Sentí que lo que había escrito Karl Jaspers, eso de que a una persona se la conoce en las situaciones límite, era verdad. Pensé que no sólo a las personas, también a las empresas y a las instituciones se las reconoce en las situaciones límite, sobre todo en esta sociedad de irresponsabilidad casi ilimitada. Acostumbrados a la rutina de los números que sintetizan las tragedias –en treinta días, el pasado verano, más de quinientos muertos en accidentes aéreos–, cuando mi amigo me iba relatando con...
Sentí que lo que había escrito Karl Jaspers, eso de que a una persona se la conoce en las situaciones límite, era verdad. Pensé que no sólo a las personas, también a las empresas y a las instituciones se las reconoce en las situaciones límite, sobre todo en esta sociedad de irresponsabilidad casi ilimitada. Acostumbrados a la rutina de los números que sintetizan las tragedias –en treinta días, el pasado verano, más de quinientos muertos en accidentes aéreos–, cuando mi amigo me iba relatando con pelos y señales, como en una película, como en su vida, lo que le había ocurrido, me acordé de que hay frases en el Evangelio que sí, que son verdad y que dicen verdad, pero que sólo cuando te pones en el borde de lo que afirman, descubres su profundo sentido.
Ocurrió el lunes 5 de septiembre de 2005. Dos ilustres sacerdotes de la diócesis de Madrid subían, a las siete la mañana, las escalerillas del Airbus 321 Río Frío, de la Compañía Iberia, en el aeropuerto de Los Rodeos, de Tenerife, con destino a Madrid. Habían participado en la consagración episcopal del nuevo obispo tinerfeño, monseñor Bernardo Álvarez Afonso. Una ceremonia entrañable, una Iglesia entrañable. El encuentro de la comunión, la compañía del ministerio episcopal y sacerdotal que arropa a quien inicia el camino del servicio, como Pedro, como Tomás, cono Juan, como Andrés, como los primeros y como los últimos.
El avión, con capacidad para ciento ochenta y cinco pasajeros, despegó pasados unos minutos de la hora prevista para la salida. Nuestros sacerdotes habían preparado este matutino viaje con la intención de poder iniciar una semana de duro trabajo. Se avecina un curso intenso; en Madrid apunta la esperanza con la aplicación del recién celebrado Sínodo diocesano, la familia como centro de la acción pastoral y una sorprendente misión juvenil de la que ya casi todo el mundo habla. Buen comienzo. Las tradicionales explicaciones respecto a las medidas de seguridad en caso de accidente estuvieron acompasadas por más de un bostezo o por más de una mueca que expresaba la seguridad de una lección aprendida. El final del despegue marcó un nuevo tiempo en un viaje que, previsiblemente, iba a durar no más de dos horas.
Pocos minutos después de que el avión tomara su curso habitual, cuando sobrevolaba la costa africana, uno de los sacerdotes se fijó en que del motor que tenía cerca salía humo. En el panel de mando de la cabina ya había saltado la señal de alarma: una fuga de aceite en uno de los motores. Los responsables del vuelo tomaron las primeras y urgentes decisiones: activar el plan de emergencia y solicitar el inmediato aterrizaje en Casablanca. Un motor parecía haber sufrido un pequeño incendio y el comandante, con una pericia digna de la más acreditaba profesionalidad, conducía la aeronave planeando con destino al aeropuerto indicado. Informada la tripulación y el pasaje, en el interior se comenzaron a vivir las primeras escenas de nerviosismo; aparecieron los primeros llantos acompasaos por las naturales explosiones de inquietud.
No hace falta que ninguna cadena de televisión americana reproduzca e ilustre la escena. El imaginario moderno nos ha acostumbrado con las series de películas sobre accidentes aéreos. Y por más que nos imaginemos qué pasaría en ese momento, qué haríamos nosotros en ese instante, sólo quien se enfrenta cara a cara a esa realidad puede dar una respuesta.
Muchos de los pasajeros fijaban su mirada en la fila en la que los dos sacerdotes madrileños mostraban una ejemplar actitud de oración. El Evangelio, las palabras del Señor tan dulces, pero tan reales. La acción de gracias: «Señor, gracias por los años de vida, por el ministerio, por tantas personas…» «Señor, te pido por la Iglesia, por mi familia...» Así o de otra forma, qué más da, en varios tiempos: acción de gracias, alabanza y petición. ¿Quién dijo que la fe era una forma de escapar de la realidad? Mi amigo me contaba que, llegado el momento límite, pensaba levantarse, pedir el micrófono y ofrecer a los pasajeros que quisieran la misericordia de Dios en la absolución general.
Pasaban los minutos, eternidades, y el avión planeaba hacia el aeropuerto asignado. El aterrizaje dio paso a una salida apresurada con un olor a quemado que endurecía y asentaba la memoria de lo ocurrido. Cuando el comandante vio bajar del avión a los sacerdotes, se acercó a uno de ellos y le dijo: «Gracias, Padre, porque seguro que usted no ha dejado de rezar». Después fue una familia, con unos niños, los que le dijeron que se habían sentido seguros con él; y una chica joven le cogió del brazo y le dio las gracias; y otro chico que había viajado en su fila de asientos también hizo señas de complicidad.
Terminó la pasión, pero no el sufrimiento, causado por la indiferencia de la Compañía, que recluyó a los casi doscientos pasajeros en una no muy grande estancia durante más de cuatro horas. A la tensión acumulada por lo ocurrido se sumó la desidia de la empresa. Después de muchas, demasiadas horas, aterrizó un nuevo avión para recoger a los pasajeros y llevarlos a Madrid, caída la tarde, sin la más mínima explicación o disculpa. A su llegada, muchos se despedían con afecto y los dos sacerdotes recibían, de los más, la más calurosa despedida. Ni un solo atisbo de indiferencia o desprecio. Ellos habían sido lo que son: sacerdotes, compañía, aliento, esperanza, Iglesia.
José Francisco Serrano Oceja
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