Javier Gómez - París.-
Hace unas semanas, Francia contempló sin explicación alguna cómo en la periferia de sus grandes ciudades se rebelaban jóvenes de origen africano y magrebí. La escenografía elegida fue la de quemar coches. Las cabezas pensantes del país apenas si articularon palabra y, cuando lo hicieron, se atuvieron a un guión tan clásico e inexacto que parecían vivir en otro país, quién sabe si en otro continente, en otro planeta. En ese momento, tomaron la palabra algunos intelectuales que desde hacía tiempo habían anunciado el hundimiento de los valores sobre los que se asientan la república y la pérdida de sentido de la cultura europea. Entre ellos, se encontraba Jean Clair, además de Finkielkraut o Taguieff. Ahora son conocidos como los «nuevos reaccionarios». Este historiador del arte, crítico y ensayista lleva desde hace años defendiendo un «canon estético» que rompa la asfixiante presencia del «arte contemporáneo» como única mirada posible. El feismo, el recurso a los aspectos más truculentos de la condición humana, a la sangre y al dolor efectista ha banalizado la experiencia artística hasta niveles que han hecho de los museos un almacen de obras de arte a la espera de ser fijadas en un catálogo (de ventas), y de los artistas figuras emparentadas con las estrellas del espectáulo. Clair fue tachado de conservador, ortodoxo, reaccionario, antiguo... Sin embargo, su solidez y rigor teórico es respetado, y sus análisis cada vez tenidos más en cuenta. Eso sí, se trata de un punto de vista muy alejado de las demandas del mercado. He ahí el verdadero problema. Aboga por la necesidad de unos valores sólidos y de, en cierto sentido, de la primacía de la cultura occidental frente al «multiculturalismo». Planteamiento que se puede aplicar a su visión política: defensa de la democracia liberal sobre formas de convivencia muy por debajo de la eurocéntrica, intolerantes y poco respetusas con derechos básicos (por ejemplo: la marcada por el islam). Jean Clair acaba de inaugurar en el Grand Palais de París la exposición «Melancolía», una verdadera antológia del arte realista de entreguerras que aporta un canon de simplicidad y certidumbre sobre el hombre moderno difícil de superar. Habla en esta entrevista de su visión del arte actual y de la desorientación de una sociedad que, bajo su punto de vista, vive «una catástrofe intelectual sin precedentes».
Cuando Jean Clair responde, clava la mirada en un punto indeterminado. Allí debe de encontrarse el arcón imaginario del pasado en el que el mejor –para algunos– comisario de arte de Europa rebusca cada frase. Con su bonhomía de otro tiempo y su saber ilustrado bien plantados tras un escritorio de época, este «lúcido pesimista» de 65 años apenas encuentra razones para la esperanza. Clair denuncia un arte contemporáneo «aburrido», «amnésico» y obsesionado con la «estética estercolera». Juzga nuestra civilización «en regresión». Y parece haber convertido su despacho, parapetado tras montañas de libros, en un trascacho al abrigo de modas y agujas de reloj, si no fuera por el carillón que acompasa las horas de la entrevista. Un vaporoso y doliente retrato de Zoran Music, pintor que sufrió y retrató el horror de los campos de concentración, escolta la conversación y parece orientar su rumbo nostálgico y desazonado. ¿Qué queda tras el paisaje desolado y apocalíptico que traza Clair de la contemporaneidad? «El arte, que trasciende la tragedia de la existencia y hace este mundo habitable a través de la creación».
–¿La provocación sin otro fin es el pecado del arte contemporáneo?
–El arte contemporáneo no sólo no provoca, sino que no tiene impacto sobre la gente. El público de esas exposiciones es un pequeño círculo de privilegiados ricos y funcionarios. Mi exposición «Melancolía» atrae a 5.000 espectadores diarios, una cifra excepcional que traduce una necesidad desesperada de que el arte tenga un sentido y sea bello. A los estrenos de las exposiciones de vanguardia suelen asistir 600 personas. Después, nadie más. Quieren imponernos un arte que culpa a la gente de no entender nada. Es como si pretendiesen que amásemos a nuestro banco. Ambas cosas son imposibles. El banquero es un usurero y el arte de vanguardia es aburridísimo.
–El público parece anestesiado ante el exhibicionismo constante. ¿Nos hemos acostumbrado a lo abominable?
–En cierto modo. El sesenta por ciento del arte producido hoy es un arte de la fecalidad, una apuesta por la estética estercolera. Podemos mostrar cuerpos en agonía o sangre por todos los lados y no sorprender a nadie. Lo que me molesta es que este arte encuentre la bendición de los poderes públicos, que creen ganar una etiqueta de modernidad por mostrar en un lugar público una máquina de hacer mierda o fotos horrendas de cuerpos mutilados.
–Esta fascinación infantil por la destrucción, ¿supone un paso del arte humano al arte animal?
–Sí. Nos situamos en la regresión absoluta del pensamiento. La involución a un estado primitivo de la psique del individuo: el estadio oral o anal. Normalmente, un individuo debería llegar a un estado genital, el del interés por el prójimo, si hacemos caso a Freud. El psicoanálisis, de hecho, es la última moral creada. Pero en el arte se vive el regreso a formas arcaicas de violencia, de rechazo del otro y de barbarie que caracterizan los primeros meses de la existencia humana. El bebé es un monstruo al que hace falta educar.
–Usted propone una vuelta a la búsqueda de la armonía de la cultura clásica.
