Antonio Viana es profesor de Derecho Canónico en la Universidad de Navarra.
1. El Opus Dei en la Iglesia
El 28 de noviembre de 1982 Juan Pablo II erigió el Opus Dei como prelatura personal a través de la Constitución apostólica Ut sit. Para ser más precisos a la luz del derecho canónico, digamos que la celebración del vigésimo aniversario de aquel acto pontificio debe ampliarse en el tiempo hasta comprender otras dos fechas importantes: el 19 de marzo de 1983 el documento papal fue promulgado oralmente por monseñor Romolo Carboni, entonces Nuncio apostólico en Italia, habilitado para ello por el Romano Pontífice, y el 2 de mayo del mismo año los textos fueron publicados en el Boletín oficial de la Sede Apostólica, después de que hubieran sido promulgados el 25 de enero los cánones del Código de Derecho Canónico de 1983.
Llegaba así a término el largo itinerario jurídico del Opus Dei, al cumplirse lo que San Josemaría Escrivá denominaba su intención especial, por la que rezó e hizo rezar con grandísima intensidad a lo largo de toda su vida. En efecto, San Josemaría deseaba la prelatura personal desde que el Concilio Vaticano II previera esta figura en el decreto Presbyterorum ordinis n. 10, de 1965, y un año más tarde el Papa Pablo VI detallara legislativamente la previsión conciliar con el motu proprio Ecclesiae Sanctae, I, 4. Sin embargo, ya desde mucho antes venía rezando para que fuese posible una intervención de la autoridad eclesiástica que confirmara la unidad de vocación de los miembros del Opus Dei y garantizara su condición de fieles laicos o de sacerdotes seculares en la Iglesia; que permitiera la dedicación estable (incardinación, en la terminología propia del derecho canónico) de sacerdotes para la formación de los miembros y la participación en las tareas apostólicas de la Obra; que reconociera en favor del futuro Prelado los necesarios instrumentos canónicos para el gobierno ordinario y el impulso del trabajo apostólico; que se ajustara a la organización internacional del Opus Dei, no limitada a un territorio concreto, y lo hiciera dentro del derecho común de la Iglesia, sin régimen de privilegio o excepción, de forma que los fieles del Opus Dei no dejaran de ser miembros de las diócesis en las que viven ni dejaran de depender de los Obispos locales, igualmente que los demás fieles de las diócesis.
Lo que se buscó con espíritu de fe en el poder de la oración, antes que en la mera ideación y estudio de los aspectos formales, fue una solución al problema institucional del Opus Dei que diera respuesta y garantía a todas las exigencias mencionadas: la unidad de vocación, sin clases de miembros o diversos grados de incorporación; la secularidad plena de los fieles del Opus Dei, sin asimilación a las características propias de la vida religiosa o de lo que hoy se llama vida consagrada; la formación e incardinación de un clero propio; la potestad del prelado; la configuración interdiocesana sin exención respecto de la potestad de los Obispos diocesanos. Tales exigencias eran y son imprescindibles para la efectiva realización del mensaje que San Josemaría se empeñó en transmitir desde 1928 «por inspiración divina», como dice textualmente Juan Pablo II en el comienzo de la bula Ut sit. Se comprende entonces la importancia de los actos pontificios de 1982-1983 y también la profunda alegría y acción de gracias a Dios con que fue recibido el cumplimiento de la intención especial de San Josemaría. Como señaló su sucesor, monseñor Álvaro del Portillo, aquellos fueron días «de exultación»; y añadía enseguida que se trataba del «inicio de una nueva etapa en el camino de lealtad y fidelidad a la Iglesia abierto el 2 de octubre de 1928».
Desde el inicio de la nueva etapa han pasado ya veinte años. Lo más importante en este tiempo ha sido la consolidación del trabajo apostólico del Opus Dei en los cinco continentes, así como el comienzo de la labor en nuevos países. Al mismo tiempo, ese desarrollo apostólico ha ido acompañado de una clara percepción de su orientación propia al servicio de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares.
