Pablo tiene 18 años y la mochila cargada de incertidumbres. Ante él, el futuro se presenta como una incógnita, y la vida como un regalo sin instrucciones. Ve la televisión con extrañeza cuando programan algún documental o una serie ambientados en la Transición, en la que aparecen ideales de juventud y hazañas en la lucha por las libertades. Para él, todo eso queda muy lejos. En la escuela insistieron mucho en inculcarle valores como la tolerancia o la libertad, aunque no sabe muy bien cómo se concilia eso con su vida cotidiana; se siente libre, pero no sabe para qué. A su alrededor se mueve un mundo fragmentado, y caótico a veces, que le invita a consumir, a disfrutar al límite, a pasar la vida sin pensar, a concebir su futura vida laboral sólo en términos económicos –elige la profesión que te dé más dinero; la vida hay que ganársela–. Al mismo tiempo, ve en los medios de comunicación cómo cada cual defiende una actitud, en el tema que sea, y nadie parece tener razón; es más, todos parecen tener lo que llaman su verdad. Junto a ello, rostros más o menos conocidos muestran ante las cámaras cómo se dejan llevar –de un lado a otro, de una pareja a otra– por sus sentimientos y emociones. Nada parece ser estable. En la soledad de su habitación, tumbado en la cama y mirando al techo, Pablo se encuentra aturdido. Ya no se trata tan sólo de su futuro profesional, sino de su vida entera. De alguna manera, sospecha que su existencia –y la de tantos otros a su alrededor– está siendo urdida con hilos muy débiles. Pablo desconoce que muchos de esos hilos nacieron en el llamado Siglo de las Luces, cuyas consecuencias presentan indudables claroscuros
Los cambios en las sociedades se van introduciendo poco a poco, pero al final constituyen un ambiente que lo impregna todo de fuera a adentro: de las más epidérmicas manifestaciones de organización social, hasta la manera de pensar y de actuar cotidianos de cada persona en concreto. Hoy nadie puede dudar de que Occidente es heredero de los cambios que introdujo la Ilustración; sus postulados han nutrido a la Historia de páginas de progreso, pero también de escenas vergonzantes. La Época de las Luces ha dejado un rastro que se puede seguir hasta nuestros días, y que afecta inevitablemente a la vida de Pablo y de cada uno de nosotros. Concebida por los hombres con la sana intención de salvar y liberar a los hombres, contiene también muchos pasos en falso, entre los que se pueden citar los siguientes:
- Libertad, igualdad, fraternidad. Es el lema ilustrado por excelencia. En principio, no provoca ninguna objeción espontánea, ya que expresa deseos universales –¿de dónde lo sacaron los ilustrados sino de la Iglesia católica (universal)?– Sin el cristianismo son términos impensables, pero igualmente pierden toda su verdad desgajados de la experiencia cristiana que los sustenta. Motor ideológico de la Revolución Francesa, los acontecimientos que siguieron después en el país vecino lo pusieron bien en evidencia, mostrando que no hubo demasiado interés por llevar este eslogan a la práctica: la guillotina y las purgas de aquellos años son todo lo contrario a la idea que uno pueda tener sobre la fraternidad. Al final, la fraternidad se mostró sólo entre iguales con un interés común; y la libertad fue una concesión sólo para los que pensaban de la misma manera que los revolucionarios. Muchas cabezas cortadas son testigos de ello.
No hay que olvidar que, desde que estalló la Revolución Francesa, en 1789, con la bienintencionada Declaración de los Derechos del Hombre, formulada por la Asamblea Constituyente en París, hasta el apogeo, en 1793, del régimen que ha pasado a las páginas de la Historia como el Terror, sólo pasaron cuatro años. Escribe el cardenal Giacomo Biffi en su último libro, Pinocho, Peppone, el Anticristo y otras divagaciones: «La difusa tendencia a ver la Revolución Francesa como un evento todo luminoso y positivo, sin hombre y sin pecado, conforma una perspectiva risible. Sin embargo, esta visión ha sido cotidianamente impuesta en la escuela y en la divulgación corriente, a pesar de las revisiones científicas que demuestran lo contrario. No es lícito ignorar que, con el genocidio, el regicidio y el terror, se aplicó por primera vez el principio de que es legítimo –y hasta un deber– suprimir a los inocentes para llevar a la práctica un programa de pretensiones tenidas por indiscutibles, y para realizar la imposición de una ideología. Lo que sucedió en 1793 fue el precedente de los sanguinarios acontecimientos que marcaron el siglo XX en nombre de un absurdo ideal de justicia, o de una aberrante exaltación de una nación o una raza, o de un egoísmo enmascarado de comprensión civil (como sucede en las actuales legislaciones contra la vida). Lo que sucedió en 1793 fue el primer impulso y legitimación de los grandes criminales de nuestro tiempo, como Lenin, Hitler, Stalin, y todos sus imitadores». Más de doscientos años después, las noticias que pueblan los telediarios de todo el mundo muestran que la realidad va muy por delante de los ideales –así, en abstracto– de hermandad e igualdad.
