Hace falta un viaje en el tiempo, de 125 años, para comprender las raíces de la reforma educativa que dentro de unos días va a sacar adelante el Gobierno Zapatero. El viaje nos lleva hasta una de las reducidas aulas de la Institución Libre de Enseñanza, fundada por Francisco Giner de los Ríos. Giner no siempre daba clase, pero en ocasiones le gustaba dedicar algunas horas a la docencia. Una tarde decidió sustituir al profesor que se encargaba de la Historia de las Religiones. Mientras realizaba ...
Hace falta un viaje en el tiempo, de 125 años, para comprender las raíces de la reforma educativa que dentro de unos días va a sacar adelante el Gobierno Zapatero. El viaje nos lleva hasta una de las reducidas aulas de la Institución Libre de Enseñanza, fundada por Francisco Giner de los Ríos. Giner no siempre daba clase, pero en ocasiones le gustaba dedicar algunas horas a la docencia. Una tarde decidió sustituir al profesor que se encargaba de la Historia de las Religiones. Mientras realizaba una exposición que suponemos brillante, uno de sus alumnos le interrumpió para preguntarle: «Pero, usted, don Francisco, ¿en qué cree?» A lo que el fundador de la Institución Libre de Enseñanza, referente cultural para la izquierda y la derecha española del último siglo, respondió: «¿Y a ti qué te importa?» La contestación de Giner –referida en el libro Francisco Giner de los Ríos, de José María Marco (Editorial Península)– no fue fruto de un momento de mal humor. Era la consecuencia lógica de una pedagogía que teorizó la neutralidad del maestro, supuesta neutralidad frente a la pregunta por el sentido de lo que se estudia.
El mito de la educación neutral lo desarrolló la Institución Libre de Enseñanza en sus boletines, durante los últimos años del XIX, con la teoría de la enseñanza intuitiva. Es una educación en la que el maestro nunca desciende de la peana de una impostada imparcialidad, construida con los tópicos del positivismo científico. Surge el profesor científico, el transmisor de conocimientos presuntamente objetivos. «Al profesor de la Institución Libre de la Enseñanza –explica José María Marco– se le pone en la situación del partero socrático en diálogo con el alumno, que debe ir descubriendo una verdad de la que es poseedor inconsciente». Esa verdad no es otra que el positivismo. Bajo el dogma de la neutralidad se esconde un adoctrinamiento, que empieza siendo racionalista y acaba en el relativismo.
Contra la tradición occidental
Fin del viaje en el tiempo. Volvemos al presente. Gran parte de la herencia sigue vigente. La semilla del maestro neutral está muy crecida en la reforma que va a aprobar el Gobierno. El nuevo profesor ya no transmitirá una imagen del hombre, sólo será cauce de información. Y ahora, además, se da un nuevo paso. La deconstrucción de la educación domina las asignaturas. El proyecto de ley no determina con precisión los contenidos, pero una lectura de los fines que se le atribuyen al sistema educativo permite hacerse una idea de qué se va a enseñar en las aulas. Desde las clases de Giner ha llovido mucho. El mito de la neutralidad defendía un racionalismo ingenuo, que consideraba sólo objetivas algunas certezas científicas. En la segunda mitad del XX, el materialismo histórico, el estructuralismo y otras escuelas filosóficas han convertido en dogma la destrucción de la tradición occidental, y ya ni siquiera esas certezas científicas se mantienen en pie. El fenómeno lo describe con precisión Massimo Borghesi en El sujeto ausente (Ediciones Encuentro). La lectura de los primeros artículos del proyecto de la Ley Orgánica de Educación nos hace ver que a la escuela llega eso que Borghesi describe como «un pensamiento sin contenidos, cuyo material es dado por lo que niega, por la crítica incesante de la tradición». Las Humanidades se reducen y se neutralizan (dejan de ser significativas). Pero, sobre todo, el proyecto destila el rechazo de una educación que gire en torno al corazón de la civilización occidental. A nuestros hijos se les hablará mucho de categorías sintácticas, contextos culturales e históricos, estructuras sociológicas o multiculturalidad, pero muy poco, y siempre de un modo negativo, de la experiencia humana que subyace en todas las expresiones históricas, científicas y artísticas que ha generado la cultura de Occidente. Será difícil, por ejemplo, que alguien les haga leer El viaje definitivo de Juan Ramón Jiménez, haciéndoles comprender el deseo de Infinito que late en el Yo me iré del poeta. Salvo un milagro, nadie les hará descubrir que el anhelo de eternidad que vibra en esos versos es el mismo que late en su pecho cada mañana.
Políticamente correcto
Es fácil pronosticar que el antioccidentalismo, el enciclopedismo y el lenguaje formal sólo serán abandonados para hacerles llegar los valores que el proyecto de ley considera inexcusables en un buen ciudadano. Es el triunfo de la pedagogía de John Dewey. Esa pedagogía que defendió la necesidad de «abandonar la investigación de la realidad, y del valor absoluto e inmutable», para «comprometerse en la búsqueda de los valores que puedan ser aceptados y compartidos por todos, valores conectados con la vida social». La instrucción al servicio de lo políticamente correcto, de una democracia basada en un consenso que homologa las conciencias y les arrebata lo que les es más propio: la búsqueda de razones adecuadas para vivir.
Habrá que escribir en las paredes de los baños de los institutos los versos de Juan Ramón y buscar entre los empleados de banca, los comerciales de productos congelados y los estudiantes de español para extranjeros alguien atraído por la belleza del poema, para que se los lea y les ofrezca alguna respuesta. Eso sí, todo a la hora del recreo. Esta generación tiene derecho a que alguien les enseñe a conmoverse por lo verdadero:
«Y yo me iré, y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco»
Fernando de Haro
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