En efecto, estos años han supuesto una clarificación doctrinal progresiva de la inserción del Opus Dei en la comunión eclesiástica. No es que anteriormente resultara oscura, sino que la adecuación entre la realidad de la Obra y la legislación canónica común ha permitido una reflexión honda y fructífera, teológica y canónica, sobre el Opus Dei en la Iglesia. Como pensaba San Josemaría, primero es la vida, después viene la norma que la regula y encauza, y por fin la reflexión teológica.
Este proceso de profundización teológica se ha desarrollado también al compás de algunos hechos de notable importancia. Recordemos aquí la ordenación episcopal de los dos primeros Prelados, Mons. Álvaro del Portillo en 1991 y Mons. Javier Echevarría en 1995. Estas ordenaciones no han supuesto propiamente una especie de coronación de la estructura jurídica del Opus Dei, ya consolidada con los actos pontificios de 1982 y 1983. Con todo, de una parte, son muy adecuadas a la estructura interna de la Obra, basada en la distinción y cooperación orgánica entre laicos y sacerdotes; de otra, facilitan el servicio del Opus Dei a las diócesis. En efecto, por la consagración episcopal el Prelado ingresa en el colegio de los Obispos y establece con ellos los correspondientes vínculos de comunión, representando a la Prelatura. El Prelado ejerce una función de naturaleza episcopal, por cuanto es cabeza del presbiterio de la Prelatura (formado a partir de la promoción al orden sagrado e incardinación en la Prelatura de algunos fieles laicos del Opus Dei) y Ordinario propio de la Prelatura, en comunión con el Romano Pontífice y los demás Obispos miembros del colegio episcopal.
Ese conjunto de vínculos y relaciones entre el Prelado y el Romano Pontífice, los Obispos, los sacerdotes y los fieles de la Prelatura son una manifestación de lo que un documento de la Congregación de la Doctrina de la Fe, de 1992, ha denominado «unidad y diversidad en la comunión eclesial», cuestión que evoca a su vez la debida armonía y coordinación entre el Opus Dei y las Iglesias locales. Según expresa textualmente el documento aludido, «para una visión más completa de este aspecto de la comunión eclesial unidad en la diversidad, es necesario considerar que existen instituciones y comunidades establecidas por la Autoridad Apostólica para peculiares tareas pastorales. Éstas, en cuanto tales, pertenecen a la Iglesia universal, aunque sus miembros son también miembros de las Iglesias particulares donde viven y trabajan. Tal pertenencia a las Iglesias particulares, con la flexibilidad que le es propia, tiene diversas expresiones jurídicas. Esto no sólo no lesiona la unidad de la Iglesia particular fundada en el Obispo, sino que por el contrario contribuye a dar a esta unidad la interior diversificación propia de la comunión».
No es posible detenerse aquí en las cuestiones canónicas concretas que se plantean en la relación de la Prelatura del Opus Dei con las Iglesias locales. Pero, como acabamos de recordar con palabras del documento de 1992, esas relaciones están basadas en el principio de la doble e inseparable adscripción de los fieles del Opus Dei tanto a la Prelatura como a la Diócesis de su domicilio.
En efecto, por lo que se refiere a la posición de los fieles laicos del Opus Dei en las diversas diócesis, recordemos que la potestad del Prelado sobre ellos alcanza todo lo que se refiere «al cumplimiento de las obligaciones peculiares asumidas con un vínculo jurídico, en virtud de la convención con la Prelatura». Como esas obligaciones tienen un contenido ascético, apostólico y formativo, que por su naturaleza no entra dentro de la potestad del Obispo diocesano, al ser especificaciones y desarrollos de la libertad de todo fiel en la Iglesia, es perfectamente posible no sólo que esos laicos sigan dependiendo en todo lo demás del Obispo diocesano, sino también que esa dependencia sea igual a la de los demás fieles de la diócesis, ni menor ni mayor. Estas precisiones tienen importancia para la relación del Opus Dei con las diócesis, porque excluyen un posible planteamiento de exención o separación de jurisdicciones.
