Publicaba ayer Jesús Lillo, en la «Guía de televisión» de este
periódico, un artículo sumamente lúcido, titulado La cantera, en el que
iluminaba con una luz no usada el fenómeno de la televisión basura. En lugar de
conformarse con la diatriba al uso, aportaba un dato mucho más pavoroso que los
meros índices de audiencia que sostienen esta inmundicia: «Cada año, alrededor
de ciento treinta mil jóvenes, algunos con la mayoría de edad recién estrenada,
sienten ...
Publicaba ayer Jesús Lillo, en la «Guía de televisión» de este
periódico, un artículo sumamente lúcido, titulado La cantera, en el que
iluminaba con una luz no usada el fenómeno de la televisión basura. En lugar de
conformarse con la diatriba al uso, aportaba un dato mucho más pavoroso que los
meros índices de audiencia que sostienen esta inmundicia: «Cada año, alrededor
de ciento treinta mil jóvenes, algunos con la mayoría de edad recién estrenada,
sienten la llamada de la fama y se presentan al programa más emblemático del
realismo televisivo, «Gran Hermano»». Ciento treinta mil jóvenes que tienen
-prosigue Lillo, con sarcasmo- «los ojos puestos en la tele como futuro
profesional, de la misma manera que muchos otros muchos españoles, quizá no
tantos, se preparan cada otoño para opositar en las pruebas de los cuerpos
funcionariales que publica el Boletín Oficial del Estado». No sabemos si esa
cantidad se renueva cada año o si, por el contrario, se abastece de los mismos
jóvenes recalcitrantes; pero aceptando que el imperativo cronológico impondrá
un paulatino refresco de los aspirantes, y considerando que en la estela «Gran
Hermano» ha surgido una caterva de programas consanguíneos, no sería
descabellado afirmar que en nuestro país existen varios cientos de miles de
jóvenes que aspiran a ingresar en esa cofradía de homínidos que intercambian
flujos y exabruptos ante las cámaras.
¿De dónde surge esta juventud dispuesta a arrojar sus mejores años al
cubo de la basura y, de paso, a convertirse en breve en juguetes rotos sin
oficio ni beneficio? Quienes denuestan la plaga de programas casposos que
infesta nuestra televisión suelen concederles la condición de causa primigenia
de muchas de las calamidades que afligen nuestra sociedad; y, un tanto
ilusamente, piensan que su desalojo de la programación extinguiría los miasmas
de una podredumbre que nos abochorna. Muerto el perro se acabaría la rabia,
parecen predicar los analistas del fenómeno. Pero lo cierto es que la
televisión basura no es la causa primigenia de muchos males sociales, sino su
corolario natural. Detrás de la chabacanería que se enseñorea de dichos
programas existe una subversión de valores (quizá enquistada ya en el
subconsciente popular) que niega el esfuerzo y la laboriosidad como medios de
triunfo y ascenso social (o como meras exigencias de una existencia digna) y
entroniza en su lugar un desprestigio del mérito, un regodeo en los bajos
instintos y en la mediocridad satisfecha de sí misma. Esos cientos de miles de
jóvenes que anualmente se preparan para ingresar como concursantes de programas
que retratan sin filtros embellecedores la tristeza de la carne y la vacuidad
del espíritu ni siquiera están acuciados por la miseria o la marginación; a
diferencia de aquellos muletillas de antaño que se exponían a la embestida del
toro porque «más cornás da el hambre», los postulantes de «Gran Hermano»
encarnan la avanzadilla, especialmente desvergonzada si se quiere, de una
sociedad que se pavonea de su vulgaridad, hija de un igualitarismo que desdeña
la excelencia y brinda la gloria (o sus sucedáneos más efímeros) a quienes
exhiben inescrupulosamente su ignorancia cetrina, su risueña amoralidad, su
desdén chulesco hacia todo lo que huela a virtud en el sentido originario de la
palabra. La televisión, a la postre, se limita a premiar lo que la sociedad
previamente ha entronizado.
Detrás del fenómeno de la televisión basura se agazapa, en fin, una
perversión de la democracia que halla en esos cientos de miles de jóvenes que
se disputan una fama catódica una infantería voluntariosa y desinhibida.
Aquella rebelión de las masas que anticipara Ortega ha alcanzado, al fin, su
apoteosis más sombría.