La Gaceta de los Negocios (Madrid, 4-X-2005)
Hace tan sólo veinte años -lo recuerdo bien- hablar de la importancia de la ecología, advertir la emergencia del nacionalismo, señalar que el feminismo sería una nueva clave cultural o detectar el desarrollo del pacifismo, cualquier tipo de énfasis en esas nuevas actitudes, provocaba sonrisas de conmiseración o acusaciones de utopía. Hoy son casi referencias tópicas, por comúnmente aceptadas. Nuestro horizonte valorativo ha sufrido decisivas mutaciones al filo del cambio de milenio. Sentimos de otra manera, pensamos de otro modo, pero nuestros esquemas mentales continúan sin actualizar. Tal desajuste provoca una ambigüedad de fondo que se puede detectar en los cuatro movimientos emergentes que acabo de mencionar.
El ecologismo presenta una índole epocal, porque marca un límite a la pretensión moderna de dominio de la naturaleza. La conciencia ecológica acoge valores ascendentes como el respeto y el cuidado, que aportan densidad humana a la cultura actual. La ambigüedad se presenta aquí en que el miramiento con la naturaleza del entorno ambiental no siempre se traslada al cuerpo de la mujer y del hombre. Y se cae entonces en la esquizofrenia de una mentalidad que es pudorosa con las especies animales y vegetales, mientras que adopta una postura de provocación en la manipulación genética de seres humanos.
El feminismo tiene en su base una clara fundamentación humanista y cristiana. La dignidad de la persona no admite distingos ni aminoraciones. La marginación por razón de sexo, raza, posición económica, edad o salud es odiosa. Ahora bien, esta positiva valoración de los derechos humanos se proclama todos los días con las palabras y se contraviene a todas horas con los hechos. Piénsese, sin ir más lejos, en quiénes han sido los principales damnificados de Nueva Orleans, o en las noticias sobre la explotación de la mujer por parte de la secta Rael. Los derechos humanos se retuercen cuando se transforman en derechos reproductivos, que acaban por perjudicar a los más débiles.
El pacifismo responde a la convicción de que la manera de salvaguardar la paz no es la carrera de armamentos ni las tristemente famosas guerras preventivas. Hoy sabemos que es sumamente improbable, por no decir imposible, que haya guerras justas. Es una persuasión ética, no una ideología política. Por eso se trata de ser pacíficos y no pacifistas. El pacifista es el que pide paz porque no la tiene, mientras que el pacífico es el que da paz precisamente porque la posee.
El nacionalismo presenta aún con mayor claridad tales ambigüedades valorativas. Supone una reacción frente al cosmopolitismo sin calor y sin sustancia, frente a la globalización que nivela culturalmente y consagra las desigualdades económicas. Pero los nacionalismos radicalizados tienden a la insolidaridad y son proclives a condescender con el uso de medios violentos o, cuando menos, llevan a actitudes estrechas y excluyentes que degradan el concepto de patria.
Por debajo de este panorama abigarrado, que revela cambios valorativos cruzados por la perplejidad, cabe detectar en nuestro tiempo corrientes profundas, tendencias más permanentes que podríamos sintetizar en cinco principios éticos y culturales.
El principio de gradualidad nos ayuda a desprendernos del racionalismo mecanicista, que ve la realidad en blanco y negro, cuando hoy se advierte que los asuntos humanos admiten grados, matices, variedades y variaciones. Ya la rebelión estudiantil de mayo del 68 denunció agudamente el predominio de los mandarines que monopolizan el saber. Hoy ocupan su lugar los tecnócratas y los ejecutivos multinacionales. Nada hay más deplorable que el racismo intelectual, porque cualquier talento puede aportar algo insustituible.
Con esto conecta el principio de pluralismo que viene a ser como el reflejo actual de la clásica analogía. Cada una de las provincias de lo real presenta una lógica propia. Y ya es momento de que nos tomemos en serio el multiculturalismo que proclamamos, sobre todo a la hora de valorar las aportaciones de los emigrantes, más allá de la marginación y del paternalismo.
Es preciso avanzar en la gestión de la complejidad: no es otra la aportación crucial de las nuevas tecnologías del conocimiento.
El principio de complementariedad nos enseña a abandonar la estrategia del conflicto que confunde lo que es distinto con lo que es contrario. El modelo social que permite la emergencia de instancias complementarias no es el estatismo ni el economicismo: es el humanismo cívico, que propugna la responsabilidad social de las iniciativas ciudadanas. Pero éste es un planteamiento que no se entiende bien en los páramos de España, aunque Miguel Hernández cantara que en ellos nunca medraron los bueyes.