2. Los discursos pontificios de los años 2001 y 2002
Además de la ordenación episcopal de los dos primeros Prelados, otro hecho especialmente destacable en estos veinte años de vida del Opus Dei como prelatura personal fue la audiencia concedida por Juan Pablo II, el 17.III.2001, a los participantes en unas jornadas de estudio sobre la carta papal Novo millennio ineunte; tales jornadas se celebraron en Roma y fueron promovidas por Mons. Javier Echevarría, actual Prelado del Opus Dei. El discurso papal con ocasión de aquella audiencia constituye un momento de especial importancia en el mencionado proceso de profundización teológica y canónica, porque trata expresamente de la naturaleza, estructura interna y finalidad apostólica del Opus Dei como prelatura personal. Vale la pena detenerse en los contenidos del discurso papal, aunque sea de manera muy resumida.
Juan Pablo II comenzó destacando la composición de pastor, presbiterio y fieles laicos que es propia del Opus Dei como prelatura personal, articulada sobre la base de la distinción y mutua relación entre el sacerdocio común de los fieles y el ministerial de los ordenados in sacris; composición que el Papa denomina «convergencia orgánica de sacerdotes y laicos» en el discurso citado y que, a semejanza de otras circunscripciones eclesiásticas, confiere al Opus Dei una «naturaleza jerárquica (...), establecida por la Constitución Apostólica con la que he erigido la Prelatura». Juan Pablo II, al recordar la propia intención cuando erigió hace veinte años el Opus Dei como prelatura personal, subrayaba además la continuidad con la previsión del Concilio Vaticano II sobre las prelaturas personales. Con tales expresiones el Papa vino a confirmar que el Opus Dei no está estructurado como un movimiento de laicos al que se sumarían sacerdotes con funciones de capellanía o, a la inversa, una corporación clerical con la que pudieran colaborar externamente los fieles laicos. Por el contrario, la Prelatura del Opus Dei es, como precisa la Const. ap. Ut sit y subrayan también sus estatutos, un organismo apostólico de sacerdotes incardinados y laicos incorporados, orgánico e indiviso, en convergencia orgánica, según la terminología pontificia.
Después de describir la estructura personal del Opus Dei, Juan Pablo II quiso detenerse en la vocación y misión de los fieles de la Prelatura en el contexto de una espiritualidad de comunión.
De una parte, los laicos en cuanto cristianos están llamados a realizar un amplio apostolado en sus tareas ordinarias: «Sus específicas competencias en las diversas actividades humanas son en primer lugar un instrumento confiado por Dios para permitir al anuncio de Cristo que alcance a las personas, que impregne las comunidades, que incida en profundidad mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura (Carta Apost. Novo millennio ineunte, 29) (...). Y su celo apostólico, su amistad fraterna, su caridad solidaria, harán que sepan convertir las relaciones sociales cotidianas en ocasiones para despertar en sus semejantes aquella sed de verdad que es la primera condición para el encuentro salvífico con Cristo».
De otra parte, los sacerdotes «ejercen una función primaria insustituible: la de ayudar a las almas, una a una, en los sacramentos, en la predicación, en la dirección espiritual, a abrirse al don de la gracia».
A partir de la descripción papal de las misiones propias de los laicos y sacerdotes, se reconoce en el Opus Dei un reflejo de los vínculos de comunión y de la estructura sacerdotal de la Iglesia. Los fieles laicos incorporados a la Prelatura están llamados a vivir según el espíritu de la Obra la vocación cristiana de santificación de las realidades terrenas. Los sacerdotes sirven con su ministerio a todos los fieles, primariamente a los miembros del Opus Dei, y cooperan orgánicamente con ellos al servicio de la misión apostólica. Unos y otros en comunión con el Romano Pontífice y los Obispos, a través de la unión con su padre y Prelado. Como dice Hervada, «la relación entre el ordo y los fieles era y es en el Opus Dei la ministerial, esto es, la misma y ordinaria que constitucionalmente existe entre presbíteros y laicos o pueblo fiel. En efecto, los presbíteros se ordenaban y se ordenan para el servicio ministerial de los laicos pertenecientes al Opus Dei y a la vez presbiterio y laicado realizan juntos una acción apostólica. La relación presbíteros-laicos en el Opus Dei es la relación constitucional clero-laicado».
Se entiende así mejor que la estructura interna del Opus Dei tenga naturaleza jerárquica, en cuanto que refleja los vínculos de la comunión eclesial, la communio fidelium y la communio hierarchica, que están presentes en todas las circunscripciones eclesiásticas. Una comunión real que debe alimentarse espiritual y apostólicamente. En este sentido no es accidental que Juan Pablo II haya querido hablar en la Novo millennio ineunte de la communio como una actitud espiritual, y el discurso de 17 de marzo de 2001 que estamos recordando es una invitación a «recordar la importancia de la espiritualidad de comunión subrayada por la carta apostólica» , a buscar el rostro de Cristo en cumplimiento de la aspiración que venía frecuentemente a los labios de San Josemaría, «hombre sediento de Dios y por eso gran apóstol. Él escribió: «En las intenciones, sea Jesús nuestro fin; en los afectos, nuestro Amor; en las palabras, nuestro asunto; en las acciones, nuestro modelo»».
El vigésimo aniversario de la constitución del Opus Dei como prelatura personal en la Iglesia ha coincidido con otras dos grandes celebraciones en el año 2002: de una parte, el centenario del nacimiento de Josemaría Escrivá de Balaguer, cumplido el 9 de enero; de otra, el acontecimiento incomparablemente más importante (por el significado teológico y las consecuencias espirituales y apostólicas que comporta para toda la Iglesia) de su canonización, el 6 de octubre del mismo año.
Ambas celebraciones fueron la ocasión para nuevos discursos de Juan Pablo II, referidos a la doctrina que el Señor ha querido recordar y trasmitir a través de San Josemaría y la Obra por él fundada. A diferencia del discurso recordado de 17.III.2001, las nuevas palabras del Papa apenas trataron de la Prelatura como institución, sino más bien del mensaje que por querer de Dios el Opus Dei está llamado a transmitir y a enseñar a vivir.
En efecto, con motivo del centenario del nacimiento de San Josemaría se celebró en Roma del 8 al 12 de enero de 2002 un Congreso internacional bajo el título de La grandeza de la vida corriente. Vocación y misión del cristiano en medio del mundo. El último día del Congreso los participantes fueron recibidos por Juan Pablo II en el Aula Pablo VI. En tal ocasión el Papa leyó un discurso centrado todo él en el valor de la vida diaria como camino hacia la santidad. El Santo Padre insistió en la noción de unidad de vida, tantas veces empleada por San Josemaría y subrayada por el magisterio pontificio reciente, para expresar la necesaria correspondencia entre la fe y las obras del cristiano. Uno y otro aspecto santidad en lo ordinario y unidad de vida se encuentran relacionados, pues «el Señor quiere entrar en comunión de amor con cada uno de sus hijos, en la trama de las ocupaciones de cada día, en el contexto ordinario en el que se desarrolla la existencia». El Papa estimulaba a mostrar a diario que «el Amor de Cristo puede animar todo el arco de la existencia, permitiendo alcanzar el ideal de la unidad de vida que, como reafirmé en la exhortación postsinodal Christifideles laici, es fundamental en el compromiso por la evangelización en la sociedad moderna (cfr. n. 17)».
Juan Pablo II volvió sobre el argumento en la homilía del 6 de octubre, en la misa de la canonización de Josemaría Escrivá. En tal ocasión solemnísima habló de «elevar el mundo hacia Dios y transformarlo desde dentro», y animó a no dejarse «atemorizar ante una cultura materialista, que amenaza con disolver la identidad más genuina de los discípulos de Cristo». Y más adelante observó el Santo Padre que «Josemaría Escrivá comprendió más claramente que la misión de los bautizados consiste en elevar la cruz de Cristo sobre toda realidad humana y sintió surgir de su interior la apasionante llamada a evangelizar todos los ambientes. Acogió entonces sin vacilar la invitación hecha por Jesús al apóstol Pedro y que hace poco ha resonado en esta plaza: Duc in altum! Lo transmitió a toda su Familia espiritual, para que ofreciese a la Iglesia una aportación válida de comunión y de servicio apostólico».