–Sí, pero eso costaba un largo y difícil aprendizaje, que permitió a la Humanidad salir del estadio de la ignorancia para entrar en el de la cultura. Se llegó al control de lo humano a través de proporciones, normas y cánones que duran desde hace 2.500 años. Pero hemos perdido la costumbre de comprender el arte, el contenido moral e intelectual de las obras. Esta pérdida de la noción histórica es catastrófica. Ojalá desapareciese el ministerio de la Cultura y se reforzase el de Educación.
–Parece que se ha perdido la minuciosidad del trabajo artístico. Asistimos a una sustitución de la obra de arte por su concepto, y de la simbolización de algo, por su objeto. No es lo mismo contemplar un enano pintado por Velázquez que ver un enano en una habitación. ¿Se ha vuelto cómodo el arte?
–Vago, que es todavía peor. El arte puede mostrar las cosas más abyectas y atroces. ¿Qué es la pintura católica? La crucifixión, los mártires, el castigo... Ahora bien, no nos fijamos en el horror, sino en la belleza, en la mediación artística que permite trascender ese horror. Rembrandt grabó a una mujer orinando y defecando. Una belleza de grabado. Enseñar a esa señora sería depravado. Velázquez, Goya o Valdés Leal trufaron sus pinturas con especimenes de lo humano, monstruos, bufones, macabeos. Zoran Music fue prisionero en el campo de concentración de Dachau y sus dibujos, admirables, no excusan el horror, sino que intentan encontrarle un sentido. Un hombre solo y abandonado que todavía es capaz de testimoniar el espanto. El arte trasciende la tragedia de la existencia y hace este mundo habitable a través de la creación.
–¿Esa orfandad de un canon la circunscribe al arte o es un reflejo de la sociedad?
–También a la sociedad, pero no puede ser impuesto artificialmente. Atravesamos un pleno vacío. Acaba de salir un libro, «El asilvestramiento», de Thérèse Delpech, que establece un paralelismo entre 1905 y 2005 y señala todos los síntomas de una vuelta a la barbarie. En el mundo occidental, no queda ningún valor por el que pudiésemos dar nuestra vida. A partir de ello, podríamos decir que los valores han desaparecido. No siempre fue así.
–¿Consigue zafarse alguna vez del pesimismo?
–No. De hecho, encuentro más fecundo ser lúcidamente pesimista que beatamente optimista. Los pesimistas tienen una capacidad de reacción frente a la catástrofe. Por eso, ser reaccionario hoy es una cualidad. El optimismo conduce a la estupidez y a la ceguera. Y, lo más grave, estimula la pereza.
Estado sin sentido
–Suele utilizarse el arte contemporáneo como sinónimo de arte internacional. El contenido de las bienales apenas varía. ¿Hace falta un mayor sentido de pertenencia? El propio Zoran Music decía que «lo que importa, en la creación, es saber de dónde viene, qué ha atravesado».
–Yo no creo en el arte internacional. Todos los grandes pintores pertenecen a un cierto lugar, a una luz, a una cultura. Que no son intercambiables. Bonnard estaba íntimamente ligado al valle del Sena, como Morandi a Bolonia. Picasso sigue siendo español incluso en París. El arte más local es el más universal.
–El teatro de Lope de Vega o Shakespeare era el arte popular de su tiempo. Como la música de Mozart o Falla. O lo libros de Alejandro Dumas o Víctor Hugo. ¿Sigue existiendo el arte popular?
–Siento continuar en el tono del lamento, pero la gente ya no se cultiva. Los alumnos llegan al instituto sin saber leer. Vivimos una catástrofe intelectual sin precedentes. El arte ha olvidado su pasado, más por ignorancia que por amnesia.
–¿Por qué su oposición a la nueva moda museística de abandonar la cronología y exponer por conceptos, como la nueva Tate Gallery, o ahora también el Pompidou, mediante «Big Bang» y la exposición «Dadá»?
–No soy hegeliano, ni marxista, ni cristiano en sentido teleológico, pero necesito encontrar un sentido a lo que ocurre. No se puede comprender el sentido de una obra si no se inserta en una continuidad y un contexto, pero ya no conocemos la Historia. Por eso ahora no se agrupan las obras por su época, sino por su supuesto parecido. Es una aberración.
–Su exposición «Melancolía» parece concebida para explicar el estado abúlico de Francia. ¿Qué le pasa a su país?
–Siempre se ha creído que Francia es una tierra elegida para encarnar la razón universal e ilustrar al resto del mundo. Sólo que estos principios de universalidad han volado en pedazos. La cultura, la lengua y la influencia del pensamiento francés cada vez son más débiles. Quizás porque ya no hay un pensamiento francés. Además, el francés es un personaje asistido, que confía la gestión de su carrera y su pensamiento al Estado, en una época en la que el Estado no tiene sentido, si no es para vender aviones a China.
–¿Puede aplicarse esta crítica del Estado a su actuación en el ámbito artístico?
–La ayuda del Estado se justifica para defender proyectos de autor en el caso de industrias muy costosas, como el cine, la ópera o la televisión. En el ámbito de las artes plásticas, la intervención del Estado es sin embargo desastrosa. En particular en Francia, donde todo el mercado está confiscado por compras oficiales. Hay un canon oficial del arte decidido por unos funcionarios llamados «inspectores generales de la creación». Es menos duro que el sistema soviético, pero el resultado produce la misma consternación. Se llega a un arte tan aburrido y redundante como la pintura soviética de los 30, bajo una pátina de vanguardismo.
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