LAS PROVINCIAS (Valencia), 13-XII-2005
Dicen que no quieren vivir un cristianismo radical. Eso suele consistir en no aceptar, principalmente, la moral sexual del Evangelio, o algunos otros aspectos de la fe porque esta se ve como una opción a la carta. Algunos asisten a la misa festiva y se confiesan de tarde en tarde. Siento pena porque sé que son buenos y porque yo soy un sacerdote lleno de errores, pero que desea amar a Dios y a los demás, especialmente a los más cercanos. También sé...
LAS PROVINCIAS (Valencia), 13-XII-2005
Dicen que no quieren vivir un cristianismo radical. Eso suele consistir en no aceptar, principalmente, la moral sexual del Evangelio, o algunos otros aspectos de la fe porque esta se ve como una opción a la carta. Algunos asisten a la misa festiva y se confiesan de tarde en tarde. Siento pena porque sé que son buenos y porque yo soy un sacerdote lleno de errores, pero que desea amar a Dios y a los demás, especialmente a los más cercanos. También sé que el pensamiento débil de nuestro tiempo no está para radicalidades nobles, aunque lo esté para radicalismos relacionados con el desamor a la vida, a la familia, a la escuela, a la libertad, a la religión; o en amores con el laicismo fundamentalista. Pero tiene que haber alguien –como Benedicto XVI– que diga verdades como esta: refiriéndose a personas temerosas de que algunos se alejen de la Iglesia por presentar la Palabra de Dios con toda claridad, asegura que la experiencia demuestra lo contrario, y afirma: “Una enseñanza católica ofrecida de un modo incompleto es en sí misma una contradicción y no puede ser fecunda a largo plazo” (Discurso 5-11-05).
Los judíos piadosos recitan a diario el shemá, del que una parte suena así: “Escucha, Israel: el Señor Dios nuestro es un solo Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas. Estas palabras que hoy te dicto estarán en tu corazón y las contarás a tus hijos, y las meditarás sentado en tu casa y caminando, mientras duermes y al levantarte”. En Cristo, los cristianos somos herederos de este precepto que procede de las tablas de la Ley y que, más que precepto en el sentido austero o áspero del término, es un itinerario de amor y felicidad. Porque no hay nadie que no ame, en todo caso, se puede preguntar qué ama; ni hay persona alguna que no anhele la felicidad, pero puede interrogarse por el objetivo en que la cifra. Según sea este, la felicidad puede ser una búsqueda del amor o del egoísmo.
Aunque suene mal, podría pensarse en el egoísmo de un Dios acaparador del amor de todos. Pero, ¿puede Dios crecer en algo al ser amado con todas las fuerzas? ¿Es compatible con Dios –si se cree en Él– el deseo de sumarse algo? Eso es imposible: un Dios incompleto, indigente, repugna con la idea de Dios, no lo sería. Entonces, cabe pensar que amarlo con todo el corazón nos engrandece a nosotros. Dicho de otro modo: el Señor quiere tanto a la criatura humana que le pone como objetivo de su amor el más grande posible: Él mismo. Que Dios busque nuestro amor, como el mendigo del celebre soneto –“¿qué tengo yo que mi amistad procuras?”–, es una muestra más de su bondad y misericordia infinitas.
Así, Dios no es el primer amor, sino el único. Sin que esta afirmación excluya las diversas formas de querer a los demás. Se puede explicar de mil maneras, pero Él mismo ha dicho que no es cierto que amamos a Dios, a quien no vemos, si no lo hacemos con el prójimo que sí vemos. Todo amor se engrandece en Dios, se purifica, se robustece, tiene más posibilidades de pervivir, se hace más intenso, es más verdadero porque participa más de la Verdad, es más grande porque procede de aquel Amor que se escribe con mayúscula.
En este contexto, es más fácil la realización de los efectos que Tomás de Aquino atribuye al amor: produce la unión de quienes se aman; la identificación de voluntades; la admiración gozosa hacia la persona querida; el celo, que busca desinteresadamente el bien de quien se ama, hasta llegar a los mayores sacrificios; el sufrimiento compartido, por el que se hacen propios los dolores y penas del amado. Conectan estas ideas con el admirable himno de la I Carta a los Corintios, que canta las grandezas del amor a Dios y a los demás: “Es paciente, es amable, no es envidioso, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambicioso, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal; no se alegra por la injusticia, se complace en la verdad; todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”.
¿Es todo eso radical? Seguramente sí, pero es que desvirtuamos el amor cuando no es radical de fondo, aunque varíen las manifestaciones. “No amo porque me gusta –escribe Cardona–, amo porque es bueno (y eso vale para el amor a Dios y para el amor a cualquier persona), y entonces me gusta.’’ Insisto en que todo amor es radical en su género, tanto, que todo amor expropia, todo amor enajena, saca de sí. El amor –y de modo total el amor a Dios– es olvido de sí y pertenencia al amado. Juan Pablo II, recordando a San Pablo, afirma que se ha hecho esclavo de todos, que se ha hecho todo para todos, que se esfuerza por agradar a todos en todo; y exhorta: “Mientras hay tiempo, hagamos el bien a todos”. Dice San Agustín: “Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti”. O aquello de Teresa de Ávila: “Quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta”. ¿No irá por ahí la felicidad?