LA RAZÓN, viernes, 6 - V - 2005
Va el juez y dice que es normal, que entra dentro de lo natural que una niña de catorce años se acueste con su profesor de treinta y uno. La sentencia es del Supremo y los hechos ocurrieron en Córdoba. El texto dice así: «No se trata de una actividad sexual que pueda calificarse de pervertida o extravagante (...) Se trata de una iniciación temprana en las relaciones sexuales que, por otra parte, tampoco puede calificarse de excepcional en los tiempos act...
LA RAZÓN, viernes, 6 - V - 2005
Va el juez y dice que es normal, que entra dentro de lo natural que una niña de catorce años se acueste con su profesor de treinta y uno. La sentencia es del Supremo y los hechos ocurrieron en Córdoba. El texto dice así: «No se trata de una actividad sexual que pueda calificarse de pervertida o extravagante (...) Se trata de una iniciación temprana en las relaciones sexuales que, por otra parte, tampoco puede calificarse de excepcional en los tiempos actuales». Y encima puede tener razón. Con la ley actual, diseñada para eliminar la figura de “corrupción de menores” y permitir mayor libertad, los pederastas hacen su agosto. Según el Titulo VIII del Código Penal las relaciones sexuales con adultos son libres si el mayor de doce años consiente en ellas. Así pues, si logras convencerlo, te puedes beneficiar sin problemas de todo adolescente que te guste, de tu sexo o del de enfrente. ¿Pero es tonto el legislador o sivergüenzas sus inspiradores?
Los que tenemos hijos en esta delicada edad sabemos lo soñadores e ingenuos, lo apasionados y torpes, lo rebeldes y dóciles que son. Tienen ganas de tener relaciones sexuales, claro, y corresponde a los adultos ponerlos en su sitio.
Sólo un puritanismo extremo puede negar la evidencia de las pulsiones. ¡También quieren marcharse de casa y se lo impedimos; intentan marcar las reglas y les enseñamos a adaptarse a las nuestras, o procuran dedicarse a holgar día y noche y les mostramos, a costa de muchísimo empeño, que uno se gana la vida trabajando!
Los adolescentes y jóvenes no tienen el deber de ser responsables: lo tenemos los adultos. O lo teníamos. Porque el espíritu de esta ley consiste precisamente en exonerarnos de nuestra responsabilidad de educadores. De este modo, lo que supuestamente se hace para liberar los menores, en realidad los convierte en carne de cañón a nuestro servicio.
A mí no me importa que la niña cordobesa se enamorase de su profesor -¿quién no se ha enamorado de su profesor?-, que se vistiese provocativamente o que coquetease con él, está en la edad. Eso sólo puede escandalizar a los moralistas. Lo que me escandaliza profundamente es que su profesor de kárate -¡un señor de 31 años!- se acostase con ella seis veces. Me da igual que se prendase de ella, que le volviese loco o que le «pusiese cantidad». No hay excusa para un adulto que utiliza a una menor, y qué decir si, además de su superioridad mental, se vale de la autoridad que le proporciona su categoría de maestro. El adulto tiene que aguantarse, reprimirse o lo que haga falta. Para eso es adulto. Lo que no es exigible al menor lo es al mayor.
En este extraño siglo XXI parecemos tener serias dificultades para encarar lo obvio. A fuerza de soñar con novelas verdes donde jóvenes lolitas se entregan a maduros atractivos hemos acabado confundiendo cosas sencillas. Tan secillas como que los adultos somos responsables de los menores.
Cristina LÓPEZ SCHLICHTING