La Gaceta de los Negocios (26-IX-2005).
La Universidad de Harvard -desde donde escribo estas líneas- ha quedado conmocionada con la despedida de Kim Clark, el decano de la prestigiosa Harvard Business School, el pasado 31 de julio. Clark, que había permanecido en Harvard desde 1974, como estudiante de economía primero, como profesor de administración de empresas e investigador en dirección operativa y tecnología después, y como decano estos últimos diez años, ha decidido dejar su brilla...
La Gaceta de los Negocios (26-IX-2005).
La Universidad de Harvard -desde donde escribo estas líneas- ha quedado conmocionada con la despedida de Kim Clark, el decano de la prestigiosa Harvard Business School, el pasado 31 de julio. Clark, que había permanecido en Harvard desde 1974, como estudiante de economía primero, como profesor de administración de empresas e investigador en dirección operativa y tecnología después, y como decano estos últimos diez años, ha decidido dejar su brillante puesto por la llamada de su iglesia para dirigir la Brigham Young University, en el remoto Idaho. Destacan las informaciones de prensa que Kim Clark, que cuenta ahora con 56 años, tiene seis hijos y siete nietos, y es un devoto mormón: "Pensaba que diez años era un tiempo suficiente para un decano y también que no debía decir que no a esta petición de mi iglesia", explicó. Lo que quizá llamaba más la atención a la corporación académica era que en esta decisión profesional y personal pesara de forma tan palpable la religión que a menudo es del todo invisible en la cultura materialista dominante. Sin embargo, aquella decisión, incomprensible desde un punto de vista económico, refleja bien que lo realmente importante para algunos es para muchos otros quizás enteramente invisible.
Aquella decisión es del todo coherente con las convicciones de quien al recibir a los alumnos de la promoción del 2005 les decía: "Nuestra misión no es enseñar contabilidad y finanzas. Nuestra misión es mejorar la sociedad, es cambiar el mundo. Nosotros no podremos descansar hasta que no haya hambre en el mundo. Nuestra misión es educar líderes que hagan del mundo un mejor lugar para vivir". Y en el pasado mes de febrero, al recibir el doctorado honoris causa por la Universidad Panamericana de México, Kim Clark declaraba abiertamente: "Necesitamos líderes con integridad. La integridad es mucho más que ser honesto: es hacer coincidir lo que se dice y lo que se hace. La integridad es un asunto de carácter personal. No es algo que se encienda y luego se apague. No se puede ser un líder con integridad si se actúa de una forma en el trabajo y de otra en casa". Y añadía: "Los líderes que viven los valores que predican inspiran seguridad y confianza en quienes les rodean. Los valores que predican se vuelven realidad en las organizaciones que dirigen porque las personas actúan conforme a esos valores y los viven en sus organizaciones".
Se trata, sin duda, de afirmaciones elementales y profundas que, por ser verdaderas, nos persuaden a todos al escucharlas, aunque a veces resulte difícil vivir de acuerdo con ellas. La pretensión de que la integridad y la confianza presidan siempre las relaciones humanas y la organización de la sociedad es vista con recelo por muchas personas, quizá incluso la mayoría, que suelen descalificarla como un ideal imposible para quienes vivimos en una sociedad tan compleja y competitiva como la nuestra de principios del siglo XXI. Pero estoy convencido de que se equivocan, pues -como todos comprobamos a diario- sólo los anhelos de verdad, de transparencia, de honradez, de comunicación afectuosa con los demás, son capaces de llenar de sentido nuestras vidas, y no lo son, en cambio, los afanes de poder, de prestigio o de simple bienestar material.
En mi última estancia en Buenos Aires dediqué una mañana completa a recorrer algunas de sus librerías de viejo, lo que es siempre una maravillosa aventura para el viajero inquieto. En una librería de la avenida de Mayo cuyo nombre no logro recordar, situada en un primer piso con un luminoso ventanal sobre la calle, encontré una enorme estantería que llegaba hasta el techo repleta de libros de filosofía: un verdadero tesoro. Subido a lo más alto de la escalera, me topé con un ejemplar de un libro del primer filósofo premio Nobel de literatura que llevaba años buscando. Se trataba de La lucha por un contenido espiritual de la vida: Nuevos fundamentos para una concepción general del mundo, de Rudolf Eucken (1846-1926), traducido por Eduardo Ovejero y hermosamente editado en 1925 en Madrid por Daniel Jorro en su "Biblioteca científico-filosófica". Al tener aquel libro en mis manos volví a pensar una vez más que un autor capaz de titular así un libro bien merecía el premio Nobel de literatura, aunque hoy en día nadie sepa ya nada de él, y ni siquiera figure en las más recientes enciclopedias filosóficas. La lucha por un contenido espiritual de la vida era el título del libro publicado por Eucken en 1896, pero esa lucha ciento diez años después es todavía mucho más necesaria. El espíritu, aquello invisible a los ojos, se nos escapa como el agua entre las manos en una cultura que parece dar primacía a lo cuantitativo y a lo material sobre lo cualitativo y lo espiritual.
La vida humana sin el cultivo del espíritu se deshumaniza, se animaliza por completo. Para comprobar esta penosa realidad basta con asomarse a cualquier sala de videojuegos, abarrotada de ordinario por jóvenes que consumen allí sus horas de ocio. Pero también el mundo académico más sofisticado, como puede ser la propia Universidad de Harvard, no es ajena a ese proceso. Hace cosa de cien años, quizá en un ataque prematuro de lo políticamente correcto, la corporación de Harvard retiró de su sello la expresión Christo et ecclesia, que durante los doscientos años precedentes había figurado en su orla. Con aquella expresión latina quería indicarse la finalidad del VE-RI-TAS que aparece impreso en letras grandes sobre tres libros abiertos. Ahora la verdad está sola en el sello de Harvard. Sin embargo, de cuando en cuando, el visitante experto al pasear por su hermoso campus puede descubrir aquella vieja inscripción en los escudos que campean sobre algunas de sus puertas más antiguas o sobre la imponente fachada de la Widener Library. Es un testimonio, sin duda tenue, del origen religioso de esta Universidad. Algo semejante viene ocurriendo en muchas universidades europeas que tratan de olvidar su fundación eclesiástica y borran consecuentemente los rasgos de su origen que conforman su identidad. Se trata de un proceso de secularización de las universidades y de la búsqueda de la verdad cuyas consecuencias son imprevisibles. Como ha escrito George Weigel, si se expulsa a la religión de las universidades y los centros avanzados de investigación se quiebra irremisiblemente la cadena de sentido que las une con las universidades medievales y renacentistas.
Eliminar la religión es una torpeza decimonónica lamentable. Para las personas y las instituciones, más aún las educativas, lo invisible es casi siempre más importante que lo que se toca con las manos. Ya se lo dijo el zorro al Principito: "He aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos". La decisión del decano Clark nos recuerda que aquel secreto sigue siendo la clave tanto en Harvard como en cualquier otro lugar del mundo: lo importante es lo invisible.
Jaime Nubiola