Don Alejandro Rodríguez de la Peña es profesor de Historia Medieval, de la Universidad San Pablo-CEU, y Secretario Nacional de Jóvenes de la Asociación Católica de Propagandistas
Cuando se aborda la historia de la Iglesia católica, tarde o temprano nos encontraremos con el fenómeno historiográfico que se ha dado en llamar leyenda negra. Ésta consiste en una labor de propaganda, de desinformación, que, a través de la presentación tendenciosa de los hechos históricos, bajo la apariencia de objetividad y de rigor histórico o científico, procura crear una opinión pública, bien anticlerical, bien anticatólica. Por eso se aparta de lo que podría aceptarse como una simple crítica, una denuncia honesta y rigurosa de los errores cometidos por los miembros de la Iglesia, dando en cambio una imagen voluntariamente distorsionada del pasado de la Iglesia, para convertirla en una descalificación global de una misión milenaria, tanto antes como, sobre todo, en la actualidad.
La leyenda negra de la Iglesia no es un asunto baladí que deba ser objeto de preocupación sólo para los historiadores. Lo cierto es que todos los católicos nos jugamos mucho en la lucha contra sus manipulaciones. Y es que la descalificación global de esta institución religiosa a largo de toda su historia compromete seriamente ante la opinión pública su legitimidad social y moral de cara al futuro. Un fenómeno reciente como la polvareda social levantada por la novela El Código Da Vinci resulta ser un magnífico ejemplo del peligro que la manipulación de la historia de la Iglesia entraña para su acción pastoral actual.
Los ataques, desde antiguo
En realidad, los ataques demagógicos y panfletarios contra el pasado y el presente de la Iglesia datan de muy antiguo. En efecto, podemos encontrar diatribas furibundas contra el cristianismo católico por parte de autores paganos grecorromanos (Celso, Zósimo, Juliano el Apóstata…), de los diferentes heresiarcas medievales y de los polemistas judíos y musulmanes. Pero la polémica anticatólica se acentuó y cobró una especial virulencia en la segunda mitad del siglo XVI, cuando las discusiones entre católicos y protestantes invadieron también el campo historiográfico y literario, surgiendo entonces todo un modelo de difamación sistemática de la Iglesia.
Más en concreto, encontramos el origen del discurso anticatólico actual en la llamada leyenda negra, un conjunto de acusaciones contra la Iglesia y la monarquía hispánica que se generó y se desarrolló en Inglaterra y Holanda, en el curso de la lucha entre Felipe II y los protestantes.
El anticatolicismo llegó a ser, con el tiempo, parte integral de la cultura inglesa, holandesa o escandinava. Escritores y libelistas se esforzaron por inventar mil ejemplos de la vileza y perfidia papista, y difundieron por Europa la idea de que la Iglesia católica era la sede del Anticristo, de la ignorancia y del fanatismo. Tal idea se generalizó en el siglo XVIII, a lo largo y ancho de la Europa iluminista y petulante de la Ilustración, señalando a la Iglesia como causa principal de la degradación cultural de los países que habían permanecido católicos.
En los prejuicios difundidos sobre la historia de la Iglesia se observan dos elementos básicos y, en no pocas ocasiones, íntimamente entremezclados: la visión de la Iglesia medieval y moderna como una institución oscurantista, reaccionaria y enemiga de todo progreso intelectual o social; y su caricaturización como una fuerza represiva e intolerante, enemiga de los derechos humanos y promotora de las Cruzadas y la Inquisición.
Se suele afirmar, por ejemplo, que las Cruzadas fueron guerras de agresión provocadas contra un mundo musulmán pacífico. Esta afirmación es completamente errónea. Ahora mismo tenemos en nuestras pantallas una película, El reino de los cielos, bastante proclive a esta angelización de los musulmanes del medievo. Pero lo cierto es que, desde los mismos tiempos de Mahoma, los musulmanes habían intentado conquistar el mundo cristiano. E incluso habían obtenido éxitos notables. Tras varios siglos de continuas conquistas, los ejércitos musulmanes dominaban todo el norte de África, Oriente Medio, Asia Menor y gran parte de España. En otras palabras, a finales del siglo XI, las fuerzas islámicas habían conquistado dos terceras partes del mundo cristiano: Palestina, la tierra de Jesucristo; Egipto, donde nace el cristianismo monástico; Asia Menor, donde san Pablo había plantado las semillas de las primeras comunidades cristianas... Estos lugares no estaban en la periferia de la cristiandad, sino que eran su verdadero centro.
¡Así se escribe la Historia!
Otro lugar común de la leyenda negra anticatólica es –no podía ser de otro modo– la acción de la Inquisición en la Edad Media y la Moderna. Por ejemplo, todo el mundo ha oído hablar del caso de Galileo Galilei, casi siempre de modo deformado, ya que no se suele explicar que el sabio italiano apenas sufrió otro castigo que un cómodo arresto domiciliario en un palacio cardenalicio. Por el contrario, son pocos los colegiales que saben que Antoine Lavoisier, uno de los fundadores de la Química, fue guillotinado a causa de sus ideas políticas, por un tribunal durante el Terror jacobino, al grito de ¡La Revolución no necesita científicos! No olvidemos tampoco que, en Ginebra –la Meca del protestantismo–, Juan Calvino no dudó en mandar a la hoguera al ilustre descubridor de la circulación de la sangre, nuestro compatriota Miguel Servet. El científico aragonés fue tan sólo una de las quinientas víctimas de diez años de intolerancia calvinista en una ciudad con apenas diez mil habitantes. Con esta proporción brutal de represaliados, la Inquisición española habría debido quemar ¡un millón de personas cada siglo! –en realidad, fueron tres mil en trescientos años–. Aun así, Torquemada ha pasado al argot popular como sinónimo de intolerancia, y Calvino es ponderado por muchos como uno de los padres de las democracias liberales del norte de Europa.
Un ejemplo reciente de cómo la leyenda negra ha cobrado nuevos bríos últimamente lo hallamos en el ya mencionado Código Da Vinci. Su autor, Dan Brown, deja caer que la Iglesia habría quemado a cinco millones de brujas (p. 158), cuando todos los especialistas, con Brian Pavlac a la cabeza, limitan la cifra a 30.000, a lo sumo, para el período 1400-1800 (por cierto, el 90% víctimas de la Inquisición protestante, y no de la católica).
Esto conecta con el ominoso concepto de Gendercide (genocidio de las mujeres), que han acuñado el feminismo y el lesbianismo radicales en las universidades norteamericanas. Esto es, la criminalización de la Iglesia católica, que cargaría con una mancha histórica tan negra como el Holocausto nazi. De la misma forma que el nazismo ha quedado desacreditado para siempre jamás por su ejecutoria asesina contra los judíos, la Iglesia carecería de toda legitimidad como institución por su pasado criminal en relación a las mujeres. Barbaridades como ésta se leen y se escuchan en algunos departamentos de Gender studies de los Estados Unidos.
No en vano, el Código Da Vinci se basa en una serie de absurdas creencias neo-gnósticas y feministas que entran en oposición directa no sólo con el cristianismo, sino con la Historia académica tal y como es enseñada en todas las universidades respetables del mundo. Mucho se ha hablado de la inverosímil hipótesis de Dan Brown de que Cristo y María Magdalena estaban casados y tuvieron descendencia, pero eso sólo es la punta de un iceberg de disparates. Convenientemente camufladas tras la atractiva trama narrativa propia de un thriller policíaco, el autor va deslizando aquí y allá ideas propias de una cosmovisión que enseña que el cristianismo es una mentira violenta y sangrienta, que la Iglesia católica es una institución siniestra y misógina, y que la verdad es, en última instancia, creación y producto de cada persona.
La realidad, como es
Volviendo al espinoso asunto de la Inquisición, si queremos ser rigurosos, hay que señalar que el Santo Oficio era un tribunal dedicado a investigar si entre los católicos había herejes, un tema gravísimo entonces, al que ahora no se da importancia porque las sociedades no son confesionales. Pero es que entonces las disputas teológicas daban lugar a guerras y conmociones sin cuento (las guerras de religión en Europa provocaron un millón de muertos entre 1517 y 1648). Por consiguiente, la Inquisición era un instrumento básico para el mantenimiento de la paz en un reino. Por otro lado, un hecho no suficientemente conocido es que la Inquisición no tenía jurisdicción alguna sobre los no bautizados. Por tanto, ni judíos ni musulmanes podían ser juzgados, detenidos o acosados por la Inquisición.
Ciertamente, el Santo Oficio usaba el tormento como todos los tribunales de la época, pero generalmente con mayores garantías procesales, ya que se realizaba siempre en presencia del notario, los jueces y un médico, y sin que se pudieran causar al reo mutilaciones, quebrantamiento de huesos, derramamiento de sangre ni lesiones irreparables. Finalmente, hay que llamar la atención sobre el hecho de que la mayoría de las penas eran de tipo canónico, como oraciones o penitencias. Las condenas a muerte fueron rarísimas, y sólo en casos muy graves sin arrepentimiento, pues si había arrepentimiento había indulgencia con el reo. Como ya se ha dicho, en sus tres siglos de historia, la Inquisición ajustició a unos 3.000 reos (de un total de 200.000 procesados). Esta cifra, con ser alta, representa tan sólo la décima parte de los asesinados en Francia por el régimen del Terror jacobino en el periodo 1792-1795. Es decir, en tan sólo tres años, los hijos de la Ilustración iluminista habían multiplicado por diez las víctimas fruto de trescientos años de actuación de la Inquisición católica. ¿Y quien se atreve hoy en día a mentarle este hecho a un defensor de la democracia liberal, cuyos fundamentos mismos sentó la Revolución Francesa? ¿Porqué, entonces, tenemos los católicos que aguantar día sí día también que algunos sectarios nos recuerdan la Inquisición cada vez que nos identificamos como hijos de la Santa Madre Iglesia?
Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña
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