«Peor que vivir sin raíces es ir tirando, como sea, para sobrevivir sin futuro». Con esta frase concluye el prólogo del impresionante libro que, bajo el título Sin raíces y con el elocuente subtítulo Europa, relativismo, cristianismo, Islam, acaban de escribir, a una, el cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y el profesor Marcello Pera, catedrático de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Pisa y actualmente Presidente del Senado italiano. Un hombre de Iglesia y un hombre de Estado confrontan su riguroso análisis sobre la actual situación espiritual, cultural y política de Occidente, y, de modo muy particular, de Europa. Desde distintos, pero complementarios puntos de vista, convergen sustancialmente sobre las causas de las crisis y sobre los posibles remedios:
El cardenal Ratzinger y el profesor Marcello Pera
La Europa de los 25 ha firmado un Tratado constitucional que, ya en su propio título, es un auténtico jeroglífico. Años y años de retórica sobre la reunificación del continente, y resulta que tiene problemas hasta para ampliarse. Los europeos no nos entendemos, ni sobre Iraq, ni sobre la ONU, ni sobre América, ni sobre Estados Unidos, ni sobre Oriente Medio, ni sobre el terrorismo, ni sobre la inmigración, ni sobre Turquía, ni sobre el aborto, ni sobre la vida, ni sobre la muerte. No es de extrañar en una Europa convocada a definir su identidad, pero que renuncia a reconocer sus propias raíces; una Europa que se llena la boca de palabras vacías y rimbombantes y que, para no llamar a las cosas por su nombre, se ha inventado un lenguaje políticamente correcto; una Europa que cacarea presentándose como laica, mientras practica, de manera férrea y arrogante, el dogma de una ideología laicista beligerante. Ha escrito el profesor Pera: «Ningún intento serio de reflejar los cambios de época ha podido prescindir en Europa del cristianismo, lo que demuestra que el cristianismo constituye el nervio más vital y la columna vertebral de toda la historia de Occidente. El pensamiento débil hoy dominante piensa –es un decir–, a propósito de las creaciones universales de Occidente, que ninguna de ellas tiene valor universal, y pregona que exportarlas sería un acto de imperialismo» –ya estamos en el lenguaje políticamente correcto, que, hablando en plata, se llama censura–. Una especie de neolengua que Occidente –mejor dicho, los que cortan o quieren cortar, o quieren seguir cortando el bacalao en Occidente– se ha inventado para consensuar o insinuar, pero no para decir sí o para reconocer la realidad. Al profesor Pera esta reeducación lingüística le parece inaceptable. Y denuncia tres consecuencias prácticas: la influencia negativa del relativismo postconciliar en la teología cristiana, que ayuda a explicar la actual debilidad de la Iglesia y que está en la base misma de la batalla perdida del reconocimiento de las raíces cristianas de Europa; el malestar de Europa, rica pero llena de incertidumbre y de impotencia para resolver el problema de la propia identidad y de su futuro; y, finalmente, el aburrimiento de Occidente hacia sus propios principios y valores. ¡Cuánta hipocresía, la de quienes no quieren ver ni decir, para no verse comprometidos; la de los que ven pero no dicen, para no parecer políticamente incorrectos; la de quienes dicen a medias y piden complicidad sobre el resto, para no asumir demasiadas responsabilidades; la de quienes no quieren ver un Islam transformado en neofundamentalismo y creen, equivocadamente, que de una confrontación imprescindible tiene que surgir siempre una guerra!
El relativismo de estos contextualizadores se viste de varias formas y nombres: pensamiento débil, pensamiento post-iluminista, pensamiento sin fundamentos, pensamiento sin verdad, deconstructivismo, el marketing, señala el Presidente del Senado italiano, es variado, pero el target, el mensaje, es siempre el mismo: se trata de ganar prosélitos para la idea de que no hay valores universales, no hay fundamentos para esos valores, no existe la verdad. Ahí están, los budas de este relativismo, los Huntington, Derrida, Nietzsche, etc. Derrida, hablando del 11 de septiembre, incapaz de escapar del problema de cómo combatir el terrorismo, acaba refugiándose en la ONU, ¡magnífica solución!; sólo que falta un pequeño detalle: ¿cómo es posible apelar a una institución internacional de Derecho, a un tribunal internacional de justicia, si antes se ha deconstruído el Derecho, la justicia y la democracia? Hasta el deconstructor más osado, si tala las ramas en las que está sentado, se cae.
