particularmente en lo relativo al mantenimiento del principio hedonista del placer, que ve como una dificultad para la madurez de la persona. La búsqueda desmedida del alcohol, las drogas, el sexo, el deseo de poseer objetos variados, etc., aparecen cuando la vida carece de sentido, a la vez que, en un círculo vicioso, contribuyen a perderlo siempre más decididamente. “La tendencia del disfrute inmediato, de gratificaciones sensibles, es –según Alejandro Llano en La nueva sensibilidad – culturalmente letal. Adormece la capacidad de proyecto, fomenta el conformismo y domestica la disidencia. Se mueve en una espiral descendente, que sume a las personas en el vértice del hedonismo.’’
Sin dejar de tener aspectos positivos, la “sociedad de consumo” y “el Estado del bienestar” no conducen por sí mismos al individuo a la búsqueda del sentido, sino que más bien lo llevan al sinsentido, por sumergirlo en un medio que lo ahoga. Juan Pablo II urgió reiteradamente a valorar mucho más el ser que el tener. Empleaba esta expresión, no sé si tomándola de Gabriel Marcel ( Ser y tener ) o en coincidencia con el filósofo francés. Alguien que busca el sentido ha de tener en mucho más lo que hondamente es: sus virtudes y sus defectos que se empeña en desterrar, su inteligencia y su voluntad libre al servicio de la humanidad, su condición de imagen de Dios y capaz de recibir su paternidad por la gracia, la realidad de ser caído y redimido, si entramos en el horizonte cristiano, etc., etc. Lo que se tiene si no sirve para ser más, para acrecentar a otros, no vale para nada. Estorba.
Frankl, judío, llega a plantear la trascendencia. En su obra La voluntad de sentido , cita a Einstein, que afirma: “Preguntar por el sentido de la vida significa ser religioso”. Y en El hombre doliente , el psiquiatra vienés escribe: “El hecho antropológico fundamental es que el ser humano remite siempre más allá de sí mismo, hacia algo que no es él, hacia algo o hacia alguien, hacia un sentido. El ser humano se realiza a sí mismo en la medida que se transciende”. Por el contrario, el consumista, el vividor, el egoísta, se pliegan sobre sí mismos, en un círculo cerrado que sólo puede abrirse al espíritu cuando es roto por la conversión.
En este punto, es fácil sintonizar con la fe cristiana, capaz de dar sentido a las acciones o pensamientos aparentemente más vulgares. En su memorable homilía ‘‘Amar el mundo apasionadamente’’, san Josemaría Escrivá afirmaba: “Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir”. Y más adelante: “Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor la más intranscendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día”.
Todo eso supone un enraizamiento profundo en el misterio de la Encarnación del Verbo que, haciéndose uno de nosotros, encarnándose en cierto sentido en cada hombre –como dijo gozosamente el Vaticano II–, nos ha dado la capacidad, a la persona y a su trabajo, de vivir lo humano a lo divino. Toda la densa cristología paulina presta soporte a esta elevación del punto de mira del sentido cristiano, hasta llegar a la gran afirmación de Gálatas: “Vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí”. O aquella semejante de Filipenses: “Mi vivir es Cristo y morir, ganancia”. Esa vida de Cristo en cada uno, realizada por la acción del Espíritu Santo, conduce a ser y a saberse hijos de Dios. Y ahí todo tiene aplicación y sentido: la Cruz, el dolor, los sacramentos, la familia y el inmenso panorama del trabajo. Siendo el cristiano otro Cristo por la gracia, no separará su ser –llegado a la alta cota de la fusión con Cristo– de su tarea: redimir con Él en todas las encrucijadas de la tierra. El sentido se ha hecho pleno hasta ascender, también con Cristo, a la gloria del Padre. Esto es lo que trae la Navidad.