El padre Aguilar fue capellán de la Cruz Roja y acompañó a familiares de las víctimas del 11 de septiembre. En la actualidad trabaja como profesor de Filosofía en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum, de Roma, y ha dado testimonio de su experiencia:
La mayor parte de los familiares eran cristianos, de los cuales, según mi impresión, más de la mitad eran católicos. Prácticamente con todos se podía rezar el Padrenuestro y leer algún pasaje evangélico.
Había adultos de todas las edades, aunque predominaban las mujeres jóvenes, de treinta y cuarenta años. Conocí a varios padres que habían perdido a uno de sus hijos, y a novios, como Elizabeth, una chica de 28 años que, tras cinco años de noviazgo, se iba a casar en tres meses. Conocí a un mayor número de jóvenes esposas, como Linda Thorpe, que mecía a su primer bebé recién nacido, y a sus dos amigas, que apenas habían tenido tiempo de empezar la propia familia. Las tres mujeres estaban orgullosas de las virtudes y dedicación a obras sociales de sus cónyuges. En la foto que me enseñaron, aparecían los tres hombres, brindando alegres en un restaurante.
En estas tragedias el capellán no debe hacer ni decir mucho. Consuela y da esperanza más con su compañía y solidaridad que con sus palabras. El sacerdote pregunta a cada familia si desea algo, les dirige unas pocas palabras de consuelo y les invita a rezar una oración sencilla como el Padrenuestro. Lógicamente, debido a su estado emocional, las personas no se hallan preparadas para sermones o para largos ratos de oración vocal. Nunca se sabe el impacto psicológico y espiritual en el interior de las almas dolientes, pero las autoridades de la Cruz Roja me enviaron una carta y un diploma de reconocimiento, pues habían notado el impacto de la presencia sacerdotal.
La cercanía de Cristo
Me acerqué a la gente con cierta aprensión. Pensaba que muchos rechazarían la ayuda espiritual y que algunos despotricarían contra Dios y los asesinos. Afortunadamente, no fue así. La mayoría acogía al capellán con buen ánimo y nunca escuché una queja contra nadie. La gente aceptaba su terrible sufrimiento con una resignación fuera de lo común. Estoy convencido de que había una gracia especial de Dios que les permitía sufrir con paciencia y sin amarguras. Supongo que el Señor concede esta gracia en casos tan desesperantes como éste. Por otra parte, toda la gente guardaba la esperanza de que sus familiares o amigos pudieran encontrarse aún con vida. El día anterior se había rescatado a cinco personas vivas de los escombros. Allí aprendí, con todo, que el amor profundo a una persona no deja fácilmente apagar la llama de la esperanza: se cree que hasta lo imposible puede convertirse en realidad.
En la búsqueda de la justicia, ante la injusticia, cabe la misma actitud de Cristo. Ahora bien, el perdón ofrecido gratuita e incondicionalmente por Cristo no podía beneficiar al alma del injusto hasta que éste no reconociera su pecado, se arrepintiera de él y buscara repararlo. La justicia, con todo, no debe contraponerse al perdón; debemos perdonar a todos en nuestro interior, mientras exigimos que se haga justicia.
Una cosa es ver las torres gemelas derrumbarse a lo lejos o por televisión y otra bien distinta es ver los rostros de las víctimas en fotos y de sus familiares en carne y hueso; en el segundo caso, la tragedia se personaliza. Deja de ser un número matemático de víctimas y se convierte en una serie de biografías y de hermosas historias de amor tronchadas brusca, injusta e irremisiblemente.
Resulta muy difícil expresar la multitud de sentimientos contradictorios que borbotaban en esa ocasión. Primero predominaban los sentimientos de profundo dolor, de compasión, de incomprensión, de impotencia. Luego surgían los de rabia contra tamaña injusticia y maldad. La pena acuciaba, al descubrir que tantas vidas buenas y prometedoras quedaban sesgadas en la plenitud de su vivir, dejando heridas profundas en seres queridos inocentes: esposas recién casadas, o novias a punto de casarse, bebés y niños pequeños incapaces de comprender lo que sucedía, padres, hermanos y amigos que no volverán a ver a quien habían engendrado o con quien habían convivido por tanto tiempo.
Recuerdo que, a las tres horas de estar con los familiares, quedé exhausto psíquica y físicamente, como si mis huesos se hubieran vuelto pesados de repente o hubiese estado varios días sin dormir. Entonces comprendí por primera vez lo que dice el evangelista Lucas de los Apóstoles en Getsemaní: «Jesús los encontró dormidos, pues estaban rendidos por la tristeza» (Lc 22, 45). La tristeza llega a extenuar a una persona.
Lecciones
La tragedia se convirtió para mí en un símbolo de la lucha sempiterna entre el bien y el mal. Ahí vimos lo mejor y lo peor de lo que es capaz el ser humano, y constatamos que lo mejor triunfa sobre lo peor.
Como segunda lección destacaría la contingencia de la vida humana y de los caminos inescrutables de la Providencia. Una chica americana me dijo que había perdido al jefe de su empresa, un alemán de 30 años llamado Kraus. Él había volado de Alemania a Nueva York, el lunes 10, para dirigir una reunión el martes, justo a la hora de los ataques. La joven americana debía haber asistido a tal reunión, pero ese día había perdido el primer ferry de New Jersey a Manhattan. Mientras tomaba el segundo, las torres se derrumbaban. ¿Por qué un joven viene de Alemania a Estados Unidos para morir y una joven americana pierde la cita en que hubiera muerto? Sólo Dios lo sabe.
Me impresionó, en tercer lugar, la resignación y aceptación de la voluntad divina. Nunca olvidaré a Patty, una mujer con dos niños pequeños, a quien su marido le había llamado por teléfono desde el piso 103 de una de las torres para decirle: «Cariño, te amo. Cuida de los niños». Patty me lo decía entre sollozos: «Mi marido me hablaba despacio, con serenidad, ponderando sus palabras». Yo me preguntaba: ¿aceptaría yo con tanta serenidad una muerte segura?
Por último, el 11 de septiembre nos demostró que el amor es capaz de trascender todo dolor, incluso la separación física que causa un atentado brutal. Entre los centenares de mensajes que los familiares de las víctimas escribieron en la plataforma de madera que se improvisó en la Zona Cero, me llamó la atención uno escrito por una niña de corta edad en un inglés pobre, incorrecto, pero preñado de emoción. Decía: «Querido papacito, te echo tanto de menos y es tan difícil sin ti alrededor. Yo sé que en el cielo deberán estar todos los héroes. Por eso yo perdí a mi héroe, a mi corazón, a mi papacito. ¡Te quiero tanto! Con amor, tu niña pequeña».
Alfonso Aguilar
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