El relativismo –ha escrito el cardenal Ratzinger– se ha convertido, en cierto modo, en una especie de religión del hombre moderno, y éste es el mayor problema de nuestro tiempo. Desde hace tiempo, además, el relativismo ha penetrado también en la teología cristiana, último bastión que aún no había logrado reducir. Si todo vale, si todos los personajes son más o menos lo mismo, Jesucristo podía ser uno más de tantos. Hay quienes se dicen teólogos cristianos hoy, y lo piensan así, como Kintter, o como Hick. Consideran que el hecho de mantener que realmente existe una verdad, una verdad válida y vinculante, Jesucristo, la fe de la Iglesia, es fundamentalismo, y se rinden a este nuevo pecado capital hasta convertirlo en fundamento de la democracia. ¡Pura contradicción, como se ve! Porque si, como sostiene el relativismo, no existen fundamentos, ¿cómo va a ser el relativismo fundamento de la democracia? Hablar de un cristiano relativista es un oxímoron que, en lugar de llevar al diálogo, a lo que lleva es a la apostasía. Sobre lo que algunos entienden por diálogo, conviene hacerse un par de preguntas previas interesantes: ¿diálogo para qué?; y ¿diálogo sobre qué? La evangelización cristiana no predica la secularidad, sino la trascendencia, la única verdadera trascendencia, y si esta trascendencia es única, ¿cómo se puede hablar de elementos de verdad y de gracia en otras religiones? El cristiano débil, como el pensador débil, acaba convirtiéndose en un cristiano rendido.
Igual que La República, de Platón, orientaba hacia un Estado fuerte y controlador; igual que el cogito, de Descartes, tendía hacia una moral provisional; igual que la plusvalía de Marx tendía a la lucha de clases; igual que las asociaciones entre ideas, de Hume, tendían hacia la moral de la simpatía y la ética liberal; igual que el acto puro, de Gentile, tendía hacia el totalitarismo, etc., del mismo modo, el relativismo que proclama la equivalencia de los valores o de las culturas tiende, no tanto a la tolerancia, cuanto a la rendición. Bien conocido es –concluye el profesor Pera– lo mucho que Juan Pablo II se ha comprometido personalmente en la cuestión de las raíces de Europa: palabras, por desgracia, clamantis in deserto. Batalla perdida, no porque no sea verdad que Europa no tenga raíces cristianas; todo lo contrario. ¿Por qué el llamamiento del Papa no ha sido acogido? Porque, en la era del relativismo triunfante y de la apostasía silenciosa, lo verdadero ya no existe, la misión de lo verdadero es considerada fundamentalismo, y la misma afirmación de lo verdadero da miedo o suscita temores.
Si este modo de pensar y de vivir ha echado raíces incluso en la teología cristiana, si desde las cátedras de ciertos filósofos ha pasado al clero, y si estas ideas son difundidas en parroquias y en familias de la vecindad, ¿cómo se podía esperar que los cristianos lograsen en Europa el reconocimiento que les es debido? ¿Cómo pensar que se iban a ocupar de ello Jefes de Estado europeos escépticos y no creyentes? ¿Cómo esperar que el clero y las masas cristianas de Europa se movilicen en nombre de una fe que exige duras responsabilidades? El relativismo ha debilitado nuestras defensas cristianas y nos ha preparado a la rendición, porque nos hace creer que no hay nada por lo que valga la pena luchar y arriesgar.
Sopla sobre Europa un viento muy feo, se trata de la idea de que basta con esperar y los problemas desaparecerán por arte de birli y birloque, o que se puede ser condescendiente y tolerante con quien nos amenaza, y así podremos salir del atolladero. Era el viento que soplaba en Munich, en 1938. Parece un suspiro de alivio y, sin embargo, puede ser el último estertor del moribundo, de quien, no sabiendo ya bien a qué principios entregarse, los mezcla todos, de quien ya ni trae hijos a este mundo, de quien quiere ser un contrapeso sin soportar el peso. Los más insidiosos preguntan, cuando no afirman: «Ah, ¿pero es que hay una guerra?» Pues claro que hay una guerra, y es muy serio y responsable reconocerlo, desde Afganistán, a Chechenia, a Osetia, a Filipinas, a Arabia Saudita, a Sudán, a Kosovo, a Palestina, a Argelia, a Marruecos, en gran parte del mundo. Grupos consistentes de fundamentalistas radicales y extremistas –talibanes, Al Quaeda, Hezbollah, Hamas, los Hermanos musulmanes, la Jihad islámica, y muchos otros– han declarado la guerra a Occidente. ¿Por qué no se quieren enterar?
