Las provincias, Valencia, 13-VIII-2005
Al aprobarse la ley sobre uniones homosexuales –me resisto a llamarlas matrimonio–, un amigo me preguntó si esas uniones estaban rechazadas en el Evangelio. Interesante pregunta. También porque exige algunas aclaraciones que quizá sean útiles.
Para responder, hay que recordar que todo el Nuevo Testamento –Evangelios, Hechos de los Apóstoles, Epístolas y Apocalipsis– tiene la misma fuerza. Sirve este recordatorio para una cita de San Pablo...
Las provincias, Valencia, 13-VIII-2005
Al aprobarse la ley sobre uniones homosexuales –me resisto a llamarlas matrimonio–, un amigo me preguntó si esas uniones estaban rechazadas en el Evangelio. Interesante pregunta. También porque exige algunas aclaraciones que quizá sean útiles.
Para responder, hay que recordar que todo el Nuevo Testamento –Evangelios, Hechos de los Apóstoles, Epístolas y Apocalipsis– tiene la misma fuerza. Sirve este recordatorio para una cita de San Pablo: “No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los lujuriosos, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios” (I Corintios). Es preciso advertir que esa exclusión no es definitiva, pues cualquier texto de la Escritura ha de ser entendido en su globalidad. Y verdad revelada fundamental es la misericordia divina, que se manifiesta admirablemente en el perdón de los pecados: “A quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados”. Hay que entender, pues, esa privación del Reino de Dios para los pertinaces, que no se arrepienten de los citados errores.
Ahora bien, si entre los excluidos del Reino están los sodomitas, es lógico que se entienda que, con mayor razón, se desapruebe una unión permanente entre ellos, refrendada por la ley, que consagra de modo estable la falta de arrepentimiento. Con todo, siempre es posible la vuelta atrás y el perdón. Sin embargo, ni la revelación divina ni, en consecuencia, la Iglesia actúan primariamente por condenas, sino por una positiva exposición del bien y la verdad. El fin de la revelación es conocer a Dios y ser hijos suyos en Cristo. Algo enormemente positivo y que da razón de todo lo demás. Recordar la unión del Antiguo con el Nuevo Testamento interesa para ver que la institución matrimonial no es invención de la Iglesia, ni siquiera de Cristo: es tan antigua como la humanidad. El matrimonio heterosexual no tiene dos mil años, sino los mismos que la humanidad. Así lo recoge el Antiguo Testamento, estrechamente unido al Nuevo. Según un viejo adagio, el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo: “Novum in Vetere latet et in Novo Vetus patet”.
Volvamos al tema. San Marcos –también Mateo–, hablando de la indisolubilidad del matrimonio natural, dice: “En el principio de la Creación los hizo hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne”. Esa conyugalidad sólo puede darse en el matrimonio heterosexual y, de hecho, no se habla de otro porque no se supone otro. Se habla en positivo. Pero, además, las palabras de Marcos remiten al Génesis –primer libro del Antiguo Testamento–, escrito muchísimos años antes de Cristo y que narra los albores de la vida del hombre, al parecer hace unos cien mil años. Allí se cita la institución del matrimonio entre hombre y mujer, porque “no es bueno que el hombre esté solo”, por lo que ‘‘formó el Señor Dios una mujer”. Y añade después las palabras relativas a dejar el hombre a sus padres para unirse a la mujer y ser los dos una sola carne.
Son muchos los lugares del Antiguo Testamento que lo tratan exclusivamente como la unión entre el hombre y la mujer: el Génesis reiterativamente; el Levítico prohíbe el matrimonio entre consanguíneos, pero siempre hombre y mujer; el Deuteronomio se refiere a los maridos que infaman a sus mujeres, al repudio, etc.; Proverbios invita a librarse de mujer ajena, y reprueba a la que abandona al compañero de su juventud; Malaquías reprocha al hombre el abandono de su mujer. Los libros de Ruth y Tobías y el Cantar de los Cantares dan fe de ese amor entre hombre y mujer.
La íntima comunidad de vida y amor conyugal está fundada por el Creador y provista de leyes propias. El mismo Dios es el autor del matrimonio, recordó el Vaticano II. Pero las cosas no son verdad porque las afirme la Iglesia; más bien, las afirma porque son verdad. No podría decirse lo mismo de muchas leyes que instituimos los hombres, porque la decisión de unas cuantas voluntades no hace una verdad de lo que no lo es. Pensar así es más demócrata, pues no basta con obtener la mayoría, sino que es necesario buscar la verdad en la razón: la ley es primariamente una ordenación de la razón. Y la razón de miles de años y de diversísimas culturas ha mostrado que el matrimonio es una particular unión entre hombre y mujer. La pura ley de la mayoría puede llevar, y ha llevado, a auténticas barbaridades.
Volviendo a la Escritura, se lee: “Los bendijo Dios y les dijo: sed fecundos y multiplicaos y llenad la tierra y sometedla”. Eso sólo puede cumplirse con lo que se lee en San Mateo: “De manera que ya no son dos, sino una sola carne”. Es importante esta reiteración: la unión fecunda en una sola carne únicamente es posible en el matrimonio heterosexual. San Pablo reitera en Efesios la misma frase: “Serán dos en una sola carne”. Y añade: “Gran misterio es este, lo digo con respecto a Cristo y la Iglesia”. El amor de Cristo a su Iglesia se convierte en paradigma del matrimonio cristiano, lo que no anula su condición y dignidad natural, sino que se considera tan digno, que Cristo lo convierte en sacramento, lo eleva, pero sigue siendo cosa del principio, algo propio de la humanidad, pues no varía su estructura esencial.
Todo esto no es una invención eclesiástica, sino recepción de algo preexistente, tan vital que “la salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar” ( Gaudium et Spes ). Si la Iglesia hace estas afirmaciones sobre algo que le es previo, es después de una reflexión de milenios que no puede ser cambiada arbitrariamente.
El matrimonio cristiano –como afirma el Catecismo de la Iglesia católica– tiene las características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no las anula, sino que las enaltece. Esas características naturales perennes son que ese amor comporta la totalidad del ser, mira a una unidad profundamente personal que va más allá de la unión de una sola carne –aunque la incluye–, y que exige la unidad, la indisolubilidad, la fidelidad y la apertura a la vida. Si no están presentes esas cualidades, no hay matrimonio.
Una última precisión. Al recordar la verdad del matrimonio, la Iglesia manifiesta en su magisterio su respeto, comprensión y delicadeza con los homosexuales; e invita a evitar todo signo de discriminación con ellos; los anima a unirse a la Cruz –como a todo cristiano, según sus circunstancias– y a vivir la castidad. Quizá su misma condición es un signo de que Dios les llama por ese camino. Pero eso no es discriminar, como no lo son tantas cosas que, por causas muy diversas, no podemos realizar.