«El bien de la Iglesia pasa por el calvario de un Vicario que lleva la Cruz que llevó Cristo»
Vittorio MESSORI
En el verano de hace tres años, muchos daban por segura e inminente lo que llamaban, impropiamente, la «dimisión» del Papa. En realidad, el Sumo Pontífice no tiene «superiores» más que en el Cielo, y sólo ante Éllos debe rendir cuentas. Por tanto, no puede ni debe presentar su dimisión ante ningún mortal, porque no depende de ninguno de ellos. Sobre esto es muy explí...
«El bien de la Iglesia pasa por el calvario de un Vicario que lleva la Cruz que llevó Cristo»
Vittorio MESSORI
En el verano de hace tres años, muchos daban por segura e inminente lo que llamaban, impropiamente, la «dimisión» del Papa. En realidad, el Sumo Pontífice no tiene «superiores» más que en el Cielo, y sólo ante Éllos debe rendir cuentas. Por tanto, no puede ni debe presentar su dimisión ante ningún mortal, porque no depende de ninguno de ellos. Sobre esto es muy explícito el canon 332 del Código de Derecho Canónico: «En el caso de que el Romano Pontífice renuncie a su cargo, se requiere para su validez que la renuncia se haga libremente y que sea debidamente manifestada. No se pide, en cambio, que nadie la acepte». La renuncia al ministerio es, por tanto, posible y en junio de 2002 la opinión prevaleciente en los medios era que Juan Pablo II haría lo que estaba previsto por el derecho canónico y se retiraría a un monasterio. Más de uno, dándoselas de informado, se atrevía incluso a dar el nombre.
En cambio, el 29 de junio de 2002, festividad de los santos Pedro y Pablo y «fiesta del papado», escribía yo en el «Corriere della Sera»: «En base no a rumores, sino a informaciones seguras, a salvo de cualquier desmentido, puedo garantizar que la decisión del Papa se ha vuelto en estos últimos tiempos todavía más sólida. Ahora es realmente definitiva: su servicio a la Iglesia proseguirá hasta que Dios quiera, y no habrá recurso alguno al canon 332. Como si éstos– es fácil deducirlo–fueran sus pensamientos: “La fuerza para continuar no es un problema mío, sino de Cristo que ha querido llamarme, aún siendo tan indigno, a ser su Vicario en la tierra. En sus misteriosos designios, Él me ha traído hasta aquí. Y Él será el que decida mi suerte”». Si me permito esta cita propia no es sólo porque el transcurso del tiempo haya confirmado lo que escribo, sino también porque las cosas, aquí, se aclaran con precisión: apoyándome en las mismas fuentes «no desmentibles» del 2002, puedo afirmar que hoy, la decisión de Juan Pablo II no ha cambiado. No existe en él intención alguna de renunciar a su cargo, aunque progrese la enfermedad.
Servir y gobernar. Alguien entre los que le son más cercanos ha resaltado una frase en el mensaje del Ángelus que rezó desde el hospital, que ha escapado a los comentaristas y que, sin embargo, es una señal muy precisa: «Desde el hospital sigo sirviendo a la Iglesia», hizo leer el Papa desde el Gemelli, con las televisiones de medio mundo retransmitiendo en directo. Pero Juan Pablo II (por «razones de delicadeza semántica», como dice un colaborador suyo) no ha utilizado nunca el verbo «gobernar», sino siempre el de «servir», cuando se trata de la Iglesia. Pero para él, ambos términos son sinónimos: por tanto, su frase debe leerse como la aseveración de que, incluso en sus condiciones, la Iglesia está siendo gobernada y lo seguirá estando. Y gobernada por él, no por «gobiernos en la sombra». En efecto, no se insiste nunca la suficiente en el hecho de que la Iglesia no es una multinacional y que el que está en el vértice no es un presidente, a quien se le pide salud y juventud, los requisitos del manager.
Según la perspectiva de la fe, Cristo es el jefe de la Iglesia, y su «gobierno» es un asunto, sobre todo, del Espíritu Santo. El Papa no es más que un instrumento, un sustituto, tan eficaz como dócil a las inspiraciones de lo Alto. Ahora, desde la perspectiva evangélica, tan diferente a la del «mundo», el primado no va nunca a los sanos, sino a los enfermos; no va a los orgullosos sino a los humildes; no va a los grandes sino a los pequeños. Nadie es cristianamente (pero, en el fondo, tampoco humanamente, como demuestran los hechos) más «eficaz» que un pontífice como este, al que la progresión del parkinson y las demás heridas de la carne van transformando en un tronco doblado y mudo, pero cuyo espíritu sigue indómito y su mirada fija en aquel cuya Pasión debe testimoniar. «Este, para la Iglesia, no es un tiempo de crisis sino de gracia», me ha dicho alguien que ha podido ver el montón de cartas, telegramas e imails apilados sobre una mesa junto a la cama del Gemelli. Una solidaridad coral, conmovedora (muchísimos enfermos que ofrecen por él sus sufrimientos) que da testimonio de cómo el instinto de la gente comprende lo elevado, precisamente ahora, del «gobierno» que Juan Pablo II asegura a su Iglesia. Y se ha comprendido también la solidez de roca de un abandono total a la providencia: «Hágase la voluntad de aquel Jesús que me ha querido, aunque indignamente, al timón de la barca que confió a Pedro que también le había renegado».
Dice bien el cardenal Sodano: «La decisión pertenece a la conciencia del Papa». Esa conciencia, efectivamente, ya ha decidido y, puedo confirmarlo, al menos en un futuro previsible no se lo replanteará: el bien de la Iglesia pasa hoy a través del calvario de un vicario que lleva cada día la Cruz que Jesús arrastró hasta la cima del Gólgota. (Trad. M.Velasco)