(Levante, 15-IX-2005)
El profesor Javier Paniagua me honra con la lectura de mis artículos y con su discrepancia. Recientemente en «Estado versus iniciativa social» ha mostrado sus diferencias con otro mío aparecido en Levante-EMV, que llevaba el título de «Estatismo y libertad». Yo también sigo y admiro a Javier Paniagua por su sensatez, mesura y alto nivel de sus escritos; ahí no llego. Pero no tan distantes como parece: él ha hecho hincapié en el papel del Estado y yo en el de la lib...
(Levante, 15-IX-2005)
El profesor Javier Paniagua me honra con la lectura de mis artículos y con su discrepancia. Recientemente en «Estado versus iniciativa social» ha mostrado sus diferencias con otro mío aparecido en Levante-EMV, que llevaba el título de «Estatismo y libertad». Yo también sigo y admiro a Javier Paniagua por su sensatez, mesura y alto nivel de sus escritos; ahí no llego. Pero no tan distantes como parece: él ha hecho hincapié en el papel del Estado y yo en el de la libertad. Quizá sean hasta complementarios. No sé si tengo algo de anarquista pero, en la duda, estoy por la libertad, como rezaba una adagio clásico: in necesariis, unitas; in dubiis, libertas; in ómnibus, caritas.
No desearía ser un acérrimo crítico del Estado, sino del estatismo o estatalismo, que es otra cosa. Aunque los entiendo como sinónimos, el diccionario de la RAE los define de modo ligeramente distinto: Dice del estatismo que es la «tendencia que exalta el poder y la preeminencia del Estado sobre los demás ordenes y entidades», mientras que afirma el estatalismo como «tendencia a que el Estado intervenga a las actividades privadas». Y escribí en desacuerdo con esta tendencia desde la doctrina social de la Iglesia, que suscribiría muy poco a Bakunin o a Kropotkin. Lo que sucede es que, en ocasiones, hay puntos en común con gentes que divergen profundamente de uno.
Yo escribí de subsidiariedad del Estado frente a particulares y sociedades intermedias tal cual sostiene la Iglesia, sin necesidad de negar la necesidad de aquél. Pero es obvio que la ingerencia estatal en el campo de la iniciativa social existe, a veces de manera desmesurada, total, como ocurrió, y ocurre, en las sociedades marxistas. Por cierto, la iniciativa social puede ser un eufemismo encubridor de no se sabe qué cosas, como lo puede ser la iniciativa estatal, pero una y otra son de hecho, en muchos casos, sinceras y honradas. He trabajado en bastantes tareas que merecerían con justicia ese calificativo y, seguramente, el señor Paniagua también.
Pero la Iglesia ha hablado reiteradamente de la necesidad de protección de la libertad. Pondré, de nuevo, algunos ejemplos. En el Catecismo de la Iglesia Católica, se lee: «las condiciones de orden económico y social, político y cultural requeridas para un justo ejercicio de la libertad son, con demasiada frecuencia, desconocidas y violadas». Es obvio que no es éste el fin del Estado, ni es solamente el Estado quien puede adoptar esa actitud, pero también me parece claro que sucede, y no lejos de nosotros.
A mí me interesa toda libertad que busque el bien de la persona, su desarrollo íntegro y que le posibilite la búsqueda de Dios. Me importa que se den las mejores condiciones para que se realicen las palabras de Cristo: «Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres». La verdad, decía Juan Pablo II, que no es sólo la comprensión intelectual de la realidad, sino la verdad sobre el hombre, su condición trascendente, sus derechos y deberes, su grandeza y sus límites. En 1988 afirmaba en La Habana: «La libertad que no se funda en la verdad condiciona de tal forma al hombre que algunas veces lo hace objeto y no sujeto de su entorno social, cultural, económico y político, dejándole casi sin ninguna iniciativa para su desarrollo personal». Esa es la libertad para la que busco espacio: ni libertario, ni liberticida, ni un individualista encerrado en su egoísmo, porque, como afirmaba el cardenal Ratzinger, el pasado febrero, «la libertad, para ser verdadera, y por tanto para ser también eficiente, necesita la comunión pero no cualquier comunión, sino en definitiva la comunión con la verdad misma, con el amor mismo, con Cristo, con Dios Uno y Trino».
Para eso deseo, no la supresión del Estado, sino evitar su excesivo desarrollo que, como ya indicaba, puede ir en detrimento de las personas o en imposición de ideologías. También en el voto que, aunque sea secreto, puede ser cautivo, de unos o de otros, que en todas partes hay quien los ata de mil maneras.
«De la dignidad de la persona humana tiene el hombre de hoy una conciencia cada día mayor y aumenta el número de quienes exigen que el hombre en su actuación goce y use de su propio criterio y de libertad responsable, no movido por coacción, sino guiado por la conciencia del deber. Piden igualmente la delimitación jurídica del poder público a fin de que no se restrinjan demasiado los límites de la justa libertad tanto de la persona como de las asociaciones» (Declaración Dignitatis Humanae, Vaticano II).
Esta es mi libertad, sin coacciones, ni en un sentido ni en otro, con todo lo que implica en relación con educación, familia, sanidad, cultura, investigación, solidaridad, paz, etc. etc. A fin de que pueda ser real aquello por lo que S. Pablo rogaba oraciones a los efesios: «para que, cuando hable, me sea dada la palabra para dar a conocer con libertad el misterio del Evangelio del que soy mensajero, aunque encadenado, y que pueda hablar libremente y anunciarlo como debo». Esa libertad para mí y la que corresponda a quienes piensen en modo diverso.
Pablo Cabellos