¿Cuál puede ser hoy el valor del sentido del humor frente a los acontecimientos graves y serios por los que atraviesa la Humanidad? ¿Se puede reír uno en España? ¿Podemos reivindicarlo sin ser acusados de vanos y superficiales? Sabios y santos lo han defendido haciéndolo vida e intentándolo hacer vivir. Pensadores, escritores y filósofos han dejado elocuentes citas sobre él. ¿Para qué sirve el humor?; ¿es necesario?; ¿es aconsejable?
Existen dos formas de ver la vida que se contradicen o se complementan, según el modo en que se aborde la cuestión. Uno diría: el humor es la reacción del superficial, del que no sabe tomarse la vida en serio, del que no es capaz de llegar a los profundos fundamentos que la conforman, del que se evade cobardemente de ella. El otro diría: el humor es la atmósfera indispensable para que se den las virtudes, el signo inequívoco de madurez, la forma más realista de enfrentarse a la vida. Ambos tienen razón. El resultado del sentido del humor es la sonrisa, y su hermana mayor, la risa. Reír es un verbo; lo importante aquí está en analizar el complemento directo, es decir, de qué se ríe uno, o de quién se ríe uno.
De qué nos reímos
Los niños, y más si viven en familia con muchos hermanos, suelen tomar a uno de los más pequeños como diana de gracias. Todo lo irrisorio recae sobre él, las bromas ligeras y pesadas. En una ocasión –las mejores ocasiones son aquellas en las que nadie se puede mover del sitio, es decir, las comidas–, unos hermanos habían descargado un aluvión impresionante de bromas al más pequeño, de tal forma que le habían hecho llorar. Salió en defensa el padre de familia: «Os voy a contar una historia –les dijo–. Existía un planeta en el que sus habitantes carecían de sentido del humor.
Los grandes mandatarios de su Gobierno enviaron varias naves extraterrestres por el universo para buscar un planeta donde supieran reír, y aprender de ellos. Así llegó una de ellas a la Tierra, en concreto a nuestra casa, y observaron con satisfacción que los terrícolas sabían reírse. Al cabo de poco tiempo, regresaron a su planeta cabizbajos. En el informe intergaláctico escribieron: En la Tierra se ríen, pero no merece la pena aprender, porque sólo saben hacerlo unos de otros».
Si analizamos, no tanto las veces en que una persona ríe al día, sino cuál fue la gracia que causó la carcajada, empezaremos a entender la diferencia entre los dos puntos de vista que se proponían al principio. La risa fácil, aquella superficial, es la que hace alejar al hombre de su prójimo. Las tomas falsas, las cámaras ocultas, los vídeos de primera, que a todos han hecho reír alguna vez, son ejemplo de un humor que se podría definir de primer nivel. No es reflexivo ni inteligente, a primera vista, no es dañino, pero en realidad fomenta en la persona una actitud negativa hacia los demás.
El que se ríe de la caída de una persona, por muy graciosa que sea la panzada, demuestra, primero, que no tiene dominio personal y se deja llevar de lo espontáneo –la risa en esos momentos lo es–; pero, además, no está mirando al otro, se mira a sí mismo en una reacción egoísta: le hizo gracia la desgracia ajena. Es una reacción causa-efecto que se produce en el plano del subconsciente, pero que se educa mediante la reflexión. El psiquiatra José María Sémelas aclara que «es la propia inteligencia la que, ejerciendo el buen sentido del humor, selecciona el ejercicio de la risa como producto de la reflexión y elige el momento de ejecutarla». Muy diferente sería, en el mismo caso de la caída de una persona, que fuera ella misma quien comenzara a reír. No sería, por tanto, una respuesta del subconsciente, el efecto no es fruto de tal causa: aquella risa ha necesitado de una reacción inteligente. Entonces corresponde al segundo punto de vista, es una actitud madura.
Dentro de una pedagogía del humor, entra de lleno, por la puerta grande, el aprendizaje indispensable de la automofa, es decir, aprender a reírse de sí mismo. La profesora Mary Ángeles Martínez del Pozo, de la Universidad de Valladolid, ha presentado recientemente una investigación sobre El sentido del humor en la pedagogía de Tomás Morales, en este estudio se analiza el sentido del humor como característica fundamental en la educación, basándose en la experiencia del jesuita padre Tomás Morales, que dedicó su vida a la formación de jóvenes hasta finales del último siglo. Cuando la profesora hace mención al educador, podemos extenderlo a cualquier persona, ya que, al fin y al cabo, todos somos educadores, aunque sólo sea de nosotros mismos. El hombre llega a ser sabio cuando aprende a reírse de sí mismo, y para aprender esta lección, según la profesora Martínez, se necesitan educadores con sentido del humor: «En el educador, el sentido del humor es una cualidad indispensable, unida a la reflexión, la constancia, la responsabilidad, la paciencia y la clarividencia».
