Nunca he pasado una Navidad en Iraq. Regresé antes, cuando el contingente de la Brigada Multinacional Plus Ultra I, al que yo pertenecía, era relevado en el mes de diciembre. En la mañana del 19 de ese mes, el último grupo de aquella primera Brigada pisaba de nuevo suelo español; primero en Almería, que con un día frío y soleado recibió a los legionarios, y, en la última escala, el aeropuerto de Santiago, donde desembarcamos el resto del grupo. Allí nos aguardaban también nuestros seres queridos...
Nunca he pasado una Navidad en Iraq. Regresé antes, cuando el contingente de la Brigada Multinacional Plus Ultra I, al que yo pertenecía, era relevado en el mes de diciembre. En la mañana del 19 de ese mes, el último grupo de aquella primera Brigada pisaba de nuevo suelo español; primero en Almería, que con un día frío y soleado recibió a los legionarios, y, en la última escala, el aeropuerto de Santiago, donde desembarcamos el resto del grupo. Allí nos aguardaban también nuestros seres queridos, bajo una implacable lluvia que hacía ansiar aún más el calor del hogar ausente durante cuatro meses y recrearme en esa sensación inefable que produce la llegada de la Navidad y el indecible agradecimiento a Dios que a uno se le escapa al poder celebrarla, de nuevo, en familia, con profunda y serena alegría.
Allá quedaban nuestros compañeros que nos relevaron y que pasarían la Navidad lejos de sus seres queridos. Uno de ellos, el comandante Pérez García, de la Guardia Civil, buen amigo y compañero mío, que fue herido mortalmente, no mucho después de esas entrañables fechas, jamás volvería a celebrar la Navidad en este mundo.
Hoy, cuando se cumple un año de todo aquello, reviven en mi memoria estos recuerdos, y hasta me invade una extraña sensación de nostalgia. Pero viene también a mi mente en estas fechas un pensamiento no menos penetrante: el de la Navidad que estarán celebrando tantas comunidades cristianas en países en los que, cuando menos, constituyen una minoría, cuando no son objeto de intransigencias, obstrucción a sus prácticas religiosas e, incluso, determinadas formas de persecución.
Destaca en mi mente, de forma irremediable, la angustiosa situación en que viven los apenas seiscientos mil cristianos iraquíes, casi todos católicos caldeos. Es cierto que hay otros muchos países, sobre todo de mayoría musulmana, donde la presencia cristiana es bastante más exigua, pero no con el clima de violencia que se vive hoy en Iraq, en donde no han faltado ataques directos de grupos radicales islamistas contra la comunidad cristiana. De hecho, tenemos ya el triste ejemplo de esos 40.000 cristianos iraquíes que han abandonado el país, la mayoría con rumbo a Siria –donde unas 4.000 familias se han registrado como refugiados–, según publicaba Aceprensa hace un par de meses, atemorizados por los sangrientos atentados sufridos a principios de agosto de 2004 y que costaron decenas de vidas. Después de estos hechos se han producido nuevos ataques de radicales contra templos cristianos, en un país de los más tempranamente evangelizados, y posteriormente sometidos por el Islam, que aún conservan una cierta implantación cristiana. Puede decirse que la iraquí es una comunidad católica antiquísima, que tiene sus raíces en las antiguas Asiria y Babilonia, por lo que, paradójicamente, Iraq es su tierra desde mucho tiempo antes de que naciera el Islam. Aun así, existen fenómenos más tristes, como el de Etiopía, país cristiano que pagó su tolerancia frente a las primeras incursiones musulmanas con su aplastamiento a manos del imparable afán conquistador islámico.
El hecho que cambió la Historia
Uno no puede evitar el observar perplejo nuestra realidad actual –tal vez de forma más acusada en la presente Navidad–, en que todo lo tradicionalmente propio de estas fechas se trivializa y se le despoja de ese revestimiento cristiano que le da su verdadero sentido. Se han hecho chistes con eso de las Navidades laicas, pero constituye una triste realidad. Absurdamente, por doquier nos hablan de la magia de la Navidad, a veces ni se menciona la Navidad, y se sustituye por el término Fiestas, mucho más laico; se nos incita al consumo, a viajar, a recibir el año nuevo de la forma más festiva posible... Pero para muchos pasa desapercibido que todo eso carece de sentido si no es porque recordamos, año tras año, celebrándolo, el acontecimiento más grande de la historia de la Humanidad: la venida al mundo de Jesucristo, Dios mismo hecho hombre, que cambió para siempre el rumbo del peregrinar humano a lo largo de los siglos, como único e irrepetible punto de inflexión.
Por el contrario, mientras los Belenes y Misterios se venden en las tiendas a precios de saldo, muchos se avergüenzan de representar los tradicionales nacimientos en lugares públicos y privados, otros no quieren que los niños canten villancicos para no herir susceptibilidades –¿de quién?, porque en bastantes países musulmanes se celebra la Navidad–, y a otros –en un laicismo más auténtico– ni siquiera les sirven los adornos de siempre. A fuerza de repetirlos año tras año, probablemente las bolas y guirnaldas, e incluso el propio árbol, se hayan ganado a pulso las fundadas sospechas de formar parte de la iconografía cristiana.
Y contemplando este panorama, no puedo por menos de volver la mirada de nuevo a ese pueblo iraquí, tan ansiado de una paz que no consigue alcanzar, y especialmente a ese puñado de cristianos que, si no celebran la Navidad de forma más ostensible, no es porque les tilden de poco laicos o se avergüencen de sus creencias, sino para no volar por los aires en un atentado islamista. Y, aun así, habrán desafiado los riesgos de la noche iraquí participando en la Misa del Gallo, y se habrán reunido para celebrar, en familia y en comunidad, un acontecimiento cuyo significado, a diferencia de tantos cristianos occidentales, conocen perfectamente.
Al igual que tantas comunidades cristianas minoritarias en otros países, los cristianos iraquíes nos están dando un ejemplo de coherencia y valentía, porque para ellos celebrar la Navidad reviste caracteres de indiscutible heroísmo, que Dios sabrá pagar. Y nosotros, sin cantar villancicos para no molestar.
Eduardo Martínez Viqueira (Alfa y Omega)