Por tanto, el Opus Dei es una familia espiritual llamada a ofrecer a la Iglesia los bienes de la unidad y del servicio apostólico. Pero esa aportación no es principalmente corporativa u oficial, sino que de modo especial se realiza a través del trabajo personal de sus fieles en los diversos lugares. Esto es lo sustancial, y a esto sirve la Prelatura como institución. De hecho en el Código de Derecho Particular del Opus Dei (Estatutos) no encontramos ningún título referido a la actividad de la Prelatura en cuanto tal; no tanto porque esa actividad no exista, cuanto porque se concreta sobre todo en la formación y asistencia espiritual de los fieles, para que estén en condiciones de ser y actuar, individualmente o asociados con otras personas, como el fermento en la masa de la sociedad. El Opus Dei no está principal y corporativamente orientado hacia la realización de actividades institucionales de la Prelatura, sino a capacitar e impulsar a cada cristiano a la santificación de las realidades terrenas, a «elevar la Cruz de Cristo sobre toda la realidad humana», como recordaba el Papa con palabras anteriormente citadas. Y esto se realiza a través del compromiso personal en unidad de vida de sus fieles y de otras personas que cooperan o participan en los apostolados de la Prelatura.
3. Derecho y espiritualidad
En este sentido la forma jurídica de la prelatura personal regulada en los cc. 294-297 del CIC tiene un carácter instrumental, como cualquier otra forma corporativa en la Iglesia y en la sociedad civil. Está al servicio de la vocación sobrenatural de la persona, del crecimiento espiritual de los hijos de Dios. No es casual que en los Estatutos de la Prelatura del Opus Dei se descubra una fuerte conexión entre derecho escrito y espiritualidad.
En efecto, los Estatutos contienen muchas referencias a la fisonomía no sólo organizativa, sino también espiritual del Opus Dei, con un claro propósito de articular correctamente las relaciones entre vocación sobrenatural y norma jurídica. Encontramos en los Estatutos abundantes referencias al fin del Opus Dei, concretado en la santificación de las personas por el ejercicio de las virtudes cristianas en el propio estado, profesión y condición de vida según una espiritualidad secular (n. 2 § 1), la vocación contemplativa, la vida de oración y de sacrificio, el sentido de la filiación divina, la formación ascética y doctrinal-religiosa, la santificación del trabajo profesional ordinario, el apostolado personal «tamquam fermentum in massa humanae societatis» (n. 3 § 1, 3º), la unidad de fin y de régimen, «de vocación y de espíritu» (n. 4 § 3), etc.
En particular, todo el título III de los Estatutos está dedicado a la vida, formación y apostolado de los fieles de la Prelatura. Y se divide en tres capítulos: vida espiritual, formación doctrinal-religiosa y apostolado. Como explica José Luis Illanes, la vida espiritual en el Opus Dei es «parte de un todo, que tiene dos ejes estructurales: el sentido de la filiación divina, que fundamenta una actitud o disposición de ánimo que lleva a referir toda la realidad a un Dios al que se reconoce como Padre, y el trabajo es decir, el conjunto de las actividades y tareas seculares como realidad en la que esa conciencia de la cercanía de Dios debe adquirir cuerpo y densidad históricas».
En este sentido, vale la pena recordar el n. 79 § 1 de los Estatutos, que resalta la armonía entre la fe y las obras como criterio inspirador y verificador de todas las referencias espirituales que se encuentran en ellos. Dice así: «El espíritu del Opus Dei presenta un doble aspecto, ascético y apostólico, que se corresponden plenamente, y que están intrínseca y armónicamente unidos y compenetrados con el carácter secular del Opus Dei, de tal manera que siempre debe impulsar y llevar necesariamente consigo una sólida y sencilla unidad de vida ascética, apostólica, social y profesional».
El fuerte contenido espiritual de estos y otros textos viene a confirmar el sentido instrumental de las normas que rigen el Opus Dei. En efecto, el derecho particular del Opus Dei se configura como «expresión del carisma o, quizá más exactamente, determinación o concreción de las exigencias del carisma», y, por tanto, del lugar del Opus Dei en la Iglesia. Una instrumentalidad que reconoce ante todo las limitaciones del derecho escrito, porque las expresiones de un carisma trascienden, van más allá de un texto normativo, en cuanto están llamadas a hacerse visibles sobre todo en el corazón y la vida de los fieles. Pero, al mismo tiempo y casi paradójicamente una instrumentalidad necesaria, porque el derecho es aquí no sólo garantía de unidad institucional por el respeto y observancia de lo que dispone la norma escrita, sino también reconocimiento y promoción de un espíritu que debe vivirse en la historia de las relaciones humanas.
