Por su espíritu nómada y anticonformista, quizá también por sus reminiscencias simbolistas y modernistas, Paul Claudel compendia en una sola persona lo que de costumbre sólo se da en muchos escritores. Desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX, no ha dejado de asombrar a católicos y protestantes, masones y agnósticos. También en su concepción de la mujer.
«Hombre nuevo ante tantas cosas desconocidas». De esta frase surge la inmediata constatación: «No sé nada y no puedo nada», s...
Por su espíritu nómada y anticonformista, quizá también por sus reminiscencias simbolistas y modernistas, Paul Claudel compendia en una sola persona lo que de costumbre sólo se da en muchos escritores. Desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX, no ha dejado de asombrar a católicos y protestantes, masones y agnósticos. También en su concepción de la mujer.
«Hombre nuevo ante tantas cosas desconocidas». De esta frase surge la inmediata constatación: «No sé nada y no puedo nada», seguida de la pregunta sobre su destino: «¿Qué decir? ¿Qué hacer? ¿En qué emplearé estas manos mías, estos pies que me llevan como los sueños?» (Cabeza de oro). Hemos llegado a lo más íntimo del individuo: «¡Oh, ser joven, nuevo! ¿Quién eres?, ¿qué haces?, ¿qué esperas?» La ignorancia toma cuerpo en su inteligencia: «¡No lo sé!»
Es el inicio de un drama compuesto en 1889, por un joven nacido un 6 de agosto, veintiún años antes, en un pueblo del noreste francés. La muerte rodea toda esta viscosa atmósfera en la que Simon lleva a cuestas el cadáver de su mujer para enterrarlo; la muerte, término biológico de nuestro organismo, pero comienzo de una nueva vida encarnada en la ansiada resurrección. La mujer, mártir por excelencia de las obras de este autor, vence siempre en última instancia porque desecha la resignación, acepta su compromiso y se entrega sin medida a cambio de un cielo puro, sin estrellas, donde luce la eternidad salutífera. El hombre, por su parte, corre tras sus ensoñaciones, hasta que, agotado, vuelve al hogar y encuentra a su compañera, que le esperaba desde su partida, convencida de que el hombre es sólo un niño que, de vez en cuando, necesita salir de su pecera para volver a entrar. Vuelta al lar, por lo tanto, para comprender que su mejor sueño estaba en su propia casa; de ahí su escarmiento desesperado: «¡Que una peste contagiosa pudra los ojos que lloran juntos, y las lágrimas legítimas y los abrazos de la pareja! ¡Te pierdo!, ¡qué vil soy!» Ella, por el contrario, mucho más madura, le dejó marchar sabiendo que volvería y la encontraría donde la abandonó en busca de un sueño que sólo ella podía realizar.
Emblema de fidelidad
Así, pues, en Claudel la mujer es emblema de fidelidad, sin una queja: la acompañante, como un hada, como una reina que envuelve sus pies sangrientos con jirones dorados… Es el papel desempeñado por Sygne de Coûfontaine en La rehén, obra compuesta entre 1908 y 1910: es la despojada injustamente, la que ha aceptado todo sin contemporizar, la que se abandona sin recelos, con inefable regocijo, a la incomprensible voluntad divina: «No me siento desolada, al contrario: ¡me alegro! ¡Oh, Dios mío, me alegro amargamente de tu grandeza y mi humildad! (…) Soy viuda y huérfana, y virgen». Ella a solas, ligero suspiro entre gruñidos de cien machos, débil criatura bajo los vastos arcos de la abadía cisterciense donde Georges de Coûfontaine ha escondido al Papa Pío VII de las garras de Napoleón. Sin embargo, la acción sigue su curso; los acontecimientos ensombrecen el decorado, porque el barón Turelure, viejo, cojo, enfermizo e infeliz; antiguo novicio, ahora Gobernador a las órdenes del emperador, está dispuesto a impedir el matrimonio entre Sygne y Georges.
La proposición del administrador de la ley, el sacerdote Badillon, es tan sencilla como cruel: que ella, la novia, Sygne de Coûfontaine, la virgo admirabilis, salve la vida del Papa a cambio de su alma: que entregue su cuerpo y se case con el barón Turelure: «¿No hizo otro tanto Jesús –le susurra el clérigo– al abrazar a su verdugo Judas?» No quiere el cura que ella lo considere como una imposición, sino como un acto de pura caridad para salvar la vida del vicario de Cristo… La joven se ve en una disyuntiva terrible: aceptar la humillación a costa de un precio enorme, o provocar indirectamente el funesto final del Papa. Tras un dramático diálogo, la joven se escandaliza: «De modo que yo, Sygne, condesa de Coûfontaine, habré de casarme por voluntad propia con Toussaint Turelure, el hijo de mi criada y del brujo Quiriace. Me casaré cara a Dios trino, le juraré fidelidad y nos cambiaremos la alianza. Será carne de mi carne y alma de mi alma, y Toussaint Turelure será para mí indisoluble, como Jesucristo para la Iglesia. ¡Él, el verdugo de 1793, cubierto de la sangre de los míos, me tomará en sus brazos cada día y todo lo mío será suyo!»
Al ver que el sacerdote no se inmuta, consciente del agravio que haría a su prometido, exclama en un arranque desgarrador: «¡Y yo faltaré a mi palabra! (…) Padre mío, ¿os calláis?» –«Me callo, hija mía, y me estremezco. Te aseguro que ni los hombres ni Dios te exigimos ese sacrificio». –«¿Quién, entonces?» –«¡Alma cristiana!, ¡hija de Dios! Sólo tú puedes hacerlo por propia voluntad!» La mujer y el acto sacrificial: «Mi honor de mujer sólo depende de mí»; difícil de comprender el dilema insoluble. Es una constante del teatro francés desde que tomó sus ejemplos de la tragedia grecolatina.
El juego dialéctico del honor se resuelve por la mediación del amor; en las obras de Claudel, el lector asiste siempre a un segundo nacimiento. El amor, experiencia litúrgica claudeliana del segundo nacimiento, hace que los nuevos amantes remonten hasta los orígenes de la creación.
José Manuel Losada
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