Nacimiento de Nuestro Señor.
Capilla de San Blas, catedral Primada de Toledo (siglo XIV)
¿También celebráis los cristianos la Navidad?», le decía en Extremo Oriente, hace años, un budista a un misionero católico. Hoy tan desnaturalizada celebración en la mente del budista no sólo no desentona en el cercano Occidente cristiano, sino que aquí está, en no pocos casos, corregida y aumentada. Un extra-terrestre que cayera por nuestros predios en estas fechas se llevaría una sorpresa a...
Nacimiento de Nuestro Señor.
Capilla de San Blas, catedral Primada de Toledo (siglo XIV)
¿También celebráis los cristianos la Navidad?», le decía en Extremo Oriente, hace años, un budista a un misionero católico. Hoy tan desnaturalizada celebración en la mente del budista no sólo no desentona en el cercano Occidente cristiano, sino que aquí está, en no pocos casos, corregida y aumentada. Un extra-terrestre que cayera por nuestros predios en estas fechas se llevaría una sorpresa aún mayor, y sin duda más racional, que la citada: «¡¿Pero qué estáis celebrando con tantas bombillas, tantas compras y tantas comilonas?!» –«¡Es Navidad!», respondería seguramente la mayoría. –«¿Y eso qué es?» –«Pues paz, fraternidad, días muy para estar en familia…», sería una probable respuesta, si es que no se responde de un modo más políticamente correcto aún, diciendo que se trata de las fiestas de invierno, del fin de año… En todo caso, nuestro extra-terrestre tendría serias dificultades para entender mínimamente qué tendrá que ver todo eso con esa misteriosa palabra: Navidad, o con el adjetivo navideño aplicado a todo lo habido y por haber en estos días. A todo esto, la palabra Nacimiento, o el nombre de Jesús, quizás le ayudaran un poco a entender algo. Pero no podemos estar muy seguros de que tal entendimiento esté más cerca de la verdad.
Si la Natividad del Hijo de Dios en nuestra tierra es la mejor de las noticias, en el contexto citado en el que vivimos, en Occidente como en Oriente –¿no se habla en todas las guerras de todas las partes del mundo de la tregua de Navidad?–, no puede decirse lo mismo, en absoluto, de la utilización de la fiesta más esperanzadora que jamás pudiera imaginarse –¡y sin embargo tan correspondiente con los más verdaderos deseos de todo corazón humano!– para, precisamente, robar toda esperanza a la Humanidad. Porque eso, y no otra cosa, es reducir a Jesucristo a un simple hombre, todo lo grande que se quiera, pero hombre mortal como todos. Si a la pregunta de ¿Quién es este hombre?, que estos días proponen algunos medios, se tiene la insolencia de responder, como hacen muchos de ellos, con la inmensa falsedad de inventarse un hombre que, en definitiva, no es el Hijo eterno de Dios Padre hecho carne, por obra del Espíritu Santo, en las entrañas de María de Nazaret, sino alguien a la medida de los propios caprichos o intereses, turbios tantas veces, la respuesta no pasaría de ser una triste desvergüenza. Incluso en el caso de que tales intereses sean todo lo nobles y elevados que se quiera, de modo que se hace de Jesús de Nazaret un hombre estupendo y maravilloso –algo imposible, pues Él se proclama sin ambages verdadero Dios, y si así no fuera sería un mentiroso, un loco, un necio, ¡nunca alguien maravilloso!–, seríamos, al fin –en palabras de san Pablo–, «los más desgraciados de todos los hombres». Un falso Cristo, desde luego, sería, a la postre, la peor de las noticias. Pero no es así.
Si no celebramos que hemos sido realmente salvados del poder del padre de la mentira, del príncipe de este mundo, del pecado y de la muerte…, ciertamente la Navidad se reduce a las luces y al champán, a lo efímero que sólo deja resaca y amargura, a una simple tregua, y vuelta al mismo vacío y a la misma nada cotidianos, que en realidad son más terrible vacío y más absurda nada cuanto más se intenta disfrazarlos de luces y de champán, o de fiestas de invierno y de fin de año. Nuestro extra-terrestre ya sí que no entendería nada: «¿De modo que celebráis que la vida pasa, y se muere? ¿Por qué la llamáis, entonces, Navidad?»
Gracias a Dios, no es así. En estos días somos los más dichosos de los hombres, porque lo somos, precisamente, ¡todos los días!, desde aquel en el que, como escribe san Pablo a su discípulo Tito, «ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre», desde aquel en el que se ha manifestado la misma dicha infinita de Dios que hizo dichosos a María y a José, y quiere seguir haciéndonos dichosos de veras a ti y a mí, y a la Humanidad entera. Decir ¡Feliz Navidad! está, claro que sí, lleno de sentido. Es lo que deseamos hoy, desde estas páginas, a nuestros lectores: que participen, en plenitud, de esa «inagotable sorpresa de la alegría de Dios», como de modo tan expresivo se lee en el comentario de nuestra página 15 al Evangelio de la Nochebuena, y como sugiere el bello rostro que lo ilustra.