Quizá la clave está en que este lema deja de lado una de las grandes inclinaciones del ser humano: el deseo de verdad. Parece como si los postulados de la Revolución Francesa naciesen ya mutilados: Libertad, ¿para qué? Igualdad, ¿en qué somos iguales? Fraternidad, ¿en torno a qué? Todas ellas parecen reclamar algo que las aglutine y les dé forma; y ese algo debe ser eterno e inamovible; de lo contrario, la libertad deviene en libertinaje; la igualdad, en sectarismo; y la fraternidad, en egoísmo. Ese algo es la verdad.
En estos tiempos de consenso cambiante, corren malos tiempos para la verdad. Algunos se permiten incluso el lujo de quitarle todo su valor. Recientemente, el Presidente del Gobierno, don José Luis Rodríguez Zapatero, afirmaba: «No es la verdad la que nos hace libres, sino la libertad la que nos hace verdaderos». En la obsesión febril por reescribir la Historia –la guerra civil española, por ejemplo, repasada cada semana al antojo de los dominicales y libros por fascículos– que define a los neoilustrados, la frase del Presidente expresa una carencia total de rigor de pensamiento. Uno es libre cuando conoce el sentido de su vida y sabe para qué vive; a partir de ahí, podrá hacer lo que quiera, que todo lo que haga estará en el buen camino. Es como aquel que sabe que las normas de circulación están bien hechas y pensadas; conociéndolas, podrá ir seguro adonde quiera. Sin embargo, el que pone por delante su libertad de conducir como le plazca, por encima del sentido de la conducción, no hará otra cosa que poner en peligro no sólo su vida, sino también la de los demás. Si lo mejor es enemigo de lo bueno, la utopía es enemiga de la realidad.
Otra de las falacias acerca de la libertad y la igualdad es la tolerancia a toda costa y el multiculturalismo: Si todos somos iguales, todas las culturas son iguales y todas valen lo mismo; por eso, hay que dejar a los demás vivir en paz con sus convicciones, da igual las que sean. Los disturbios recientes en Francia y en varias ciudades europeas son consecuencia de este mito tan inocente, como también lo son el 11-M, el 11-S y todos los atentados de los fanáticos islamistas en el mundo. Apelar a la pobreza y la marginación es apartar la mirada del verdadero problema: una Europa que no tiene nada que ofrecer a los que vienen de fuera, que no tiene ninguna identidad –y la que tiene, el cristianismo, la persigue a muerte–. El todo vale llevado a su máxima expresión, la libertad mal entendida, sólo lleva a la ruina.
- Sapere aude (Atrévete a pensar). La Enciclopedia define al filósofo como aquel que, «pisoteando todo prejuicio, tradición, consenso universal, autoridad –en una palabra, todo lo que esclaviza a la mayoría de las mentes–, se atreve a pensar por sí mismo». Y en un texto escrito en 1784, el filósofo Emmanuel Kant afirmaba: «La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la ilustración». Esta actitud fue llevada hasta su extremo más violento en la sustitución de las imágenes de los santos de la catedral de Notre Dame, en París, por una estatua que representaba a la diosa Razón.