Yo –concluye el profesor Pera– no estoy pidiendo que se rechace el diálogo, estoy pidiendo la consciente responsabilidad de que el diálogo no sirve para nada si, antes, uno de los dialogantes declara que lo mismo vale una tesis que otra. Esta responsabilidad yo hoy no la veo en Occidente, sobre todo, la veo muy poco en Europa; ni la veo difundida en el mismo cristianismo europeo, sobre todo en el clero, hoy atónito, desconcertado, resignado, y muy a menudo o silencioso o vociferante contra las que deberían ser sus propias banderas culturales. La idea misma de ser objetivo de una guerra da miedo. Pero ¿estamos seguros de que precisamente este miedo no alimenta la mano de los beligerantes?
«Europa –escribe el cardenal Ratzinger–, justo cuando parece estar en la hora de su máximo éxito, parece vaciada por dentro, como paralizada por una crisis circulatoria, una crisis que pone en peligro su vida, confiándola a trasplantes que borran su identidad. Hay una extraña falta de voluntad de futuro. Los hijos, que son el futuro, son vistos como una amenaza para el presente. No son sentidos como una esperanza, sino como una limitación».
El cardenal contrapone a las tesis de la decadencia de Occidente, de Spengler, las de Toynbee (espiritualización). Si se conoce las causas del mal, se puede encontrar el camino de la curación: hay que volver a la herencia religiosa. Los derechos fundamentales no son creados por ningún legislador, ni conferidos a los ciudadanos; existen antes, y por derecho propio: la dignidad humana es anterior a cualquier actuación política. Que hay valores que no son modificables por nadie, es la verdadera y propia garantía de nuestra libertad y de la grandeza humana. Un elemento clave de la identidad europea es la familia: Europa dejaría de ser Europa si desapareciera, o fuese cambiada esencialmente, esta célula fundamental de su arquitectura social. Paradójicamente, los homosexuales piden que se confiera a sus uniones una forma jurídica. Aquí no se trata de discriminación alguna, sino de la cuestión radical de qué y quién es la persona humana, en cuanto hombre y mujer. Estamos ante un intento de disolución de la imagen del ser humano.
Otra clave de la identidad europea es el respeto hacia lo que, para los otros, es sagrado, y especialmente el respeto hacia lo sagrado en el más alto sentido, a Dios. Se multa a quien vilipendia el Corán, o deshonra la fe de Israel, pero cuando se trata de Cristo y los cristianos, entonces la libertad de opinión es el bien supremo. La libertad de opinión tiene su límite en que no puede destruir el honor y la dignidad del otro; no hay libertad para mentir o para cancelar los derechos humanos. Aquí nos encontramos con un odio de Occidente hacia sí mismo, que es muy extraño y que sólo puede ser considerado como algo patológico. Occidente no se ama ya a sí mismo. Europa necesita una nueva –ciertamente crítica y humilde– aceptación de sí misma si de verdad quiere sobrevivir.
Al lenguaje políticamente correcto de la Europa relativista, la palabra espiritual le parece digerible, porque es genérica, pero la palabra cristiano le parece inaceptable, porque es identitaria, precisa. Integrar no es lo mismo que agregar. Para integrar a alguien, hay que tener primero muy claro qué es aquello en lo que se le quiere integrar. Un hecho es un hecho. La guerra no es inmoral; es inmoral la guerra inmoral, como no es inmoral la muerte, sólo es inmoral la muerte inmoral.
Las Bienaventuranzas no dicen bienaventurados los pacíficos, sino bienaventurados los constructores de paz. El Catecismo de la Iglesia católica (nn. 2307-2317 y 2327 y siguientes) ha dicho ya, con la autoridad del magisterio de la Iglesia, todo lo que tenía que decir al respecto desde el punto de vista de la fe cristiana. Es rechazable como no cristiano un pacifismo que no reconoce ya valores dignos de ser defendidos, y que atribuye a cualquier cosa el mismo valor. Este modo de estar a favor de la paz, en realidad, significa anarquía; y en la anarquía se pierden los fundamentos de la libertad, porque allí donde todos tienen razón, nadie tiene razón. Las estadísticas confirman que cuanto más se adaptan las Iglesias a los estándar de la secularización, tantos más fieles pierden. Algo vivo no puede nacer más que de algo vivo. Dios no es una entidad mítica, sino la Razón misma que precede y que hace posible que nuestra razón trate de conocerlo. El relativismo, cuanto más se convierte en la forma de pensar generalmente aceptada, más tiende a ser intolerante y a transformarse en un nuevo dogmatismo.
(Alfa y Omega)
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |