En estos últimos meses, algunos acontecimientos políticos, como los resultados de las elecciones presidenciales americanas o los referendos sobre la Constitución europea, han puesto de manifiesto que las estrategias y tácticas de comunicación no resultan suficientes, por muy sofisticadas que se diseñen. Algo falla en los propios contenidos del mensaje.
Que las élites políticas no están consiguiendo conectar con su público es evidente. ¿Dónde se origina esta distancia? ¿Por qué los dirig...
En estos últimos meses, algunos acontecimientos políticos, como los resultados de las elecciones presidenciales americanas o los referendos sobre la Constitución europea, han puesto de manifiesto que las estrategias y tácticas de comunicación no resultan suficientes, por muy sofisticadas que se diseñen. Algo falla en los propios contenidos del mensaje.
Que las élites políticas no están consiguiendo conectar con su público es evidente. ¿Dónde se origina esta distancia? ¿Por qué los dirigentes o líderes sociales de cualquier orden convencen cada vez menos? Cada uno tiene su propio diagnóstico. El mío consiste en que no aciertan con lo que realmente importa; tienden a defender intereses o gustos cuando lo que realmente le importa al ciudadano son los valores.
El interés, tal como lo define el diccionario de la Real Academia Española en su primera acepción, supone «provecho, utilidad, ganancia», es decir, un beneficio habitualmente material y a corto plazo: bajar los impuestos, flexibilizar la contratación laboral, mejorar las vías de comunicación o abaratar la entrada de los museos.
El valor, por el contrario, comporta una manera de ser o de obrar que una colectividad juzga ideal y que hace deseables o estimables a los seres o a las conductas que representan ese valor. La convivencia pacífica, la protección de los niños, el cuidado de enfermos y ancianos, o el derecho a la libre expresión, constituyen objetivos a largo plazo que procuran un beneficio en el ser del ciudadano y no solamente en el tener. Objetivos, por tanto, que garantizan una ganancia a largo plazo.
La satisfacción de los intereses contribuye indudablemente a mejorar la calidad de la vida; pero únicamente la defensa de los valores garantiza la dignidad de las personas.
Muchos políticos estarían dispuestos a admitir la importancia de tenerlos en cuenta. Y, de hecho, la tolerancia hacia otras creencias y formas de ver precede a todo discurso público. No obstante, el respeto solo no resulta suficiente. Hay que dar un paso más. El comunicador actual no se puede limitar a no ofender: tiene que persuadir, para lo que necesita conocer en profundidad la cultura o culturas a las que se dirige, y saber qué valores importan en cada momento. En definitiva, debe buscar la resonancia cultural.
Ésta no consiste simplemente en presentar un mensaje en unas coordenadas entendibles o atractivas para la audiencia, ni tampoco enmarcar la idea en un contexto determinado. Se trata de invocar las verdades más profundas, apelar a los principios más fundamentales de la cultura, a las formas de entender el mundo más propias. Y se encuentra conectado muy estrechamente con la tradición.
A mi modo de entender, antes que la estrategia va el contenido. Sólo así se tiene la garantía de que persuadir no es mentir.
María Teresa La Porte
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