Muy lejos queda ya el verano; de él sólo resta ese agradable y vago recuerdo de tertulias y conversaciones sin fin, del tiempo pasado con los nuestros, de albores y atardeceres. Lejos están también esos primeros días de septiembre, llenos de grandes propósitos para cambiar nuestra vida. Junto a los más prosaicos –adelgazar, hacer ejercicio, cambiar unas cortinas…–, los de gran calado –llegar a casa más temprano, visitar a los padres periódicamente, hacer que los nuestros se sientan queridos y co...
Muy lejos queda ya el verano; de él sólo resta ese agradable y vago recuerdo de tertulias y conversaciones sin fin, del tiempo pasado con los nuestros, de albores y atardeceres. Lejos están también esos primeros días de septiembre, llenos de grandes propósitos para cambiar nuestra vida. Junto a los más prosaicos –adelgazar, hacer ejercicio, cambiar unas cortinas…–, los de gran calado –llegar a casa más temprano, visitar a los padres periódicamente, hacer que los nuestros se sientan queridos y comprendidos…– Los primeros pudieron parecer frívolos e intrascendentes, pero, en un todo orgánico, son una pieza clave del engranaje. Es conveniente cuidarse, sin obsesión, para poder darse a los demás; es importante hacer agradable nuestra casa, para acoger y hacer hogar.
A la buena forma y bonitas telas hay que sumarle pequeños trucos que ayuden a hacer familia: festejar todos los cumpleaños, celebrar comidas dominicales, buscar cualquier motivo para reunirse y celebrar el no cumpleaños, como le gusta a mi padre. Esto requiere renuncias, esfuerzo y dedicación por parte de todos, y una conciencia clara de que no hay nada más importante.
Hablamos mucho de familia, pero ¿cuánto tiempo le dedicamos a la nuestra? ¿Cómo transmitimos la fe a nuestros hijos y nietos? ¿Nos tomamos en serio su educación? Hay personas que asisten a escuelas de padres, algunas a centros de orientación familiar, otras se reúnen en grupos de oración para plantear la educación de sus hijos a la luz de la fe. Son personas muy ocupadas, pero con un compromiso real con su familia. También están los que creen que no lo necesitan, los que piensan que lo saben todo, o para los que las prioridades son otras; la vida se encargará de hacerles añorar el tiempo perdido.
Son tiempos de tempestad y lid. Tenemos que formar a nuestros hijos como hombres recios, fuertes, libres y espirituales. Nuestras familias deben ser como aquellos monasterios de la Edad Media que, frente a la invasión de los bárbaros, preservaron la fe y la cultura de todo un continente. Lugares de oración y trabajo interno, callado, constante, que sea el germen del hombre nuevo. La regla a seguir, la de san Benito: Ora et labora.
Carla Diez de Rivera
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