Esta joven licenciada en Historia y Bellas Artes nos ofrece su testimonio, a raíz de la lectura de los escritos del hoy Santo Padre Benedicto XVI. Nos dice que «el Papa es el Papa; nunca me atrevería a opinar sobre él, aunque lo haga casi todo el mundo. Sólo quiero contar algo de lo que sentí personalmente, al leer los libros (descubiertos por casualidad –¿o providencia?– en 2003) del que fue el cardenal Ratzinger. Sentí esto»:
Los avatares prosaicos de la vida entierran, aunque no sup...
Esta joven licenciada en Historia y Bellas Artes nos ofrece su testimonio, a raíz de la lectura de los escritos del hoy Santo Padre Benedicto XVI. Nos dice que «el Papa es el Papa; nunca me atrevería a opinar sobre él, aunque lo haga casi todo el mundo. Sólo quiero contar algo de lo que sentí personalmente, al leer los libros (descubiertos por casualidad –¿o providencia?– en 2003) del que fue el cardenal Ratzinger. Sentí esto»:
Los avatares prosaicos de la vida entierran, aunque no suprimen del todo, las preguntas producidas por esa curiosidad ingenua de quien se cree lo que le dicen y se admira de las contradicciones. Por ejemplo, ante el cielo estrellado y cuando se adquirían las primeras nociones sobre las distancias, las galaxias, los años luz, entonces a una niña a quien le habían dicho, y se creía, que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, y que Jesucristo es el centro de todo, le entraba una especie de vértigo ante la desproporción de las cosas. Suena hasta ridículo de formular, pero era más o menos así: Jesucristo, al fin y al cabo un hombre, nacido en este ínfimo planeta insignificante, ¿es el rey de tantas galaxias, millones de años luz, distancias inconmensurables...? No se sabe por qué, pero suena absurdo. ¿Para qué tanto espacio, tanto sitio? (y si pensamos, para justificarlo un poco, que en otros planetas puede haber otro tipo de vida inteligente, de personas..., ¿cómo casa esto con la historia de la salvación, con Jesucristo único Salvador...?) Al mundo adulto circundante, de fe más o menos aletargada –para el que la tenía–, no le preocupaban esas cosas. Sólo le chocan a quien tiene una fe simple y transparente como el cristal.
Y he aquí que aparece un hombre de setenta años que tiene la misma fe diáfana y simple que yo tenía a los siete. De manera que esto es verdad, que esas cuestiones no eran tonterías de niñas. Este hombre se plantea las mismas cosas ingenuas y elementales que me desconcertaban a mí, las medita, y les da una respuesta tan luminosa y simple a su vez como la luz del sol.
Del hoy Papa se habla del gran erudito, del gran intelectual, etc., y está muy bien, pero son calificativos que llaman algo a engaño. Porque, al leerlo, se siente un asombro parecido al que se experimenta acaso cuando encontramos, por ejemplo, a un aldeano que nos sorprende con su profunda sabiduría de cosas básicas, y sentimos, en nuestra urbana ceguera, el choque de aprender algo real, útil, tangible... Al leerlo se está mucho más cerca de ese asombro genuino y elemental que de lo que solemos sentir frente a un intelectual que da una conferencia. También a él le asombran las estrellas, y el derroche enorme de la creación. Recuerda entonces que hace juego con tantos pasajes del Evangelio, y responde: «La sobreabundancia es el signo peculiar de Dios en la creación, porque, como decían los Padres, Dios da sin medida». Y enlazándolo con el derroche supremo, con el de la sangre de Cristo, responde: «A quien es calculador le parece absurdo que Dios sea generoso con el hombre. Sólo quien ama es capaz de entender lo absurdo del amor. La ley del amor es la entrega; sólo cuando es excesivo es suficiente. Si es cierto que la creación vive del exceso, si el hombre es un ser para quien el exceso es necesario, ¿nos puede extrañar que la Revelación sea puro exceso y que, por tanto, sea lo necesario, lo divino, el amor que da sentido al universo?» (Introducción al cristianismo).
Este hombre me podía haber comprendido a los siete años, y también era el único que me hubiera podido comprender a los veinticinco y aun a los treinta. Mi idea del amor era inconfesable, imposible de expresar en el mundo de hoy. De repente, resulta que no era ningún disparate –mis excesos juveniles no eran locuras– recorrer en tren dos mil kilómetros para ir a una ciudad sólo para tener la excusa de mandarle desde allí una postal a un muchacho, al que no se sabía qué decir si no; y así mil cosas. No eran locuras, sino el comportamiento lógico y normal y necesario. La exageración, la desmesura está en la misma esencia del amor. Compárese esto con la mentalidad psicologizante en boga de «haz una lista con lo que tu pareja te aporta y lo que tú le aportas a ella»; «Considera lo que ganas, lo que pierdes»; «Anota, analiza, calcula –lleva bien la cuenta–...» Pura medida, pura proporción. Pero, ¿es así el universo? El universo es desmesurado. La mente humana y sus deseos también. Entonces, ¿quién tiene razón?
Sensación de gratitud
Es imposible expresar la sensación de gratitud que invade al leer esos libros. Para quien ha tenido intuiciones vagas que se desechaban como absurdas, y aquí ve que ¡son verdad! Por ejemplo, ¿tiene sentido basar la vida en un enamoramiento irracional sentido de golpe hacia un muchacho rubio y sonriente de veinte años? Yo sentía que sí, pero, ¿cómo justificarlo en este mundo de calculadora en mano? «El hombre tiene que tomar una decisión vital y definitiva sobre alguna cuestión íntima, siempre se plantea las mismas preguntas: ¿Es bueno decidir ahora a los, digamos, veinticinco años, algo para toda la vida? Y sobre todo, ¿esto será conveniente para mí? ¿Podré hacer esto y realizarme, madurar, o será mejor esperar otras posibilidades? Y yendo más al fondo aún, la cuestión se presenta así: ¿Es propio del hombre decidir algo definitivo en el ámbito más íntimo de su existencia? ¿Podrá el hombre mantener una decisión definitiva toda la vida? Yo daría estas dos respuestas: una, podrá, si de verdad está fuertemente anclado en la fe; y dos, sólo en este caso alcanza la plenitud del amor y de la madurez humana» (La sal de la tierra).
Así que no es ningún persistir en la fidelidad al impulso primero, aun cuando el joven rubio perdiera tanto el cabello como la juventud. «Esta fijación momentánea de la decisión de una persona la capacita para seguir adelante, para aceptarse poco a poco, mientras que la anulación posterior de esa decisión la retrotrae al principio y la condena a vivir en el círculo cerrado de la ficción de la eterna juventud que rechaza la globalidad del ser humano» (Introducción al cristianismo).
Se podría seguir indefinidamente. Casi cada párrafo suyo ilumina una porción de la vida que se tenía a oscuras. Algunos se asombran de la sencillez de gestos y de estilo de este Papa. Cada línea está escrita con la pasmosa humildad de quien sabe que por sí mismo no es nada. Es la pura simplicidad de la clarividencia.
Gloria Cruz Moreno
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