Es muy frecuente la cita de esta virtud en boca de políticos, artistas, deportistas, etc. Diríamos que es políticamente correcto hacerlo. Y es bueno, porque se trata de una virtud muy básica, que ha adquirido con el cristianismo su vigencia y significación actuales. En el mundo romano era simplemente bajeza de nacimiento, humillación, algo despreciable. De hecho, el diccionario de la RAE recoge esta acepción en segundo término, siendo ésta la primera: «Virtud que consiste en el conocimient...
Es muy frecuente la cita de esta virtud en boca de políticos, artistas, deportistas, etc. Diríamos que es políticamente correcto hacerlo. Y es bueno, porque se trata de una virtud muy básica, que ha adquirido con el cristianismo su vigencia y significación actuales. En el mundo romano era simplemente bajeza de nacimiento, humillación, algo despreciable. De hecho, el diccionario de la RAE recoge esta acepción en segundo término, siendo ésta la primera: «Virtud que consiste en el conocimiento de las limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento». Esta significación se aproxima más a la que daría un tratado de moral, por ejemplo: «Virtud derivada de la templanza que nos inclina a cohibir o moderar el desordenado apetito de la propia excelencia, dándonos el justo conocimiento de nuestra pequeñez y miseria, principalmente en relación a Dios».
Yo no sé si los que aluden habitualmente a esta palabra lo hacen al menos con el sentido explicitado en el diccionario. Quiero pensar que sí, y sería un buen ejemplo para la ciudadanía. Pero me viene una maldad al pensamiento. Hace muchos años, un buen amigo mío, que ya no vive, exclamó mientras leía un diario: ¡qué querrán estos que hablan tanto de libertad! No sé si la sospecha que expresaba tenía fundamento: tal vez no. Pero he recordado este pequeño suceso por si se cita la humildad como simple moda. Sería mucho mejor ahondar en ella para vivirla seriamente. Es el cimiento de la vida cristiana, pero también de la vida cívica y social. Es una de las muchas aportaciones que la fe cristiana ha hecho a la ciudad terrena.
Puede leerse en el libro de los Proverbios: «Donde hay soberbia, habrá ignominia; donde hay humildad, habrá sabiduría». No sé si se inspiraría aquí Ernest Hemingway al decir que «el secreto de la sabiduría, del poder y del conocimiento es la humildad». También es muy aprovechable la enseñanza de un judío español de finales del siglo XII: «con humildad se desarrolla la capacidad de admitir equivocaciones, ya que se elimina el miedo a sentir que uno no vale nada».Se puede ir observando en estos textos, en mayor o menor medida, que la humildad es algo más que una actitud educada; es un valor de fondo que configura a la persona en el convencimiento de sus limitaciones y errores, que, en consecuencia, evita la altanería, hace capaz de sinceridad y espíritu de servicio verdaderos, facilita el perdón y la comprensión, prepara para ponderar los juicios sin ira o precipitación, lleva a no hablar mal de nadie, al aprecio de las cualidades ajenas...
Refiriéndose a la soberbia, escribió San Josemaría que «no se trata sólo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos -sigue diciendo-, porque éste es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos». Habla, evidentemente, desde el punto de vista cristiano, pero no me aparto de la verdad si afirmo que estas palabras sirven para cualquier ámbito de la vida humana que, dicho sea de paso, el cristianismo siempre recoge y eleva. No se piense que el comportamiento humilde supone o produce baja en la autoestima, al contrario: al situarla en la verdad, sosiega, no tiene en menos la solicitud de ayuda y facilita la coherencia. Lo que sí evita es la vaciedad, la superficialidad, el llenado de palabras huecas que engañan.
Hay muchos índices para examinar la falta de humildad. El número 263 de Surco da unos cuantos. Sólo citaré algunos no expresados anteriormente: pensar que siempre se tiene razón, la tozudez excesiva, despreciar el punto de vista de los demás, no reconocerse indigno para muchas cosas, citarse a sí mismo como ejemplo, la autocomplacencia en la alabanza, el dolor por las virtudes de otros, el deseo de singularizarse, etc. etc. O aquello tan intencionado de San Agustín: «la simulación de la humildad es soberbia».
No sé si es ésta la humildad mencionada por los hombres públicos -en cualquier modo en que lo sean-, pero yo me conformaría con ayudar a reflexionar a alguno y a mí mismo. También ofrezco una receta, que no es mía, y es camino positivo a la humildad: «Darse sinceramente a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría» (Forja, 591). O su antítesis: «La mayor parte de los que tienen problemas personales, los tienen por el egoísmo de pensar en sí mismos» (Ibidem, 310).