¡Qué modo de entender lo social!
El Gobierno español tiene prisa en tramitar el proyecto de ley que será nuestra sexta Ley Orgánica de Educación en poco más de 20 años. Se ve que la educación le importa al Partido Socialista. Sin embargo, la razón de este interés no es que niños y jóvenes necesitan una formación adecuada, sino que la educación, desde su modo de entender lo social, es –para qué andar con rodeos– un decisivo instrumento de poder, de transformación social, una palanca política.
El asunto no es nuevo ni sorprendente. Los párrafos 5 y 6 del Preámbulo de la LOGSE lo ponían ya de manifiesto. Detrás de este afán por ajustar el sistema educativo a las consignas de los autodenominados sectores progresistas de la comunidad educativa, hay un modelo de escuela, pero también de sociedad y de persona, cuyo horizonte se viene llamando ciudadanía, la integración de los individuos en el sistema social. Este modelo incurre en un reduccionismo notable, al comprimir al ser humano a su dimensión social, y al entender ésta, además, en clave colectivista.
Por el contrario, para el humanismo cristiano la persona no es una simple parte u órgano del conjunto social. Un ser humano, sin duda, es ciudadano, miembro de la sociedad, pero también es mucho más; la persona es siempre un fin en sí misma, no todo en ella está sometido a la sociedad. La persona no es para la sociedad, sino la sociedad para la persona. Cada ciudadano está provisto de la dignidad propia del ser personal, es único e irrepetible, y es el conjunto social el que se convierte en un medio al servicio de cada una de las personas que lo componen, para que sean más plenamente personas. La moral y su fundamento están por encima del Estado y de la sociedad entendida como mero colectivo, y por ello un ciudadano, porque es persona, es mucho más que una pieza destinada a encajar en la estructura del Estado. Pretender que la educación tiene como fin supremo hacer buenos ciudadanos del Estado es un reduccionismo con vestigios totalitarios. Por la misma razón, las leyes civiles se descalifican a sí mismas y se deslegitiman si se apartan del orden moral o pretenden ser su fuente última.
El actual Gobierno español pretende que la LOE esté aprobada antes de final de año. Mientras se siguen los trámites parlamentarios, el Ministerio trabaja en los decretos que la desarrollan y tiene prevista su publicación en el primer semestre de 2006, de manera que la ley pueda empezar a aplicarse el curso 2006-2007. Uno de los asuntos más importantes de la LOE, como ya se apreciaba en la propuesta elaborada en 2004, es la introducción de una materia de Educación para la ciudadanía para todos los alumnos cuya denominación al parecer será la de Educación ético cívica. Se empezará a impartir ya desde Educación Infantil y Primaria, y tendrá una mayor sistematización en la Educación Secundaria Obligatoria (cursos 2º y 4º) y en el Bachillerato (curso 1º), sustituyendo aquí a los contenidos de las asignaturas de Ética y de Filosofía. El Programa de esta materia ha sido encomendado a la Cátedra de Laicidad y Libertades Públicas Fernando de los Ríos, de la Universidad Carlos III, cuyo Rector es Peces Barba, y de cuyo equipo rectoral se escogió a la ministra de Educación actual. Todo, como se ve, queda en casa.
El Preámbulo establece, desde el principio, que la sociedad es el sujeto que tiene que transmitir un conjunto de valores a sus ciudadanos por medio de la educación. Citando a Montesquieu –el mismo que llegó a escribir que «las leyes ocupan el lugar de todas las virtudes, de las que no existe necesidad alguna»–, afirma que «los Estados democráticos requieren todo el poder de la educación para cultivar la renuncia de los ciudadanos a sus intereses particulares y promover la virtud, es decir (sic), la preferencia continua del interés público sobre el interés de cada cual…» En consecuencia, la «tarea central de la educación es la formación de ciudadanos conscientes…, partícipes activos de la voluntad general que rige el destino de la sociedad». Obsérvese la falacia sutilmente deslizada al consignar toda postura moral con pretensiones de verdad como mero interés particular en contraposición con el interés público, erigido a su vez en canon de la virtud. Tampoco debe ignorarse el valor supremo concedido a esa ficción llamada voluntad general.
