Levante-EMV 16-2-05
En el mundo político y mediático se ha producido un gran revuelo con las palabras del Papa referidas a España durante la visita ad limina de un grupo de obispos de nuestra tierra. No sé si no han leído bien, si escuece porque es cierto lo que afirma el pontífice o si hay verdaderamente una persecución contra lo católico. Quizá un poco de todo.
Se ha dicho que no se puede culpar al Estado del laicismo y que la fe no pertenece al Estado, sino a las personas. Cierto: a las personas que, si quieren libremente ser católicos aceptarán íntegra la fe tal como la Iglesia la propone. La fe -tanto su contenido o depósito, como la virtud por la que creemos- no se hace a la carta, sino que arranca de la revelación de Dios que la ha confiado al magisterio de la Iglesia. Precisamente, para evitar interpretaciones parciales, subjetivas o mutiladas. Es muy verdadero aquel adagio: donde está Pedro, allí está la Iglesia.
Pero, además, el Papa ni siquiera ha mencionado al Estado ni como garante de la fe ni como culpable del laicismo. Tampoco al Gobierno de la nación -que no hay que confundir con el Estado-, a pesar de sus reiteradas proclamas en torno a su ideal laico, sólo se ha referido al gobierno para instarle a cumplir los Acuerdos Iglesia-Estado. Aunque la cita sea un poco larga, vale la pena recoger lo que ha dicho exactamente Juan Pablo II: «En el ámbito social se va difundiendo también una mentalidad inspirada en el laicismo, ideología que lleva gradualmente, de forma mas o menos consciente, a la restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su expresión pública. Esto no forma parte de la tradición española más noble, pues la impronta que la fe católica ha dejado en la vida y en la cultura de los españoles es muy profunda para que se ceda a la tentación de silenciarla. Un recto concepto de libertad religiosa no es compatible con esa ideología, que a veces se presenta como la única voz de la racionalidad. No se puede cercenar la libertad religiosa sin privar al hombre de algo fundamental».
Los que se han sentido aludidos, pueden reflexionar si la referencia va para ellos o no, porque es claro que no cita a nadie en concreto, sino a ese fundamentalismo laicista que se presenta como una nueva religión y que priva de libertad. Es más, en el mismo discurso, habla de que en los últimos años -no en los últimos meses- «han cambiado muchas cosas en el ámbito social, económico y también religioso, dando paso a veces a la indiferencia religiosa y a un cierto relativismo moral, que influyen en la práctica cristiana y que afecta consiguientemente a las estructuras sociales mismas». ¿Culpables? Pues quizá, en primer lugar, los propios católicos por no vivir coherentemente su fe. Pero no hay que olvidar que el ambiente, el permisivismo, las leyes, el consumismo, la educación, los medios de comunicación, etc. influyen, y mucho.
Se ha ridiculizado al Papa por el asunto del plan hidrológico, aludiendo a que es un tema técnico, y el Papa no ha hablado de ningún plan, sólo ha dicho que «siendo ésta (el agua) un bien común no se puede despilfarrar ni olvidar el deber solidario de compartir su uso». Y ha añadido para todos: «Las riquezas no pueden ser monopolio de quienes disponen de ellas, ni la desesperación o aversión pueden justificar ciertas acciones incontroladas de quienes carecen de las mismas». Pura doctrina social, que no entra en soluciones técnicas ni políticas.
Sin embargo, Juan Pablo II sí que ha recibido la aversión de quienes han creído ver en su discurso algo contra ellos. O sencillamente la de quienes aprovechan cualquier circunstancia para decir contra el Papa lo que no afirmarían de muchos otros líderes religiosos de menor implantación en nuestro país.
No es hora de guerras de religión, ni siquiera por la prisa de un titular o la necesidad de declarar sobre lo desconocido. Es tiempo de libertad, tolerancia y respeto. Y de sosiego, de reflexión, de paz. Hay muchos temas en los que discrepamos, pero se puede hacer sin herir, con un estudio serio. Los católicos -y este Papa es un modelo- no podemos entrar al insulto y a la descalificación, aunque sí debemos exponer con valentía la integridad de nuestra fe. Y, sobre todo, tratar de vivirla. Tal vez en este momento, repitiendo con la voz, el corazón y las obras: «Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón» (Camino, 573). Incluso podemos hacerle llegar este cariño a través de la Nunciatura Apostólica en Madrid (Avda de Pío XII, 46 - E-mail: [email protected]).
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