No es posible tratar totalmente en serio a todo el mundo. Con un mínimo de seriedad sí que se puede, y además se debe. Lo que parece excesivo es pretender intimar con cada sujeto que se nos cruza por la calle, hacernos cargo de su historia, sus aspiraciones, sus deseos profundos. Por generosos y altruistas que seamos la vida ordinaria no da para tanto. Y quizá es bueno que así sea.
Sin embargo esta razonable parquedad con los extraños, la moderación en saludos y ademanes, la cortesía y la discreción, no impiden la amistad, al contrario, forman el terreno apto para que, llegado el momento, germine y crezca saludablemente. Eso lo sabe todo el mundo. Sin privacidad difícilmente hay amistad. Todo depende de cómo se la cultive, cómo se labre esta capa rugosa, gris, tosca, que la materia humana ofrece a primera vista. Porque una cosa está clara: tanto si es trabajosa como si es fácil y andadera, la amistad debe asumir necesariamente todo lo que ella no es, y en concreto las convenciones y usos sociales. La vieja ideología juvenil viene rechazando tales formalidades desde los años 60, incluso convirtiendo la antidecencia ---¡paradojas de la cultura!--- en una nueva forma de corrección y decencia. Y sin embargo las cosas no parecen tan claras.
Porque la realidad es tozuda. Por más que evitemos llamar por su nombre a cosas como la urbanidad, el pudor o la modestia, tales valores resurgen una y otra vez allí donde las personas aspiran a tratarse como tales, a trascender la vulgaridad. Porque no es más que vulgaridad esa espontaneidad desentendida del bien del prójimo, cerrada a la comunión, e impuesta dogmáticamente a los demás. El anticonvencionalismo puede ser más rígido y opresivo, más asfixiante y encorsetador, que todos los melindres victorianos de las novelas de Jane Austen.
Esta canonización moderna de la espontaneidad no hay que atribuirla tanto a la pereza o la lujuria ---como opinaría algún moralista celoso--- como a cierta hinchazón ideológica, a esa mezcla revenida de marxismo y freudismo que puso de moda la revolución sexual, y que persiste anacrónicamente en nuestros días. Entre otras cosas este prejuicio quiere identificar convención con su hipertrofia, que es el convencionalismo, lo que es un craso error. Convención viene de cum venio, venir juntos a algún sitio, o bien venir desde la soledad a la compañía. Las convenciones tienen este carácter de camino común o hacia lo común. Y lo importante de un camino no es que sea gratificante, como no lo son a veces las buenas maneras, sino que lleve a la meta.
Por eso las convenciones sociales son fundamentalmente valiosas, y a veces mucho, pues transmiten valores, inspiran ideales, refuerzan vínculos, suscitan solidaridad, inculcan civismo, avivan tradiciones, siembran concordia; en fin, todo tesoro latente en gestos muy prosaicos, tales como saludar, agradecer, invitar, o preparar una mesa, o escribir bien un emilio, o sonreír al que llega, o colaborar en la casa.
Pero no pretendo hacer aquí un panegírico de los buenos modales, una reivindicación del saber estar, porque todos sabemos que eso no es la panacea de la autenticidad humana, y puede degenerar en rutina alienante, jaula represiva y sepulcro blanqueado. Más bien quiero situarme en la raíz común de la cortesía y la espontaneidad, porque ahí es donde actúa cierto virus que corrompe a ambas, convirtiendo a una en convencionalismo hipócrita y a otra en ramplonería chabacana. Me refiero a la despersonalización en el trato: tratar en serie y no en serio.
Llamo trato en serie al que esquematiza mentalmente al otro, lo sustituye por un cliché, eludiendo así los problemas y riesgos de su existencia encarnada; es el trato anónimo, por el apellido, en masa, a mogollón, a bulto, en el cual el otro apenas es alguien y mucho menos un tú. Se dirige a un interlocutor ficticio, al sucedáneo abstracto que el sujeto se forma de él. En serie es como se fabrican los objetos en una cadena de montaje, como en la hermosa película de Chaplin Tiempos modernos. En ella un operario que pasa el día apretando tornillos sale tan ofuscado de la fábrica, que se pone a perseguir a una señora, llave inglesa en mano, creyendo ver tuercas en los botones de su vestido. No es tan fácil ver a las personas como lo que son.
Es inevitable que algo de esto suceda con los extraños, como apuntábamos al principio. Ahora bien, la situación cambia de cariz en el momento en que se infiltra la indiferencia. Entonces la natural reserva se congela artificiosamente, cortando de raíz todo amago de amistad. Porque en el fondo el trato en serie no es más que prevención contra ella, cautela frente a sus eventuales complicaciones. Y con lo años este gélido aliento, que flota por desgracia, en tantas familias, colegios, oficinas, cuarteles y hospitales, se torna más deletéreo que injusticias e insultos, más que golpes y calumnias, y sin duda destruye más matrimonios que gritos y adulterios. Arma letal del hombre masificado, el trato en serie, ya sea en su versión educada y formal como en la vulgar y chabacana, es el cáncer de lo que ha venido a llamarse multitud solitaria de nuestras ciudades.
Hagámosle frente practicando enérgicamente el trato en serio. Éste se da también en los dos niveles citados: el culto, cuyo prototipo es don Quijote, y el campechano y tosco, representado por Sancho. Cada uno a su modo, ambos despliegan un trato cuya nota distintiva es el realismo, porque en él se acepta sin restricciones la existencia del otro, sin escamotear su complejidad, sin enlatarla en cómodas abstracciones, asumiendo sus riesgos. La amistad es de suyo insegura y azarosa. Por eso la principal aventura de Don Quijote y Sancho, como sabe todo lector de la inmortal novela, es la amistad entre ellos mismos, su trato franco y directo, sin ogros ni molinos ni fantasmagorías.
En otras palabras, tratar en serio a una persona consiste en adivinarla en vez de clasificarla; presentirla en su apariencia, en las señales que nos da de sí misma: aspecto, voz, gesto, indumentaria, respecto a las cuales los usos sociales actúan como velo revelador. Son, en efecto, como un vallado que ciertamente tapa y retiene la intimidad, pero dejándola al mismo tiempo entrever por sus rendijas, insinuando lo que late pudorosamente detrás. El mensaje tácito de la cortesía podría resumirse en los versos de Salinas: «Eso no es nada, aún. Buscaos bien, hay más.»
Sí, la clave de la auténtica cortesía es el realismo. Gracias a ella intuimos que el otro es mucho más de lo que parece, y por eso siempre se le brinda una hebra de afecto de la que es posible tirar. Es una puerta costosa de abrir, ciertamente, pero real y franqueable. En cambio la puerta de la indiferencia está pintada en el muro, y quien intenta cruzarla se estrella.
Pablo Prieto
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Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
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El marco moral y el sentido del amor humano |
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