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Las Provincias, jueves, 18 de noviembre de 2004
El título así: castidad. Sin anestesia. Políticamente incorrecto porque, según las crónicas, lo correcto ha sido afirmar que las enseñanzas católicas en materia sexual son, o parecían ser, aberrantes. Esas palabras –o sus e...
Las Provincias, jueves, 18 de noviembre de 2004
El título así: castidad. Sin anestesia. Políticamente incorrecto porque, según las crónicas, lo correcto ha sido afirmar que las enseñanzas católicas en materia sexual son, o parecían ser, aberrantes. Esas palabras –o sus equivalentes–, propiedad de un alto cargo en la Unión Europea, aún siguen colgadas en alguna web, sin que hayan merecido particulares reproches de muchos de sus colegas, ni, por supuesto, solicitud de perdón por su autor. Evidentemente no estoy de acuerdo con ellas, pero respeto al causante. Es más, deseo escribir de forma positiva, tanto si me refiero a opiniones contrarias como al tratar de la propia virtud, que, según San Josemaría, “es una afirmación gozosa” ( Amigos de Dios , n. 177).
Aunque la autoridad en doctrina católica es el Magisterio de la Iglesia, no van mal estas palabras de Goethe: “Pensamientos grandes y corazón puro, esto es lo que tendríamos que pedir a Dios”. Porque, de algún modo, sintetizan la castidad.
El catecismo de la Iglesia católica afirma que “la sexualidad abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y su alma. Esto concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro” (2332). Me parece que los pensamientos grandes y el corazón limpio del genial Goethe se crían mejor en ese contexto en el que el catecismo resume la sexualidad. Basta pensar en la referencia a la persona humana entera para descartar que sea solamente genitalidad. Esa es una sexualidad muy pobre, es más, puede ser el roedor que la destruya y la corrompa en la búsqueda constante de nuevas sensaciones que envejecen en cuanto nacen.
Algo más adelante, añade el catecismo: “La castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual. La sexualidad en la que se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal y biológico se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo y temporalmente ilimitado del hombre y de la mujer. La virtud de la castidad, por tanto, entraña la integridad de la persona y la integridad del don”.
Expresan muchas ideas estas líneas: la sexualidad procede de la corporeidad, pero se integra en la persona relacionada con otra persona, dándose ambas –hombre y mujer– en una vinculación permanente que llamamos matrimonio. La integración en la persona alude a su unidad, una unidad que no tolera ni la doble vida ni el doble lenguaje, lo que implica un dominio de sí mismo para ser fiel en el don a la otra persona. La sexualidad se realiza en una mujer y un hombre que entrelazan de forma armónica la capacidad unitiva y procreadora con todos los aspectos de su ser. Quizá por eso decía Lacordaire que “la castidad no es una virtud propia del claustro y de los iniciados. Es una virtud moral y social, una virtud necesaria para la vida del género humano”. Es imprescindible para el seguimiento de Cristo, para el respeto a los demás y para un orden social justo, en el que el cuerpo y los sentimientos –y con ellos la persona– no se convierten simplemente en un objeto de placer. Iba mucho más allá San Agustín comentando una bien conocida bienaventuranza: “¿Quieres ver a Dios? Escúchalo: ‘Bienaventurados los de corazón limpio porque ellos verán a Dios’. En primer lugar piensa en la pureza de tu corazón; lo que veas en él que desagrada a Dios, quítalo’’.
Por estas, y por muchas otras razones –también de tipo natural–, la Iglesia pide la virtud de la castidad a todos los que quieran seguir a Cristo: solteros y casados. A los solteros les exige la continencia total, sea cual sea su orientación sexual. Demanda a los segundos que los actos propios del amor conyugal queden abiertos a la vida. Porque siempre –como ha dicho Juan Pablo II– “la pureza es exigencia del amor. Es la dimensión de su verdad interior en el corazón del hombre”. Si hay amor verdadero en el corazón, ha de manifestarse externamente de modo casto: “Donde no hay amor de Dios, reina la concupiscencia” (San Agustín).
Se puede argüir con la vida de los católicos que se desarrolla al margen de estas enseñanzas. Bien sabemos que existen, pero ni ese comportamiento resta un ápice a la doctrina de Cristo –como la existencia de ladrones no mueve a propiciar legalmente el robo– ni es irrevocable: siempre podemos ser el hijo pródigo que vuelve a casa por el sacramento de la Penitencia.
También se puede afirmar que ser casto exige un heroísmo imposible. No resulta así, cuando –además de contar con la ayuda de Dios en la oración y los sacramentos– desplazamos el sexo detrás de otros intereses más fuertes: fe, familia, trabajo, servicio a los demás, aficiones humanas nobles, etc. Y, además, la lucha, la buena ascética cristiana, que no fabrica superhombres, pero sí personas que saben lo que es la fortaleza y una voluntad firme. “Grabadlo en vuestros corazones –dice San Josemaría, refiriéndose al peso y a la necesidad de las alas para volar–, decididos a no ceder si notáis el zarpazo de la tentación, que se insinúa presentando la pureza como una carga insoportable: ¡ánimo!, ¡arriba!, hasta el sol, a la caza del Amor.’’