Mis hermanos, al igual que yo, fueron educados en la fe católica. Una vez adultos, unos se apartaron parcialmente de las prácticas religiosas, otros continuamos dentro de ellas. Durante años, no dejé de pedir por la recuperación de la fe de mis hermanos.
Mi hermano César, una vez fallecido nuestro hermano mayor, vino a vivir conmigo, y creo que mi ejemplo de misa y comunión diaria le sirvió de mucho. Comenzó deseando venir conmigo a misa en días señalados, y terminó en una conversión ab...
Mis hermanos, al igual que yo, fueron educados en la fe católica. Una vez adultos, unos se apartaron parcialmente de las prácticas religiosas, otros continuamos dentro de ellas. Durante años, no dejé de pedir por la recuperación de la fe de mis hermanos.
Mi hermano César, una vez fallecido nuestro hermano mayor, vino a vivir conmigo, y creo que mi ejemplo de misa y comunión diaria le sirvió de mucho. Comenzó deseando venir conmigo a misa en días señalados, y terminó en una conversión absoluta. Yo nunca me atreví a proponerle una confesión y comunión, pero pedía a Dios por ello, al igual que mi hermana Pilar, y sucedió que, estando ingresado en el hospital por una enfermedad grave, una tarde, paseando por el pasillo conmigo, comenzó a hablarme de su seguridad en la existencia de Dios y su mucha confianza en Él, haciendo hincapié en la convicción de un más allá. Ponía tal énfasis en sus palabras, que parecía como si yo fuera una incrédula a la que tratara de convencer a toda costa. También me habló de cómo quería que fuese su despedida, una vez desaparecido de este mundo. Después de esta conversación, entramos en la habitación y nos sentamos en el borde de la cama. Ambos permanecíamos en silencio. Súbitamente, y ante el asombro de su compañero de habitación, mi hermano comenzó a rezar en voz alta: «Creo en Dios Padre todopoderoso…» Se interrumpió un momento para pedirme que lo rezase con él, por si se había olvidado de algún párrafo. Era emocionante comprobar con qué devoción lo recitaba deteniéndose en cada frase y analizándola, y cuando llegó al final: «creo en la resurrección de la carne y la vida eterna», añadió: «Sí, Dios mío, creo en todo eso».
Puesto que presentía su final, me pareció llegado el momento de proponerle que viniese el médico de guardia y, a continuación, un sacerdote, a lo cual me respondió con entusiasmo: «Sí, sí, que venga un sacerdote». El capellán lo confesó de forma poco convencional, dadas las circunstancias. Mi hermano César respondió a las preguntas de éste, confesando haber pecado, estar arrepentido y pedir perdón a Dios. Recibió la absolución y la comunión y una paz beatífica le invadió de inmediato.
Después de todo esto, aún vivió mes y medio, y durante este tiempo tanto en casa como en el hospital dio continuas pruebas de su fe, y sufrió su enfermedad sin una sola queja y con una aceptación ejemplar. En una ocasión en que yo me preguntaba por qué mi hermano tenía que sufrir así, se apresuró a decirme: «Por Dios, tengo que sufrir por Dios». Cuando me ausentaba de casa para ir a comprar algo, le advertía: «Te quedas solo un momento». Él me respondía: «Nunca estoy solo, Dios está conmigo».
Nuestro párroco lo visitó varias veces dándole la Unción de los enfermos y la Comunión, y mi hermano lo agradecía y decía que la fe, para él, era básica en la vida.
Durante el tiempo que aún vivió, acudimos en una ambulancia a la consulta del oncólogo. La recepcionista lo vio tan deteriorado que ordenó que le metiesen en una cama, en una sala contigua a la que se administra quimioterapia. El médico se personó allí y le dijo que, en adelante, no necesitaba acudir allí y soportar las molestias del transporte en una ambulancia, porque un equipo de oncólogos le visitaría en casa. Creo que, en el fondo, mi hermano abrigaba la esperanza de que reanudarían las sesiones de quimioterapia y con ello mejoraría su estado, pero al oír las palabras del médico, comprendió que no existía la más mínima esperanza, y sabiéndose en las manos de Dios, se santiguó y comenzó a rezar el Padre Nuestro. «¿Rezas ahora, cariño? –le pregunté– ¿Por qué?» –«Porque es lógico», me respondió.
Una vez más, volvió a ingresar en el hospital. Esa tarde me dijo: «Hasta siempre, me voy muy pronto gracias a Dios». Seis días después expiró en completa paz en una clínica de cuidados paliativos.
Ángeles Enfedaque
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