Hace algún tiempo trabajé en un sitio en el que la sola mención del término Iglesia generaba un verdadero arrebato de ira en muchos de mis compañeros. A renglón seguido, solía tener lugar un curioso fenómeno muy habitual en España. Al hablar de religión, el español medio se transforma en paladín del laicismo mal entendido, revestido de un supuesto progresismo que muchas veces sólo esgrime porque cree que le rejuvenece. El monólogo –que nunca conversación– del atacante del catolicismo solía estar...
Hace algún tiempo trabajé en un sitio en el que la sola mención del término Iglesia generaba un verdadero arrebato de ira en muchos de mis compañeros. A renglón seguido, solía tener lugar un curioso fenómeno muy habitual en España. Al hablar de religión, el español medio se transforma en paladín del laicismo mal entendido, revestido de un supuesto progresismo que muchas veces sólo esgrime porque cree que le rejuvenece. El monólogo –que nunca conversación– del atacante del catolicismo solía estar plagado de los mismos tópicos que algunas tertulias radiofónicas repiten una y otra vez: que si las Cruzadas, que si la Inquisición, que si los tesoros del Vaticano, que si la falsa moral... Con semejante panorama, ¡cualquiera tenía el valor de decir abiertamente que, cada día, al salir del trabajo, me metía, casi a escondidas, en una iglesia que estaba de camino a casa! Muchos días tenía la desagradable sensación de estar absolutamente sola.
Una tarde, en misa, giré la vista y me encontré con una compañera de trabajo, unos bancos más atrás. Por supuesto, no se me había ocurrido pensar que ella también era católica. Fue una sensación extraña. Creo que me subieron los colores, porque lo primero que se me pasó por la cabeza fue: Oh, vaya, me han descubierto. Ahora todo el mundo se enterará de que soy católica y tendré el lío montado. Pero enseguida recapacité y caí en la cuenta de que ella estaba en la misma situación que yo. ¡Yo también la había descubierto a ella! Entonces sentí que lo importante de aquella situación era que ninguna de las dos tendríamos que volvernos a sentir solas.
Un par de años después, la noche en que murió Juan Pablo II, las dos nos fuimos a la madrileña plaza de Colón para despedirnos del Papa en el mismo sitio en el que él se despidió de nosotros. Esa noche, ante la sorprendente cantidad de jóvenes que cambiaron sus discotecas y bares por un rato de oración, mi amiga me dijo: «Fíjate, no estamos solas».
Hace un par de días me ocurrió algo en el Metro que me hizo recordar aquella tarde en misa. Iba rezando el Rosario. Cargada como una mula –chaqueta, bolso, bolsa, libro...–, no pude evitar que el rosario se me cayera de las manos. Lo recogí pensando que seguro que todo el vagón tendría la mirada fija en mí como si fuera una marciana verde y con antenas. Cuando me levanté, me encontré con la mirada de una señora de unos 50 años ante la que esbocé la más estúpida de mis sonrisas. Ella me devolvió el gesto, extendió su mano, la abrió, y me mostró su rosario. Ahí acabó la historia, porque el Metro llegó a la siguiente estación y la mujer se bajó. Volví a pensar: «No estamos solos». ¿Cuánta gente llevará cada mañana el rosario medio escondido en la palma de su mano? El resto del día me lo pasé canturreando un tema del grupo Ketama, con una ligera variación: «No estamos solos, que sabemos lo que queremos», dice mi canción.
María S. Altaba
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