Durante un debate sobre la eutanasia, emitido por Canal Sur Televisión (que, por cierto, daba pie a sospechar que había sido manipulada la elección del público, como denunció una señora de las que formaban la mesa), al pie de la pantalla iban saliendo mensajes de los telespectadores. La mayoría hacían referencia a la Iglesia. Uno decía: «Me da vergüenza que siga habiendo creyentes en 2005»
A mí no me da vergüenza que siga habiendo ateos fundamentalistas intransigentes. Lo que me da es pena. De lo que sí me da vergüenza es que haya tantos católicos a los que les da vergüenza ser creyentes. Y esto sucede no sólo entre los no practicantes, sino también entre los que van a la Eucaristía e incluso comulgan con frecuencia. (Ya sé que el nivel cristiano de una persona debe medirse por el amor a los demás, por su lucha por que haya justicia para todos… Al atardecer, se nos juzgará de amor. Pero el Primer Mandamiento, en el que se nos obliga a amar al prójimo, comienza diciendo Amarás al Señor tu Dios. Y la práctica de la oración y de los sacramentos es un indicio de que hay amor a Dios).
Hay una cosa curiosa, sobre todo entre los jóvenes. No les importa decir que son costaleros de la Semana Santa, lo que implica –o debe implicar– devoción a Cristo y a la Virgen. Si hacen en grupo el Camino de Santiago, tampoco lo ocultan, sino todo lo contrario. Si hay una concentración con el Papa, pasa lo mismo. Y son muchos los que hacen todo esto con un auténtico espíritu cristiano. Pero luego, otros muchos no son capaces, por ejemplo, de decirle a un amigo que se marcha porque es domingo y se va a misa. ¿Por qué sucede esto? Tal vez porque ser costalero es algo que se acepta por la sociedad, es políticamente correcto. Y el Camino de Santiago puede considerarse como una excursión en grupo, y las concentraciones de jóvenes con Juan Pablo II pueden presentarse ante los otros como un viaje colectivo que a todos gusta. Pero al que va a misa lo tachan de beato, y si tiene que no ir a un entrenamiento para participar en la Eucaristía, o la deja ese domingo –y así comienzan muchos a no ser practicantes–, o se inventa cualquier otra excusa. Esto es frecuente en colegios, institutos y universidad.
A los adultos les sucede lo mismo. Ocultan, o al menos disimulan, sus creencias y sus prácticas religiosas. O dejan las prácticas religiosas. En bastantes casos, se debe a eso que se llama, o se llamaba, respeto humano. Otras veces porque quieren parecer progresistas o, al menos, políticamente correctos. También se dan bastantes casos de que se oculta ser católicos, porque eso es algo que puede estorbar para prosperar en una empresa, o en política o en el medio social en el que se vive. Y es que verdaderamente es difícil nadar contracorriente. Pero es necesario hacerlo.
Defender a la Iglesia, en público
No se trata de hacer ostentación religiosa. Eso fue lo que criticó Jesús de los fariseos. Pero Jesús también dijo que no se enciende la luz para ocultarla, sino para alumbrar, que hay que ser la sal de la tierra, y que el que no lo reconozca delante de los hombres no será reconocido en el cielo.
¿Hay muchos católicos que sean capaces, en una conversación, de defender a la Iglesia o al Papa? ¿Hay muchos que se preparen para defender al aún no nacido, o para evitar que se apruebe la eutanasia? Y con leer un par de folletos tendrían suficiente. Y si están preparados, ¿son capaces de dar la cara? ¿Son muchos los que defienden el matrimonio verdadero y la familia frente al matrimonio de los homosexuales? Eso nunca sería perdonado por gran parte de la sociedad, porque está de moda halagar la homosexualidad, que es algo más políticamente correcto que un matrimonio con muchos hijos.
Y no se trata sólo de hablar, de confesar la fe, sino también de dar testimonio cristiano de modo continuo, lo cual, si se tiene como hábito, se hace sin uno darse cuenta y sin que tenga olor a vanagloria.
Ahora que se ataca tanto a la Iglesia, y a principios tan importantes para el cristiano –y no sólo para el cristiano, sino para todo hombre y para la sociedad– como los que salvaguardan la vida, la familia, los derechos de los padres, la educación, la libertad…, es más necesario que haya católicos que sepan dar la cara y la den, aunque se expongan a un par de bofetadas, como a que les llamen beatos, retrógrados o carcas.
Como me he referido al Papa y a los jóvenes, recuerdo que, en su última visita a España, Juan Pablo II les dijo lo que viene diciendo desde su primera alocución como Romano Pontífice: «No tengáis miedo –son palabras del Papa– de hablar de Cristo, pues Él es la respuesta verdadera a las preguntas del hombre».
Rafael Martínez MirandaAlfa y Omega
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