El principio de integralidad nos hace ver que no se agota el ser humano en la fría objetividad de lo mensurable, no está -todo entero- incrustado en el proceso de la producción y del consumo. Vamos pasando de valorar sólo lo instrumental para apreciar más lo intrínseco. Además de lo que se compra y se vende, está lo que se regala y se acepta: el don del amor y de la amistad, el sentido del perdón y de la plegaria, el disfrute sereno del arte y la naturaleza. Junto a la eficacia, está la ternura; más allá del cumplimiento de objetivos, se halla la creatividad.
La aplicación de tales inspiraciones de fondo se sintetiza en el seguimiento del principio de solidaridad. El individualismo es arrogante y avasallador. Nada tiene que ver con la libertad ni con la democracia, aunque con estos valores fundamentales se apañe para cubrir sus miserias. Hoy, en cambio, se esta abriendo camino la certidumbre de que la dependencia es un rasgo antropológico fundamental. Porque todos somos, de un modo u otro, minusválidos. Nadie pasa por esta vida sin caer enfermo y precisar del cuidado de otros. Ahora bien, cuidar es algo que no pueden hacer ni el Estado ni el mercado: sólo las personas dotadas de generosidad y delicadeza. La calidad de vida no viene dada por la sofisticación material sino que es una aportación humana.
Si bien se miran, los cinco principios que acabo de exponer apelan a esa dimensión comunitaria que constituye la olvidada fuente de sentido primordial. Es el ámbito al que podemos denominar mundo vital, que se encuentra en la base de la tecnoestructura, en la que se enlazan las pretensiones del poder, del dinero y de la influencia persuasiva. La crisis del Estado de Bienestar ha puesto al descubierto la vanidad de configurar la sociedad desde arriba, y la necesidad ineludible de contar con la libertad concertada de las personas concretas y sus solidaridades primarias.
Es la hora de una nueva ciudadanía, verdaderamente autónoma, que poco tiene que ver con la retórica cívica que por estos pagos expende torpemente la propaganda oficial.
Como cualquier trazado de un panorama valorativo corre el riesgo cierto de ser tachado de abstracto y utópico, voy a aplicarlo por último a un campo cercano a muchos de los lectores de este periódico: el empresarial. Es, además, un ámbito paradigmático para detectar la ambivalencia a la que me vengo refiriendo. Esta ambigüedad se hace patente al detectar la tensa convivencia de los nuevos valores emergentes con los rancios valores dominantes.
Por lo que se refiere a la finalidad de la empresa, los valores dominantes siguen siendo el beneficio económico y la capacidad de continuidad o permanencia de la corporación, mientras que los valores emergentes vienen dados por el servicio a la sociedad y el perfeccionamiento humano de las personas que en ella trabajan. El enfoque economicista es monológico y ni siquiera da cuenta de la dinámica del mercado. En la sociedad del conocimiento, el valor añadido es lo nuevo. Y lo nuevo sólo puede proceder del aspecto humano de la empresa, porque remite a la capacidad innovadora de las personas. Ahora bien, en el campo de las propias tendencias humanas básicas el valor dominante es el deseo de adquirir y poseer, pero la pulsión que trata de abrirse un camino ascendente es el afán de crear y compartir.
Por lo que respecta a la definición de la estrategia empresarial, la gestión por objetivos ha entrenado a los directivos en la consecución de resultados fácticos. Éste sigue siendo el valor dominante. En cambio, el valor emergente es el atenimiento a principios y el fomento de la cultura de empresa, es decir, aspectos de tipo cualitativo y no meramente cuantitativo. Además, el logro de objetivos primarios, que continúa estando en primer término, ha de ser complementado con la importancia ascendente de la previsión de efectos secundarios. Se trata de superar la miopía social que sólo mira al entorno inmediato y de abrirse a escenarios en los que la fusión de horizontes de diverso tipo -por ejemplo, políticos, culturales, éticos y económicos- no aboque al desconcierto. Piénsese, si no, en cuántas organizaciones han desaparecido por falta de atención al aspecto ecológico.
Cabe señalar, por último, que la motivación de las personas dentro de la compañía tendía a regirse por aspiraciones de rango y de satisfacción de apetencias inmediatas. Los valores emergentes, por su parte, ofrecen planteamientos de mayor profundidad y alcance, porque priman la activa inclusión en la empresa y el autodominio personal.
Alejandro Llano
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