Es cierto que nadie puede sostener hoy que el hombre debe seguir a pies juntillas una norma cualquiera, de forma acrítica. En definitiva, se trata de una cuestión de confianza; cada persona debe ser introducida en la realidad por alguien. Un niño debe recibir de sus mayores las instrucciones necesarias para vivir. Nadie es autosuficiente desde los 0 años. En este punto, la libertad absoluta, sin lazos de ningún tipo, no es ningún valor, sino un obstáculo que imposibilita la vida. Lo mismo que sucede con los aspectos más básicos, como buscar comida, refugio, calor y abrigo, ocurre con las cuestiones que suponen un empeño mayor de la esencia del ser humano –la razón y la libertad–, y que constituyen el campo de la ética y la moral. Ningún niño se atreve a pensar por sí mismo –ni se lo plantea, ¿acaso no vive, ¡y aprende!, antes de llegar al uso de la razón?–, ni siquiera al llegar a la edad en la que está comenzando a manejar los rudimentos de la razón; el niño confía y toma en cuenta a sus padres a la hora de tomar sus primeras decisiones libres. Y, al mismo tiempo que actúa –es decir, que lleva la práctica las normas morales–, va verificando la bondad de esas normas heredadas. Así, comprueba que, cruzando la calle tal como le han enseñado sus padres, llega a la otra acera con éxito y de forma segura.
De la misma manera, el adulto no puede acatar todo lo que le viene de afuera sin verificarlo, como si fuera una especie de robot, sin voluntad ni libertad para tomar sus propias decisiones; pero tampoco puede hacer borrón y cuenta nueva, porque entonces se encontraría solo, perdido como un niño sin padres; además, más tarde o más temprano, ya que la anarquía absoluta es imposible, alguien tendría que proponer su propia opinión a la hora de tomar decisiones importantes para el resto de la sociedad, y de este modo una tradición se vería sustituida por otra tradición distinta. Así las cosas, alguien podría concluir que pensar por sí mismo es, en realidad, imposible, pues siempre somos herederos de algo; a lo largo de la vida, cada uno va eligiendo y verificando su tradición, aunque a veces el método ensayo-error traiga consecuencias dramáticas.
Además de todo ello, uno de los riesgos de seguir exclusivamente aquello que dicta la propia conciencia es que, para actuar bien, la razón necesita estar bien formada y experimentada. Debido a ello, a la hora de actuar, muchos, en lugar de razonar, se guían por el yo siento (emotivismo); lo que más útil me sea (utilitarismo); o lo que más me guste (hedonismo), acentuando aún más el actual relativismo demoledor, que deja al hombre a su propio capricho, huérfano de referentes y completamente perdido.
En definitiva, la mejor forma de pensar por sí mismo es empezar tomando en cuenta la propia tradición y verificándola, para mejorarla si es necesario, pero teniendo en cuenta que dilapidar, en nombre de cualquier prejuicio, lo que siglos de Historia han dado como bueno para los hombres, constituye un letal ejercicio de irresponsabilidad.
- El hombre es bueno por naturaleza. La idea es de Rousseau, y ha sido acogida con entusiasmo por la postmodernidad. Lo explica André Frossard en su libro Preguntas sobre el hombre: «Rousseau afirmó que el hombre es bueno por naturaleza y que es la sociedad la que lo ha corrompido. Del mismo modo, sus instituciones políticas lo desnaturalizan, empujándole ora a la hipocresía, ora a la rebelión y, por consiguiente, hacia la mentira y la violencia. Un modo de vida más acorde con la naturaleza haría aparecer su bondad, que unas sanas instituciones políticas sin coacciones acrecentarían aún más, en lugar de reprimirlas. Es la religión, y en particular la doctrina del pecado original, la que habría persuadido a los hombres de que su naturaleza estaba viciada y de que la única finalidad de las leyes es castigarlos –funesto pensamiento éste, puesto que la coerción no genera nunca más que temor y rebeldía–. Sin embargo, si el hombre es bueno por naturaleza, le bastaría dar rienda suelta a todos sus instintos para ser perfecto, lo que nadie se ha atrevido jamás a sostener. Como de costumbre, Rousseau utiliza la razón y la sinrazón mitad por mitad. El hombre no es ni bueno ni malo por naturaleza; por naturaleza es, simplemente, apto para el bien y para el mal. Convencerle de que no está corrompido, cuando lo está, aunque sea por la sociedad, supone despojarle del buen uso de su conciencia y empequeñecerlo en lugar de procurarle grandeza».