La visión de la ciudadanía que se propugna contrapone «el temor, la ignorancia, el fanatismo y la marginación», a los «valores cívicos» de «la libertad de conciencia y la autonomía moral de los individuos, el conocimiento, la racionalidad científica y la igualdad». Un ciudadano –prosigue el Preámbulo– ha de oponerse a la violencia, y se citan: «La violencia criminal…, la juvenil y de bandas organizadas y rivales; la violencia en el deporte; la de género y doméstica, asociada a los sentimientos posesivos del macho ancestral; la violencia en el tráfico…, sin olvidar la que afecta a los centros escolares». Justificar una propuesta invocando la maldad de aquello a lo que dice oponerse es, por sí solo, un frágil argumento (así se puede justificar casi todo). Suponemos poco correcto políticamente, por ejemplo, hacer mención también del aborto, que es en estos momentos la primera causa de mortalidad en España.
El término laico aparece por primera vez en el texto asociado a los «valores democráticos comunes», e implícitamente coincidente con ellos, los valores superiores en los que se sustenta la ciudadanía o ética cívica: la tolerancia, la aceptación de la diversidad y los valores recogidos en la Constitución (libertad, igualdad, justicia, pluralismo político). Y de aquí se extrae la conclusión de que «ésta es la orientación democrática y laica (sic) que postula una formación integral, suficientemente efectiva para que en la convivencia se superen diferencias sociales, políticas, confesionales, partidarias, etc.»
Buenos contra malos
El artificio retórico continuamente empleado para justificar la propuesta de los valores en los que hay que educar es que son democráticos, los quiere la sociedad, y se contraponen a los valores de quienes propician la violencia, la discriminación y el fanatismo. Y así, contra la infamia histórica de los malos, a saber «determinados sectores ultraconfesionales», aparecerán los buenos, los «sectores progresistas de la comunidad escolar».
El Preámbulo culmina con un antológico alegato: «La entrega a una determinada confesión de la formación de los alumnos en valores éticos y cívicos específicos ha sido practicada y deseada por la derecha conservadora siempre que ha podido. Dejando al margen lo ocurrido antes de 1978, tal fue el caso de la introducción de la asignatura de Ética, como alternativa a la clase de Religión, cuando gobernó la UCD y, más recientemente, las dos versiones –confesional y no confesional– de la asignatura Sociedad, Cultura y Religión, que introdujo la contrarreforma educativa del Partido Popular, a instancias de la jerarquía eclesiástica». La contradicción in terminis es patente. Se dice que la formación en valores éticos y cívicos ha sido «entregada a una determinada confesión», y como ejemplos se indican sin embargo sendas autorrefutaciones: el establecimiento de una asignatura de Ética alternativa a la de Religión, y de una versión no confesional alternativa a la confesional en el área de Sociedad, Cultura y Religión –área introducida, por cierto, por un Gobierno socialista, el de Suárez Pertierra–.
Se denuncian «la negligencia, las renuncias y las dejaciones que hasta la fecha han obstaculizado la introducción de una auténtica formación ético-cívica». ¡Pero acaba de mencionarse en el propio texto la existencia de materias de formación ética alternativas a la enseñanza confesional de la Religión! De hecho, cuando se argumenta la sustitución de la asignatura de Ética en 4º de ESO, se reconoce que «el currículo actual ya contiene muchos de los elementos de la Educación para la ciudadanía». A esto ha de añadirse que la propuesta del Partido Popular no llegó a implantarse, habiéndose mantenido el modelo establecido por los Gobiernos socialistas que se han sucedido en España desde 1982, modelo en el que hay que incluir también los llamados temas transversales, presentados en su día por la progresía pedagógica como una verdadera revolución curricular.
Si todo Preámbulo es una declaración de intenciones y una autojustificación, la Programación ofrece, además, una Introducción en la que se juzgan intenciones ajenas y se precisa en qué consisten los valores cívicos que se propugnan como «nueva filosofía» de la educación para nuestro país.