Además, desde el punto de vista histórico estas frecuentes referencias de los Estatutos a realidades metajurídicas (espiritualidad, medios ascéticos, vocación cristiana en medio del mundo) se explican por la voluntad de San Josemaría Escrivá de ir reflejando gradualmente en estas normas el espíritu del Opus Dei , para que desde su contenido pudiera entenderse correctamente el resto de las disposiciones estatutarias, sobre todo en aquellas épocas históricas en las que el Opus Dei vivió en la Iglesia con formas jurídicas no adecuadas a su naturaleza, ya que eran propias del derecho de los religiosos, de lo que hoy se denomina vida consagrada.
Todos estos aspectos son tan relevantes que al final serán los que expliquen y den sentido a la actividad de la Prelatura: fomentar y sostener la vida espiritual de los fieles para que sea consciente en ellos la vocación a la santidad y sus consecuencias prácticas; facilitarles una formación doctrinal que permita que «en todos los ámbitos de la sociedad haya personas intelectualmente preparadas, que, con sencillez, en las ordinarias circunstancias de la vida cotidiana y del trabajo, lleven a cabo, con el ejemplo y con la palabra, un eficaz apostolado de evangelización y catequesis» ; proporcionarles también una formación apostólica y la asistencia pastoral para esa labor de evangelización y catequesis, para realizar ese apostolado.
4. Espontaneidad apostólica e institución jerárquica
La historia de la Iglesia nos muestra bastantes ejemplos de tensiones entre ley y evangelio, derecho y vida, carisma e institución. De una parte están los casos de doctrinas claramente desviadas de la ortodoxia católica que por diversos caminos han llegado a afirmar una división entre la Iglesia de la caridad y la Iglesia del derecho, como si se tratara de dimensiones de suyo separadas e incompatibles, como si las formas jurídicas ahogaran la expresión espontánea y personal de la caridad cristiana. El luteranismo clásico supuso un abierto desafío al derecho pontificio en nombre de la libertad individual. En sus formulaciones más radicales afirma la incompatibilidad del derecho con el ser de la Iglesia. Resignadamente, a lo más que se llega es a admitir una cierta disciplina u organización, pero como instrumento humano inevitable, no salvador ni cauce de la acción divina.
De otra parte están las doctrinas, o quizás mejor actitudes, que sin ser heterodoxas revelan una acusada desconfianza hacia el derecho o hacia la función del derecho al servicio de la justicia y la libertad. Estas actitudes y sentimientos no sólo se manifiestan en la vida de la Iglesia sino que están presentes también en la sociedad civil. Se comprueba en las últimas décadas el arraigo de una visión negativa del derecho, entendido como norma limitadora de libertades o incluso como fruto de los compromisos y equilibrios pragmáticos entre las organizaciones políticas, sin consideración especial o incluso al margen de las razones de dignidad de las personas y de las cosas. En cambio, la visión cristiana del derecho lo contempla al servicio de la realización de la justicia, del bien personal y del bien común, no como una superestructura prescindible, sino como una dimensión característica de la persona humana en sus relaciones sociales. En la Iglesia el derecho cumple también una función imprescindible, en cuanto es instrumento de convivencia, unidad y continuidad del mensaje revelado a lo largo de la historia, más allá de las personas que en cada momento histórico sean titulares de los cargos eclesiásticos. Cuando el Señor instituye la Iglesia, determina también su organización fundamental mediante la elección de los doce apóstoles, a modo de colegio o grupo estable, y la vocación a Pedro como cabeza del colegio apostólico. Además, la institución divina de los sacramentos establece, junto a la determinación de la autoridad, el otro pilar fundamental sobre el que se asienta el derecho divino positivo, en cuanto que los sacramentos son bienes dados por el Señor a la Iglesia, que los distribuye a través de sus ministros, de forma que existe la obligación de darlos y el derecho a recibirlos.