En nuestros días, la visión del hombre navega entre el pesimismo absoluto de Hobbes –El hombre es un lobo para el hombre– y el optimismo idealista de Rousseau. El primero lleva al individualismo, la desconfianza y la destrucción de la vida social; el segundo, a descalabros utópicos como el auge y caída del marxismo en los países del Este de Europa. En realidad, ambas actitudes revelan un hombre abandonado a sus propias fuerzas, cuando una antropología sana y realista reconoce que el hombre es un ser que necesita salir de sí mismo y mirar hacia fuera para tener una vida lograda, sin que esté irremediablemente pegada a los vaivenes del día al día; y esta trascendencia, diríamos, horizontal lleva inmediatamente a la auténtica trascendencia, a la búsqueda de Dios, Aquel que es el único que salva la vida y que le da sentido, que no nos deja huérfanos.
Algunas consecuencias
La Ilustración, que supuso una búsqueda sincera de entender el mundo y una renovada confianza en el hombre, en su intento de construir un mundo mejor constituyó un sistema de pensamiento y una forma de actuar que han perdurado hasta nuestros días, y han calado en lo más hondo de nuestra vida personal, familiar y social. Si para conocer a un hombre hay que saber cómo piensa, para conocer al hombre moderno hay que estudiar el caldo de cultivo en el que se ha desarrollado su pensamiento, y éste no ha sido otro que la Ilustración.
El denominador común del pensamiento ilustrado es Yo soy independiente y autónomo, totalmente libre de todo. La consecuencia principal de esta forma de pensar ha quedado bien patente en Occidente: el individualismo, el irreductible Yo, me, mí, conmigo, que lleva consigo el emotivismo, el utilitarismo, el hedonismo y el relativismo moral y de pensamiento (Así es, si así os parece, utilizando el título de una obra de Pirandello). También cabe aquí incluir la secularización, que trata de eliminar a Dios de la vida pública, para desbancarlo también de los corazones, y que también intenta convertir a los seres humanos en robots sin alma –meros trabajadores, consumidores, o votantes–.
Todo ello empuja al individuo a la soledad; y, en términos sociales, a la desvinculación y a la fractura de lo común. La primera institución que lo sufre es la familia, que se está convirtiendo cada vez más en un lugar meramente físico, en la casa donde uno llega a dormir después de pasar todo el día trabajando, en un ámbito sin comunicación. Las relaciones sociales también se ven afectadas: hombres y mujeres solos, con menos ataduras y responsabilidades, lo que da una falsa imagen de libertad; consumidores de ocio y de cualquier producto, y a la postre crecientemente incapaces –alienados– de pensar por sí mismos. Aquel utópico Atrévete a pensar ya se ve dónde termina. Y, en un ámbito mayor, a nadie puede sorprender el resurgimiento de los nacionalismos al que estamos asistiendo; perdido cualquier tipo de vínculo, sólo queda acentuar lo que nos diferencia; separarnos, en lugar de unirnos para enriquecernos.
Hace falta, sencillamente, recuperar las raíces, sin las cuales los sueños de la Ilustración, como frutos lógicamentes podridos, devienen en el nihilismo hoy dominante en el mundo. Y recuperar las raíces es poner al hombre en el lugar que le corresponde –en el que fue puesto por Dios–, no como un súbdito o un esclavo, sino como señor de la Creación, que eso es ser criatura de Aquel que llama a cada uno a la existencia. La grandeza del hombre aumenta cuando no se le engaña con una falsa y exagerada imagen de sí mismo, sino cuando se reconoce su pequeñez ante el misterio de la vida y de la muerte, de la misión de cada uno sobre la tierra, del asombro de lo cotidiano y lo extraordinario. Lo sublime del hombre crece cuando el Yo soy se une al Yo soy porque Tú eres. Hace falta ilustrar a los hombres en su capacidad para vivir una vida única, querida por Aquel que le ha dado la vida. Hace falta que alguien le diga a Pablo, el joven con el que empezaron estas líneas–, que la vida no está perdida, que es libre para construir su existencia con fundamentos sólidos, que sus días no son un Todo fluye, una sucesión de rutinas sin sentido ni fin. Hace falta que alguien le diga a Pablo que la alegría, la gratificación del esfuerzo, la luz de la razón, el entusiasmo, la libertad y la bondad son las herramientas de un destino único. Hace falta que Pablo sepa que la felicidad está al alcance de la mano.
Juan Luis Vázquez
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |