El corazón en la vida cristiana
Dice el Catecismo de la Iglesia (2563) que el corazón es el lugar de la verdad, del encuentro y de la Alianza. En el corazón tiene lugar aquella comunión con Dios y con los demás que constituye el fin del hombre, y de la cual deriva la integración lograda de la persona, en su cuerpo y en su espíritu. Con otras palabras, en el hombre hay una unidad ontológica, sustancial, de cuerpo y espíritu, pero luego hay una unidad moral que nos toca acometer...
El corazón en la vida cristiana
Dice el Catecismo de la Iglesia (2563) que el corazón es el lugar de la verdad, del encuentro y de la Alianza. En el corazón tiene lugar aquella comunión con Dios y con los demás que constituye el fin del hombre, y de la cual deriva la integración lograda de la persona, en su cuerpo y en su espíritu. Con otras palabras, en el hombre hay una unidad ontológica, sustancial, de cuerpo y espíritu, pero luego hay una unidad moral que nos toca acometer como tarea y pedirla como don. Esta es la unidad que encuentra su símbolo en el corazón. De ahí que el verdadero corazón, el cor cárneum (corazón de carne) de Ezequiel (36, 26), se realiza en virtud del amor divino, y produce en el hombre tres efectos simultáneos: superarse, conocerse, e integrarse. Respecto al corazón, la contemplación es la síntesis y el fruto de este triple ejercicio que tiene lugar en él, y que lo convierte en cor cárneum, cor novum. Por eso el Catecismo describe la contemplación como el ejercicio de recoger el corazón, recoger todo nuestro ser bajo la moción del Espíritu Santo, habitar la morada del Señor que somos nosotros mismos, despertar la fe para entrar en presencia de Aquel que nos espera, hacer que caigan nuestras máscaras y volver nuestro corazón hacia el Señor que nos ama para ponernos en sus manos como una ofrenda (2711).
Sin embargo, para que el corazón permanezca entero y abierto a Dios necesita desligarse de ataduras terrenas, hilillos sutiles (san Josemaría), apegos mundanos, fuerzas que lo insensibilizan y abotargan: sus corazones se han se ha vuelto sebosos como el tocino (incrassatum est sicut adeps cor eorum, salmo 118, 70). De ello depende nuestra fidelidad a Dios y nuestra realización como personas. Es muy ilustrativa a este respecto la doctrina del Catecismo de la Iglesia sobre la castidad. La define como un dominio de sí ordenado al don de sí (2346), un control de los sentidos que está intrínsecamente ordenado a la integridad o totalidad del don (cfr 2337). Tales razones no sólo valen para la castidad, sino para toda la vida cristiana. Además, el hecho de que esta enseñanza se inscriba en el contexto del amor erótico pone de manifiesto la esencia de la ascética cristiana, que consiste en último término en participar en el amor esponsal por el cual Cristo se une a su Iglesia.
Concupiscencia de los ojos y cultura audiovisual.
En el cristiano corriente este afán contemplativo se caracteriza por tomar ocasión de las cosas del mundo para entrever en ellas a Dios. Se trata de un ascetismo eminentemente constructivo e integrador, pues no rechaza en bloque aquellas circunstancias y estructuras enrarecidas por el pecado, infectadas por el egoísmo, sino que procura sanarlas desde dentro. No obstante es obvio que proceder así requiere un riguroso sentido crítico, para discernir lo que es conforme con el Evangelio y lo que es rechazable. La contemplación en medio del mundo, por consiguiente, es inseparable de este ejercicio crítico, que compagina vida interior y empeño cultural. En este sentido debemos reflexionar sobre cómo influyen las nuevas tecnologías y el mundo audiovisual en el temple de un cristiano que aspira a la santidad.
La llamada era de la información ofrece posibilidades maravillosas de humanizar la sociedad y de estrechar vínculos entre hombres de todas clases pero, como sabemos, también plantea nuevos y graves problemas éticos. Aparte de una mayor facilidad para difundir noticias e imágenes abiertamente inmorales, estas tecnologías pueden fomentar, paradójicamente, una actitud individualista cerrada a toda verdadera comunicación. Es lo que los antiguos llamaban curiósitas o falta de moderación en el deseo de conocer, desordenado apetito por estar informado de todo. Sin embargo es distinto saber que estar informado. La verdad no es un dato, ni siquiera la suma de todos ellos, sino un compromiso personal con la realidad, y en última instancia con Nuestro Señor: Ego sum véritas ... quien es de la verdad escucha mi voz (Juan 18, 37). En realidad el deseo descomedido de información no obedece al afán de saber, sino más bien de poder, de dominio, de disfrute; es una comunicación que se cierra a la comunión, y por eso mismo es fraudulenta. La ciencia hincha, la caridad edifica (1 Cor 8,1).
La causa de esta deformación se encuentra en un uso puramente utilitarista de estos medios. El utilitarismo moderno tiende a valorar las cosas por encima de las personas, y a tratar a éstas como a aquéllas (cfr Juan Pablo II, Carta a las Familias 13), de modo que la dinámica del consumismo (comprar - tener - gastar - usar) sofoca el encuentro interpersonal. En este contexto los medios de comunicación se aprecian más por su utilidad técnica que por su fin último, que es la relación con otras personas. La comunicación se reduce a información, entendida ésta como abundancia indiscriminada de datos, que más que ayudar, muchas veces desorientan y abruman. Solicitado por tanto reclamo audiovisual, el corazón humano se ve atrapado en una red de deseos vanos y necesidades ficticias que le asfixian, y le dificultan encontrarse con Dios: quien no recoge conmigo desparrama (Lucas 11, 23).
Para entender este fenómeno vale la pena reflexionar sobre el carácter visual que se atribuye comúnmente a nuestra cultura. Es cierto que el órgano propio de la posesión es la mano, a la cual corresponde el sentido del tacto. Sin embargo el sentido de la vista representa otro modo de posesión, ciertamente intencional, pero de una refinada eficacia e inmensa amplitud, ya que la mirada anticipa la posesión y la intensifica. Enseña la Psicología que la vista es el sentido recapitula a todos los demás. Los cinco sentidos externos se organizan escalonadamente incluyéndose los unos en los otros, de modo semejante a las matrioskas rusas, esas muñecas que se guardan una dentro de la otra. Así, el tacto está como incluido en el gusto, el gusto en el olfato, el olfato en el oído, y el oído en la vista. Por eso un sonido puede evocar un sabor, un sabor insinuar un tacto, una música suscitar gustos y, sobre todo, la vista puede recrear y excitar todos las sensaciones. En este fenómeno psicológico se basa la llamada "realidad virtual", que pretende evocar todo un mundo alternativo basado en la sola sugestión de las imágenes, las cuales alcanzan hoy, como es sabido, un grado de verismo asombroso. Este mundo audiovisual confiere a nuestra mirada un poder antes desconocido, para bien y para mal: nos trasladamos a lugares lejanos, vivimos experiencias insólitas, gustamos virtualmente de placeres nuevos y curiosos y, lo que es más importante, nuestro poder de adherirnos afectivamente a personas y objetos se desorbita. Y así, cuando la mirada es irresponsable o frívola, tales imágenes despiertan deseos de una intensidad antaño desconocida ---pensemos en el fenómeno de la anorexia---, sacuden hondos resortes del subconsciente, crean necesidades ficticias, inculcan ideologías, modelan conciencias, dominan voluntades. Es la versión actual de la concupiscencia de los ojos, que menciona san Juan en su primera carta (2, 16).
En estas circunstancias resulta evidente que tomarse en serio la vocación cristiana (o lo que es lo mismo, aspirar a la santidad) exige el cultivo una rigurosa, creativa y típicamente moderna austeridad audiovisual ; una sobriedad que comienza por los sentidos (internet, imágenes, pantallas, cine) y se extiende al uso de tantos instrumentos sofisticados que hoy nos brindan las nuevas tecnologías. Como todas las cristianas, esta virtud es eminentemente positiva ya que está al servicio de una visión más profunda: se trata de mirar menos para ver más.
Aparte de su dimensión mística, la ascética de la mirada representa un inestimable ejercicio de sensibilidad estética, tanto más cuanto que hoy el peligro de la trivialidad, la ramplonería, el gusto kitsch, la telebasura, etc., acechan por doquier. Hasta el más agnóstico de los ciudadanos, si realmente ama la belleza, necesitará purificar la mirada, y purificarla recia, habitual, metódicamente. Sólo así se trasciende la mirada táctil, típica de la modernidad utilitarista, que es la mirada-mano, que toca, mide, usa, gasta, posee, etc., para llegar a la mirada-rostro, la que admira, respeta y dialoga. En efecto, cuanto menos miro las cosas más veo a las personas, porque el mirar educa el ver: según lo que miras habitualmente así es lo que ves espontáneamente. La disciplina de la mirada nos ayuda así a caer en la cuenta de las personas, como el buen samaritano: la historia de cada uno, su dolor, su misterio, su vocación. Y en estas personas que nos rodean entrevemos a Jesucristo que nos sale al encuentro. Aquí estriba el quid divinum que, según san Josemaría, toca a cada uno descubrir. El punto 283 de Camino lo resume del siguiente modo:
Distraerte. -¡Necesitas distraerte!..., abriendo mucho tus ojos para que entren bien las imágenes de las cosas, o cerrándolos casi, por exigencias de tu miopía...
¡Ciérralos del todo!: ten vida interior, y verás, con color y relieve insospechados, las maravillas de un mundo mejor, de un mundo nuevo: y tratarás a Dios..., y conocerás tu miseria..., y te endiosarás... con un endiosamiento que, al acercarte a tu Padre, te hará más hermano de tus hermanos los hombres.