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Nuestra civilización occidental ha hecho grandes progresos en el terreno científico y tecnológico. Pero en cuanto a los valores del espíritu manifiesta síntomas preocupantes: frialdad, sequedad, desorientación…, y a veces parece que avanza hacia su propia destrucción. ¿Hasta qué punto es así?
La película "The Road" (J. Hillcoat, 2009) comienza en un día del futuro. Ha ocurrido un cataclismo. La tierra se ha quedado en un sopor postapocalíptico, desolada y baldía, Se muere poco a poco. Apenas quedan animales. "Pronto desaparecerán todos los árboles del mundo". Por los caminos van refugiados y bandas peligrosas. Hay incendios en las colinas, gritos trastornados y canibalismo. Preocupa siempre la comida, el frío y los zapatos. Y en las casas vacías cuelgan los cadáveres de muchos que se han suicidado.
Padre e hijo —no sabemos los nombres— caminan por una carretera gris y nublada. Llevan una pistola, donde sólo quedan dos balas. Llueve, truena. De vez, en cuando, un terremoto: «Estoy aquí, aquí contigo, tranquilo —el padre le abraza—: no dejaré que te ocurra nada. Yo te cuidaré».
Los interrogantes sobre Dios se plantean siempre que se tocan los grandes temas, porque cada uno nos hacemos una idea de Dios. A veces lo confundimos con otras realidades, o no encontramos el mejor camino para llegar a Él. Como pasa con todas las personas, la madre de esta familia se niega simplemente a "sobrevivir". Aunque toma una opción desesperada y huye hacia la oscuridad, nunca podremos saber qué sucedió en sus últimos momentos. Más adelante el esposo recordará cuando le dijo lo que todo enamorado podría decir: «Si yo fuera Dios, habría hecho el mundo así, exactamente así, y así te tendría». En efecto, Dios no quiere destruir el mundo, sino que somos nosotros los que lo hemos estropeado. Tampoco ha creado el mejor mundo de los posibles (como pretendía Leibniz), sino el que le ha parecido mejor para nosotros, y cuenta con que lo cuidemos y mejoremos.
Dios está claramente en el cuidado del padre por el hijo, pero también en la actitud del hijo: «A veces —se dice el padre a sí mismo— le cuento al chico viejas historias de valor y justicia, aunque me cuesta recordarlas. Sólo sé que el chico lo justifica todo. Y que si él no es la palabra de Dios, entonces Dios nunca habló». Esa Palabra se descubre en la bondad en la que aún se cree, a pesar de todo lo que ha sucedido, en medio de las vacilaciones y tentaciones.
El niño le pregunta: «Nosotros nunca nos comeríamos a nadie, ¿verdad?» Y el padre le dice que no, aunque nos muriéramos de hambre. Y eso, deduce el chico, «porque somos de los buenos… llevamos el fuego» (es decir, el fuego que aún queda de bien y de humanidad).
Dios está en la tremenda lucha del padre y en su oración implícita: «Cada día es una mentira… Intento prepararle para el día en que me vaya»; aunque a veces se desmorona, llora y grita clamando al cielo: «¡Por favor!».
También está Dios en el camino en la figura de aquél casi ciego, y en la conciencia del chico, que fuerza al padre a darle algo de comer. El vagabundo dice que el niño le parece un ángel. El padre le responde: «Para mí es un dios». Y el mendigo replica con tono medio de misterio y de ironía: «Espero que eso no sea cierto. Estar en la carretera, así, con el último dios…, sería terrible, una situación peligrosa». Y agrega con tono de escepticismo: «Quien quiera que creara la humanidad, no encontrará humanidad aquí».
Siguen, con el peligro acechando constante, pisándoles los talones. Corren. Bajo ellos la tierra se abre. Sobre ellos caen los árboles.
En una escena que no está en la novela, se refugian en una iglesia y encienden fuego. En medio de la penumbra se distinguen algunos frescos: imágenes de santos y de un sacrificio. El padre tose sangre. El chico ha tenido una pesadilla. La cámara enfoca hacia arriba: una ventana en forma de cruz lo ilumina y preside todo. Se abrazan: «Yo le digo: cuando sueñas que ocurren cosas malas, es porque sigues luchando, porque sigues vivo; deberás empezar a preocuparte cuando sueñes con cosas buenas». Como si le dijera: con la ayuda de la Cruz, luchamos por la vida, luego existimos.
El cuidado del padre y la bondad y tesón del chico hacen posible el final, que queda abierto al misterio del bien, precisamente por el encuentro con una nueva familia.
* * *
La película —dura pero sugerente— está basada en la interesante novela del mismo título, escrita por Cormac McArthy (premio Pulitzer, 2007), y que el New York Times (25-XI-2006) calificaba de "sencilla y sin embargo misteriosa, a la vez enigmática y cristalina".
En una entrevista con el novelista y el director del film, reproducida por el Wall Street Journal (20-XI-2009), se revela que muchas de las palabras entre el padre y el hijo recogen diálogos literales entre McArthy y su hijo John. McArthy fue educado como un católico irlandés, sin demasiada formación religiosa. Sin embargo reconoce: «Me atrae mucho la visión espiritual de la vida, y pienso que es importante»; añade que le gustaría vivir mejor la religión, y que le interesa más ser bueno que ser inteligente.
¿Pero dónde —se ha preguntado alguien— nos pueden llevar las carreteras, cuando el mundo aparece cubierto por la ceniza gris de la mediocridad, de la oscuridad de los sentimientos, de la superficialidad que no trasciende lo publicitario? Habría que responder que sigue habiendo indicadores suficientes, en medio de la tiniebla, y que entre esos indicadores estamos sobre todo los cristianos, con el testimonio de nuestras vidas, para señalar a la humanidad el camino que le puede llevar hasta convertirse en familia de Dios [1].
Al comienzo del Sínodo para Oriente Medio, Benedicto XVI dijo que el conocimiento del verdadero Dios tiene que ver con el dolor; que las potencias que esclavizan al hombre y destruyen el mundo —como la droga, o cierta forma de vivir propagada por la opinión pública— son divinidades falsas y deben ser desenmascaradas; que «la fe de los sencillos es la verdadera sabiduría» y es también la fuerza de la Iglesia.
[1] "Una sola familia humana". Mensaje de Benedicto XVI para la Jornada Mundial del Emigrante y Refugiado (26-I-2011).
Ramiro Pellitero, Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra
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