1. El hogar como encarnación de la familia.--- La esencia de la familia radica en la aceptación incondicional del otro: no por lo que hace, tiene, puede, sabe, dice, promete, cree, etc., sino por ser quien es. Esta característica convierte a la familia en el lugar de la existencia humana genuina, y por ende, origen y célula básica de la sociedad. De la aceptación recíproca de las personas deriva la comunión interpersonal, que es su estructura fundamental. Las demás formas de comunión, que son muy variadas, encuentran en ella su referente necesario y su modelo insuperable.
Y respecto a la familia, el hogar es su forma de vida propia, su bien común y su revelación. Esta vida se manifiesta como un bullir incesante: el hogar palpita en cada uno de sus miembros, crece y evoluciona con ellos, asimila las diferencias mediante el diálogo, se adapta a los avatares de cada vida que aquí se entrelaza, comparte alegrías y penas orientándolas al fin común, etc. En una palabra, el hogar es la encarnación de la familia, el lugar donde ella se realiza históricamente y se concreta (de concresco, crecimiento orgánico).
2. El hogar como drama.--- Este bullir incesante podríamos caracterizarlo con el concepto clásico de drama, que está exento de toda connotación peyorativa. Dramática es toda acción en la cual se asume el riesgo de ser hombre, se afronta el reto de serlo. El drama acontece cuando alguien se descubre único al encuentro con la realidad, y ésta le despierta el impulso irreprimible de ser él mismo.
En realidad toda vida humana es dramática según diversos grados, por lo mismo que es biográfica y no zoológica. Sin embargo el dramatismo de la vida se intensifica en el hogar porque allí es donde acontece la apertura radical a todo lo humano; solamente allí el hombre es acogido en toda su complejidad, sin restricción de ningún tipo.
Es en este punto donde reside, en última instancia, la dimensión estética del hogar. Hay que tener en cuenta que el drama es esencialmente la respuesta operativa que suscita la belleza; es el reto y el compromiso a que ella convoca. El encuentro con la realidad de que hablábamos es, pues, contemplativo (en el fondo todo verdadero encuentro lo es). En el caso del hogar, las realidades que llaman mediante la voz de la belleza son las relaciones interpersonales: amor conyugal, filiación, fraternidad, vecindad, amistad, etc. Esta belleza encarnada reclama, en efecto, una respuesta ética y estética; pide a la persona salir de sí, sacar su mejor versión, jugarse la vida; en una palabra, la belleza suscita el drama.
¿Y cómo representa el hogar su drama único e insustituible? ¿De qué modo lo escenifica e interpreta? Aquí es donde entran en juego las llamadas “tareas domésticas”: esa compleja trama de servicios, competencias, destrezas, actitudes, hábitos, tradiciones, ritos, etc. en virtud de los cuales el hogar toma conciencia de sí, configura su rostro y celebra su hermosura. En la actividad doméstica, en efecto, el hogar aparece como una vida digna de ser contemplada, que es la forma de belleza humana primordial, anterior y más radical que cualquier obra de arte. Ciertamente lo artístico cumple un papel esencial en las tareas domésticas (¿acaso no son éstas el origen más remoto del arte?), pero siempre supeditado a lo personal, a la belleza que dimana de la convivencia, de la cual recibe su fundamento y valor. La conciencia estética del siglo XXI debería tomarse en serio esta índole artística de las labores domésticas, que poseen en la medida que revelan la comunión interpersonal y la fomentan.
3. Hogar y complementariedad.--- La etimología nos dice que el hogar es lumbre interior: fuego dentro de la casa, que hace de cocina, calefacción, luz y centro de reunión; energía, en definitiva, que une y anima el conjunto como corazón en el cuerpo. Esta imagen nos recuerda claramente la figura de la madre, de cuyo seno, en cierto modo, es prolongación el hogar.
La hermosa palabra seno alude a la corporeidad femenina en todo lo que tiene de materno: el vientre, el regazo, los pechos, la suavidad de su tacto, etc. La madre es, en efecto, el lugar de la vida: donde ésta surge, arraiga, prospera. ¿Y acaso no es el hogar como un gran regazo donde la familia, toda ella como un solo hijo, se abre a la vida? Esto supone que el hogar, como seno de toda la familia, contiene en sí a la misma mujer-madre, haciendo, por así decir, de madre de la madre. Así lo sugiere también la palabra matriz (de mater, madre), que designa en sentido literal el claustro materno, el útero, y en sentido figurado cualquier clase de molde, en el cual adquiere forma la materia en él vertida. Pues bien, el hogar es aquella matriz donde el hombre se forma como persona, donde es alumbrado al universo de lo específicamente personal. Después de nacer de su madre, podríamos decir que el individuo necesita nacer de nuevo de esa madre mayor que es el hogar, de la cual la madre-mujer sería una hija más.
Estas reflexiones sobre el hogar en el plano simbólico son imprescindibles para distinguir claramente lo que es en el plano práctico. Como símbolo de la familia el hogar presenta figura de madre, y de ahí que la mujer sea como su rostro, su signo eficaz e insustituible; en el plano práctico, en cambio, el hogar se configura como comunidad de trabajo (R. Buttiglione) y obra común de todos los miembros, en la misma medida en que debe traslucir esa comunión de personas que es la familia. Ambas dimensiones se encuentran mutuamente implicadas, de tal modo que cuanto más se vive el hogar como tarea de todos (corresponsabilidad), tanto más aparece como misterio materno (cuyo signo es la mujer). O dicho con otras palabras, el hogar es cierta maternidad hecha de complementariedad.
Por desgracia la confusión entre el plano simbólico y el práctico es causa de lamentables incomprensiones respecto a la mujer y al trabajo doméstico. Para superarlas necesitamos ahondar aún más en la familia como comunión de personas fundada en la complementariedad varón-mujer. Desde la unión matrimonial de los esposos esta complementariedad deriva hacia el resto de la familia, impregnando toda la vida familiar, y confiriéndole aquella estructura dual típicamente humana. No cabe hogar sin complementariedad. Por eso mismo aquellas actividades con que la familia se comprende a sí misma, se inventa y se celebra han de llevar necesariamente la marca de la complementariedad. El modo en que esto se realice depende obviamente de las aptitudes y circunstancias de cada miembro, pero está claro que todos, varones y mujeres, están implicados en esta obra común que es el hogar.
Pablo Prieto
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