La noche del 24 de agosto del año 410 Alarico al frente de sus godos se hacía con la Ciudad Eterna. El Imperio de Occidente vacilaba. El suceso tuvo un eco tan enorme que San Jerónimo escribió: “en una sola ciudad ha perecido el mundo”. Lejos de allí, en el norte de Africa, San Agustín se interrogaba acerca del significado de aquellos dramáticos acontecimientos comenzando a escribir su magna obra “La Ciudad de Dios”. Un ensayo de Teología de la historia que finalizaría al...
La noche del 24 de agosto del año 410 Alarico al frente de sus godos se hacía con la Ciudad Eterna. El Imperio de Occidente vacilaba. El suceso tuvo un eco tan enorme que San Jerónimo escribió: “en una sola ciudad ha perecido el mundo”. Lejos de allí, en el norte de Africa, San Agustín se interrogaba acerca del significado de aquellos dramáticos acontecimientos comenzando a escribir su magna obra “La Ciudad de Dios”. Un ensayo de Teología de la historia que finalizaría al tiempo que los vándalos de Genserico marchaban hacia su ciudad episcopal. Dieciséis siglos después Juan Pablo II, ante las convulsiones históricas y los apresurados cambios, ante la crisis cultural en la que nos encontramos, dirigía su mirada al santo obispo africano en esos momentos tan claves: “Hago mía la esperanza de San Agustín durante el asalto de los vándalos a la ciudad de Hipona- aseguraba el Papa en el aeropuerto de Lisboa el 10 de mayo de 1991-, cuando un grupo alarmado de cristianos de su Iglesia se dirigió a él: “¡No tengáis miedo, queridos hijos!, los calmó el santo obispo. Éste no es un mundo antiguo que acaba, sino un mundo nuevo que empieza”.
En el magnífico legado de Juan Pablo II se encuentra su último libro “Memoria e identidad”; con él nos ofrece un tratado de teología de la historia, análogo, en cierta manera, al de San Agustín. La Providencia gobierna la historia pero no suple el protagonismo del hombre, no cercena su libertad. El Papa medita, a la luz de la fe, la historia del siglo XX en Europa y nos previene de las formas nuevas de totalitarismo que pueden aparecer si no se va a la raíz de los problemas de la cultura contemporánea. Ante la tentación de una visión egocéntrica de la vida, con la difusión de una mentalidad relativista y consumista, recuerda que la libertad es para el amor. En la concepción antropológica, que el Papa siempre ha sostenido, se destaca la trascendencia del ser humano. Y en esta perspectiva la libertad no solo es un don sino que también es una tarea que realizar.
Existe en Occidente una tendencia difusa que trata de imponerse con la consideración del hombre como un ser efímero, sin sentido, que por una serie de casualidades ha sido arrojado a la existencia. En esta visión del hombre la libertad es vista de un modo nihilista, individualista e insolidaria, cuyo máximo horizonte es “pasarlo bien”. En definitiva se defiende una ética del amor propio, que empobrece y esclaviza, y que constituye una oclusión de cara al futuro. Escritores como Tolstoi han sabido verlo con claridad. En su novela Ana Karenina parece retratar al hombre actual cuando escribe: “En cuanto a Vronski, a pesar de la realización de sus más caros deseos, no se sentía totalmente feliz. Eterno error de los que creen hallar la felicidad en el cumplimiento de todos sus antojos. No poseía más que algunas partículas de aquella inmensa felicidad soñada por él ”. Es el diagnóstico anticipador del “carpe diem” de nuestros días.
Necesitamos volver a las raíces cristianas, a la gran sabiduría de siglos que ha hecho grande a Europa. Necesitamos recuperar esa visión del hombre que, desde la fe, le lleva a su plenitud. Es así como Manzoni aporta en la últimas páginas de Los novios: “El hombre, mientras permanece en el mundo, es un enfermo que, metido en una cama con más o menos incomodidad, ve alrededor de sí otras camas muy aseadas por fuera, muy lisas, y al parecer muy bien mullidas, y se figura que ha de ser muy feliz quien las ocupe. Pero si llega a cambiar, apenas echado en cualquiera de ellas, empieza a sentir en un lado una paja que le punza, en otra una dureza que le mortifica, y pronto se halla, poco más o menos, como en la cama primera. Y esta es la razón (...) de por qué debemos antes pensar en hacer el bien, que es el modo de llegar a estar mejor”. El hombre no está aprisionado por fuerzas externas que escapan a su dominio, sino que su destino está en sus manos, pudiendo, en todo momento, decidirse por la búsqueda de la verdad y la realización del bien. La Providencia divina ayuda al hombre en todo instante para que no vaya en contra de sí mismo sino que descubra su propia grandeza y actúe consecuentemente.
En aquella primavera de 1991 el Pontífice proseguía en su discurso: “Una nueva aurora parece despuntar en el cielo de la historia, invitando a los cristianos a ser sal y luz de un mundo que tiene gran necesidad de Cristo, Redentor de los hombres”. Juan Pablo II ha sido el buen Pastor que se ha gastado por abrirnos camino. La libertad-nos dice en su último libro- es para el amor: su realización mediante el amor puede alcanzar incluso un grado heroico. ¿Cómo no verlo en su vida?