En Alfa y Omega, 18 de junio de 2005
La familia es la más antigua institución humana. Como todas, ha sufrido transformaciones, mas es preciso distinguir entre los cambios y los ataques. Si no me equivoco, asistimos ahora en España a esto último, bajo dos graves formas: la legalización, aún no consumada, del matrimonio contraído entre personas del mismo sexo, y la intensa agilización de los trámites del divorcio. El primero ataca a su naturaleza; el segundo, a su estabilidad y, con ella,...
En Alfa y Omega, 18 de junio de 2005
La familia es la más antigua institución humana. Como todas, ha sufrido transformaciones, mas es preciso distinguir entre los cambios y los ataques. Si no me equivoco, asistimos ahora en España a esto último, bajo dos graves formas: la legalización, aún no consumada, del matrimonio contraído entre personas del mismo sexo, y la intensa agilización de los trámites del divorcio. El primero ataca a su naturaleza; el segundo, a su estabilidad y, con ella, al cumplimiento de sus funciones esenciales. Desde la perspectiva cristiana, la cuestión no ofrece dudas. Más allá de ella, si no me equivoco, tampoco. El precepto universal del amor, incluido el que tiene por objeto a los enemigos (en realidad, para el cristiano no hay enemigos, si acaso, lo serán los otros) y a quienes nos hacen mal, obliga a algo más que al mero respeto de los homosexuales y a la protección de sus derechos, tantas veces vulnerados en el pasado y en el presente. El sufrimiento que muchos de ellos han padecido obliga a la reparación y a la comprensión. Mas no se evita un error pasado cometiendo otro, acaso mayor, en el presente. El mal se combate con el bien, no con un mal de signo opuesto.
Resulta difícil escuchar la voz y el eco del Evangelio en las palabras y actitudes de algunos cristianos, incluidos sacerdotes, que se dicen progresistas. No es necesario acudir a la tradición, que también es, para los cristianos, fundamento de la fe, para rechazar la posibilidad de un matrimonio contraído entre personas del mismo sexo. Basta acudir a los textos sagrados. Lo narra el evangelio de Marcos (10, 1-12). Unos fariseos se acercaron a Jesús y le preguntaron, para ponerlo a prueba, si le era lícito a un hombre divorciarse de su mujer. A lo que Él les replicó: «¿Qué os ha mandado Moisés?» Y ellos: «Moisés permitió divorciarse, dándole a la mujer un acta de repudio». Y Jesús añadió: «Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». En un mismo texto quedan resueltas las dos cuestiones: la proscripción del matrimonio entre personas del mismo sexo (sean homosexuales o no) y la indisolubilidad del matrimonio. Por lo demás, no se trata de ninguna discriminación para los homosexuales, pues sólo hay discriminación cuando existe un trato desigual injusto, pero no cuando se tratan de manera desigual dos casos diferentes. Tampoco se da discriminación en lo relativo a la sexualidad, pues la licitud de los actos sexuales queda limitada al matrimonio, tanto para los homosexuales como para los heterosexuales. Desde el punto de vista cristiano, además, la castidad reviste un elevado valor.
Pero no se trata de una mera cuestión de régimen interno para los cristianos, sino, además, de unos principios de valor universal que deben presidir toda legislación, no sólo la eclesiástica. En este sentido, cabe hacer una distinción entre la admisión del divorcio en el matrimonio civil y la legalización del contraído entre personas del mismo sexo, ya que ésta última entraña una desnaturalización de la institución que, además, no encaja en el ordenamiento constitucional, que se refiere al hombre y la mujer, a diferencia de lo que se expresa con relación a los demás derechos. Sin embargo, la agilización y facilitación de los trámites del divorcio entraña una agresión al valor de la estabilidad y, con ella, al cumplimiento de los fines asignados al matrimonio. La familia (y, por tanto, el matrimonio) es una institución vinculada, junto a otros fines, a la procreación y a la educación de los hijos. No puede ser tratada como matrimonio una unión desvinculada de los fines de la procreación. Como tampoco constituye una familia un grupo de amigos, o un club deportivo. Todo hombre nace de la unión entre un hombre y una mujer. Es una realidad natural que el Derecho no puede despreciar.
Las dos medidas entrañan un ataque a la familia (en general, no sólo cristiana). Importa menos, aunque sea relevante, la determinación de los motivos que han podido llevar al Gobierno a adoptarlas. Puede ser el interés electoralista o la voluntad de someterse a los intereses de determinados grupos de presión. Incluso puede tratarse de devaluar una institución que le hace al poder político competencia en el proceso de educación de los ciudadanos. En cualquier caso, se trata de una estrategia de acoso a la familia. No estamos, pues, ante un asunto de fe para los cristianos, sometido al principio del pluralismo democrático y de la tolerancia, sino del valor y de la supervivencia de la familia, al menos en los términos en los que ha venido siendo considerada y estimada desde los orígenes de la Humanidad, no sólo de nuestra civilización.
Por Ignacio Sánchez Cámara. Catedrático de Filosofía del Derecho y periodista