«Tómate el pelo y serás feliz. Con esta máxima –comenta la profesora Martínez del Pozo– resumía el jesuita Tomás Morales la actitud madura ante la vida, la más inteligente. Se trata de una pedagogía que enseña la posibilidad del control de uno mismo como primer paso, utilizando un aliado muy simpático, el sentido del humor».
Qué es el humor
Humor fino e inteligente es el del profesor que, cada día, cierra la puerta del aula tras de sí, para intentar dar clase de y aquí cada cual incluya la materia, con el fin de educar. Humor es lo que necesita el padre o la madre de familia que ya no sabe en qué idioma decirle a su hijo, otra vez, que, si continúa con su comportamiento, se hará daño. Humor es el que demuestran los casi tres millones de misioneros en el mundo cuando, cada mañana, se sumergen en una cultura que no es la suya para extender la fe, que es de todos. Humor, en fin, es lo que debe practicar cada cual para crecer cada día cuando, una vez más, se mira en el espejo recién levantado y se enfrenta a la realidad con una sonrisa.
«El buen humor o sentido del humor –analiza la profesora Martínez– se define como la facultad de captar y manifestar lo cómico y lo discretamente ridículo. El sano humorismo se define como el género de ironía en el que predomina el buen humor». Aquí se desvanece un concepto superficial del humor, para reconocer que se trata de una capacidad de captación, de una sensibilidad ante la realidad de forma objetiva. «El educador –continúa explicando– ha de ser modelo viviente de aquello que intenta trasmitir y, según esto, citando al padre Morales, será mejor o peor forjador de hombres».
Realidad objetiva
La vida es una tragedia si se contempla de cerca, pero una comedia si se ve desde un plano general de conjunto. Porque, de igual forma que el pintor se aleja del lienzo para captar las proporciones y perfilar matices, la persona mediante la captación de lo cómico, se aleja de lo inmediato para captar las proporciones reales de los hechos. «Especificando las situaciones en las que el educador debe recurrir al buen humor –concreta la profesora Martínez del Pozo–, destaco estas pautas recogidas en una de las obras del padre Morales, Laicos en Marcha: A los jóvenes hay que dejarles hablar siempre, darles la razón cuando la tengan, ofreciéndoles nuevos motivos para apoyarla y, con mucha paciencia y buen humor, aclararles las ideas que el ambiente de la calle o sus propias pasiones les contagian; enseñarles a contemplar el edificio desde todas sus fachadas». La profesora continúa explicando que el educador no lo es porque trasmita conocimientos, sino porque estimula al otro a descubrir la verdad por sí mismo. En este punto, se debe renunciar a la prisa, ya que se requiere un esfuerzo de paciencia y buen humor.
Humor en las correcciones
Para nadie es grato corregirse de un defecto; menos aún recibir una corrección. Aquí es donde entra en escena de forma más original la pedagogía del humor. «El educador puede beneficiarse del potencial del sentido del humor –apunta la profesora Martínez– para facilitar la asimilación de ideas nuevas, para validar y reforzar las correctas y para suavizar la tensión que pudiera generar el tener que decir a alguien, directa o indirectamente, que está equivocado». De esta forma, se produce en la persona una reacción recíproca. Se comprende, se asimila y se recibe la corrección con un toque de benevolencia hacia la otra persona. Este ejercicio no es de fácil aplicación, es más, tiene sus límites, ya que, si no se trata de un humor sano, se obtiene la reacción contraria de rechazo y repulsa. Aquí es donde se revela el verdadero maestro del buen humor.
La medida para saber si una persona tiene sentido del humor verdaderamente y, por tanto, que será capaz de aplicarlo hacia los demás, es la capacidad que demuestra de reírse de sí mismo. Los principales obstáculos serán, pues, el orgullo y el amor propio. Sería lo mismo decir que una persona que quiera tener buen humor y poder aplicarlo, debe defenderse y luchar contra su amor propio y su orgullo. Quizá por eso alguien afirmaba que las cuatro grandes virtudes cristianas son la fe, la esperanza, la caridad y el buen humor. Como ya se ha dicho, todos somos educadores, el maestro, el jefe, el padre y la madre, o el apóstol. Unos por su profesión, los que se ganan la vida en las aulas de colegios, institutos y Facultades, o tienen cargos de responsabilidad en otras áreas; otros por ley de vida, aquellos que han decidido crear una familia; otros por misión, los que dedican su vida en pleno al servicio del Evangelio en un trabajo directo con las personas; y todos por vocación, los cristianos de manera más específica por el Bautismo que nos proclama apóstoles; pero todo ser humano lo es en la medida que decide progresar cada día, convirtiéndose en educador de sí mismo. Se necesita, por tanto, una pedagogía completa en la que es imprescindible el sentido del humor.
Carmen María Imbert
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