Iglesia y derecho no sólo resultan compatibles, sino que sería un error eclesiológico afirmar lo contrario. El Señor ha querido que en su Iglesia estuviera presente el elemento jurídico no de forma exclusiva, pero tampoco prescindiblemente. El Espíritu Santo alimenta la vida de la Iglesia, que existe como «una sola realidad compleja que consta de un doble elemento, humano y divino (...). Pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como un instrumento vivo de salvación unido a Él indisolublemente, de forma parecida la estructura social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo que la vivifica para acrecentar su cuerpo». El Espíritu Santo suscita y promueve los carismas, al tiempo que anima en la Iglesia la conjunción armoniosa del derecho divino con el derecho humano a lo largo de las diversas etapas históricas. Es verdad que en ocasiones puede llegar a oscurecerse la presencia vivificadora del Espíritu mediante la hipertrofia de las estructuras o una excesiva confianza en la acción de los hombres; pero el poder de Dios sabe también suscitar nuevos carismas, estimular los que son antiguos, e impulsar siempre aspiraciones de santidad no sólo en la vida personal y asociada de los fieles sino también en el seno de las estructuras jerárquicas de la Iglesia, como las diócesis o las prelaturas. En este sentido, no es atrevido decir que la figura jurídica de la prelatura personal es un instrumento para promover y consolidar realidades de santidad y apostolado; un instrumento histórico, de derecho humano, para la actuación del Espíritu Santo.
Es preciso insistir en que los carismas, las vocaciones especiales, la espiritualidad, la vida apostólica, no sólo encuentran su curso en las asociaciones o en los institutos de vida consagrada. También las circunscripciones eclesiásticas, y entre ellas las prelaturas personales, están llamadas a ser comunidades donde la vida cristiana sea precisamente eso: vida en Cristo y entrega a los demás, ámbitos de florecimiento de la vida espiritual, de la santidad cristiana e inseparablemente del apostolado. El apostolado es fin de la Iglesia y de todas las comunidades cristianas, con independencia de que tengan una estructura institucional-jerárquica o asociativa.
Contemplado a la luz de la acción pastoral y apostólica, el espíritu del Opus Dei se transmite de dos maneras. De una parte, el Prelado y su presbiterio desarrollan una labor pastoral especial al servicio del laicado de la Prelatura, como expresión de la misión de servicio del sacerdocio ministerial al sacerdocio común; de otra parte, toda la Prelatura, sacerdotes y laicos conjuntamente, en cooperación orgánica, realizan un apostolado al servicio de las Iglesias locales.
En su dimensión sustancial la Prelatura del Opus Dei se presenta, por tanto:
como una communitas de fieles formalmente organizada por la autoridad suprema de la Iglesia para difundir y realizar entre personas de toda condición la llamada a la santidad de vida en las tareas ordinarias;
compuesta por sacerdotes y laicos, relacionados recíprocamente de acuerdo con la distinción y cooperación entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial;
servida y gobernada por un Prelado como ordinario propio, con la cooperación de un presbiterio.
Estos aspectos sustanciales expresan un principio de responsabilidad común y compartida, una llamada a ser Opus Dei y hacer el Opus Dei, como le gustaba repetir a San Josemaría; es decir, esforzarse personalmente por corresponder a la gracia del bautismo, buscar la santidad cristiana y servir al prójimo en las actividades ordinarias.
o o o
En resumen, los veinte años transcurridos desde la constitución del Opus Dei como prelatura personal son una ocasión de acción de gracias a Dios por los dones otorgados en este tiempo: por los frutos de servicio a la Iglesia y a los hombres que este instrumento jurídico ha facilitado, por la extensión del trabajo apostólico de los fieles de la Prelatura, por el proceso de profundización teológica en el mensaje que Dios ha querido recordar y reavivar en la Iglesia desde 1928, por la canonización del Fundador del Opus Dei, junto con la recepción de su experiencia vital y doctrinal en las Iglesias locales. Son circunstancias y realidades que mueven a contemplar el futuro con optimismo y deseos de fidelidad. El futuro es una llamada a saber armonizar la espontaneidad, la fuerza espiritual y apostólica que surge de la vocación sobrenatural, con el impulso, dirección y gobierno del trabajo apostólico y de la vida del Opus Dei. Espíritu y derecho, carisma e institución jerárquica, no sólo son compatibles, sino también dimensiones inseparables de esa realidad compleja y familiar que es la Iglesia.
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