La exigencia de crear esta asignatura se atribuye al artículo 27.2 de la Constitución, de cuyo contenido quiere ser un desarrollo. No deja de ser cínico aludir para su interpretación a «los Acuerdos internacionales ratificados por España» –entre ellos, los suscritos con la Santa Sede– y precisar que el «mínimo común ético» que configura la «moral pública» impartida en esta asignatura tiene el «objetivo de formar, no fieles de Iglesia o confesión alguna, sino ciudadanos de Estado». La precisión no es ociosa: se subraya que el objetivo de la Educación para la ciudadanía no es, simplemente, formar ciudadanos; el objetivo es formar «no fieles de Iglesia o confesión alguna, sino ciudadanos de Estado». Para afirmar lo segundo ha decidido negar lo primero.
Los argumentos que aporta la Programación de la Carlos III parten del hincapié en «la progresiva secularización de la sociedad» y del «incremento progresivo del pluralismo religioso y cultural», de donde se sigue «una pluralidad de códigos morales diferentes, ninguno de ellos universalizable ni de legítima imposición a todos».
Las creencias, al armario
En consecuencia, la única forma de establecer patrones válidos para la convivencia es concienciar del «mínimo común ético de la sociedad consagrado por el Derecho en un momento histórico determinado». ¿Y las convicciones de los ciudadanos? Las creencias nunca estarán, se dice, en contradicción con la moral pública, «en tanto que no se manifiesten». ¿Queda claro? Las creencias, al armario.
Se define la ciudadanía como «integración y participación en las decisiones, creación y disfrute de bienes del colectivo». Y el modo de hacerla efectiva es, precisamente, la laicidad, «principio informador del ordenamiento y de la acción del Estado, las instituciones públicas…, las autoridades y los funcionarios». Laicidad que es «garantía de la tolerancia en cuanto norma de convivencia horizontal». Y se afirma: «Sólo la laicidad garantiza eficazmente el ejercicio pleno de la libertad de conciencia de los ciudadanos, raíz y fuente de todos los demás derechos fundamentales». La laicidad consiste en «el estudio, la reflexión crítica y las prácticas de democracia y participación ciudadana».
¿Cuál es el alcance de la responsabilidad de los padres al respecto? El «derecho de los padres a que se dé a sus hijos el tipo de formación religiosa y moral que esté más de acuerdo con sus propias convicciones» sólo es admisible «mientras no entre en contradicción con los valores comunes y las reglas de convivencia democrática, en especial la tolerancia y el escrupuloso respeto de las conciencias de los otros, y en concreto de la conciencia de los niños, de la que no son propietarios, sino tutores y guías». Se precisa que la sociedad ha de velar para que los padres respeten escrupulosamente el «derecho del niño a la libre formación de la conciencia y al libre desarrollo de su personalidad». Por eso no es de extrañar que se manifieste una honda preocupación por preservar «los valores y los principios de la democracia…, frente al fanatismo, la intolerancia y la violencia». Se trata de que los alumnos comprendan el pluralismo y convivan con él. ¿En quién deposita la sociedad esta trascendental tarea? «Esa tarea es específica, sobre todo, de la escuela pública». La familia, al parecer, no tiene mucho que hacer al respecto.
Es laicista el sesgo del temario de la Educación cívico ética de la LOE, que pretende ser cimiento y sustancia de la democracia y de la paz social. Las expresiones laico, laicidad o laicismo no aparecen, por cierto, ni una sola vez en el texto constitucional, y conviene recordar que el Estado español es constitucionalmente aconfesional, y no laicista. Reconoce como un derecho fundamental de la persona el poder tener y cultivar sus creencias, tanto individual como asociadamente, y lo considera digno de protección. Por eso el Estado no es neutral, sino que asume el principio de cooperación positiva: «Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones» (art. 16.3).
La Constitución española, por el momento, reconoce a los padres el derecho de elegir el tipo de formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones (art. 27.3). ¿Qué ocurrirá con los padres que no deseen para sus hijos una visión semejante de la vida y de su dimensión moral, social o religiosa? Los núcleos de poder con pretensiones totalitarias no acostumbran a ponerse al servicio de los derechos de los padres para ayudarles en su misión educativa, sino que consideran la educación más bien como un instrumento de poder, en manos del poder político para forjar ciudadanos a su medida. Entiendo que nos hallamos estrictamente en este caso.
Andrés Jiménez Abad
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