Una generación que Juan Pablo II bautizó como "centinelas de la mañana"
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Esta tarde, al contemplar la imagen de Nuestra Señora de Chestokova que preside mi habitación, me ha invadido el recuerdo de Tor Vergata. No es la primera vez que ocurre, por lo que estoy seguro de que aquella vivencia está fuertemente impregnada en mi mente.
Desconozco si esto también les ocurre a todos aquellos que participaron en la Jornada Mundial de la Juventud que se celebró en Roma durante el Jubileo del Año 2000. Han transcurrido poco más de diez años. Algunas cosas han cambiado, entre ellas el nombre del Santo Padre; otras parecen mantenerse inquebrantables, como la debilidad de los derechos humanos.
Qué es de aquellos jóvenes de Tor Vergata, aquella generación que Juan Pablo II bautizó como "centinelas de la mañana". Roma vive en mi de una manera que quizá sólo puedan comprender quienes estuvieron en la Ciudad Eterna durante aquel agosto de hace ya diez años.
Ciertamente, en mi vida hay muchos pasos adelante y otros tantos hacia atrás, también sentimientos y momentos claroscuros. Sin embargo, Roma, así como un previo Camino a los pies del Apóstol Santiago en verano de 1999, supuso un cambio radical en mi vida a pesar de las cuantiosas confusiones que revolotean en mi cotidianidad: el encuentro con la fe.
Aquella fue la primera de las muchas ocasiones que tuve de convivir junto al Santo Padre Juan Pablo II. De aquellos días vienen y van con relativa constancia muchos recuerdos, pero en especial la invitación que el propio Pontífice recogería poco después en su Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte: ¡Duc in altum! Remar mar adentro para vivir con pasión el presente y abrirnos con confianza al futuro.
A qué joven de Tor Vergata no le sacuden estas palabras. Con el don del Espíritu, el Papa nos mostró que Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre. Qué Él es el fundamento y el centro de la historia y, al mismo tiempo, nuestro camino y nuestro fin. Con Él y junto a Él todo es posible.
Fue en Roma cuando oí con mayor fuerza, por esa facilidad para transmitir que poseía Juan Pablo II procedente del propio testimonio, la llamada a la santidad. A pesar de la flaqueza humana nos indicó que todo es posible en Cristo. Que no había que seguir a otro que al único que nos puede salvar; que le siguiéramos a Él y al Evangelio situando la fe como sustrato de nuestra esperanza.
A nosotros, que habíamos visto el rostro de Cristo, nos encomendó la tarea de ser centinelas de la mañana, de mirar hacia delante, remando mar adentro, sin caer presas de la inercia y la pereza porque nos esperaban muchas cosas en el mundo que sólo cambiarán mediante el verdadero testimonio de fe: el relativismo que deforma la correcta interpretación de la persona humana y su dignidad y que se manifiesta en las distintas formas del aborto, la eutanasia, el amor mal comprendido de la homosexualidad, la ausencia de derechos, etc.
Diez años después seguimos encomendados a la misma misión, una misión perenne que es la propia de la Iglesia. Somos centinelas de la mañana, cada día, en cada uno de nuestros quehaceres hemos de reflejar el rostro de Cristo en una sociedad como la nuestra, muchas veces persuadida y ensimismada por lo material hasta el extremo de obviar la realidad.
El cambio de mentalidad, por muy difícil que resulte, sólo puede hacerse desde el testimonio de la fe, puesto que la salvación no nos ha sido revelada mediante la carne ni la sangre, sino mediante el Padre (Mt 16, 17). Estemos tranquilos, Juan Pablo II ya nos advirtió de tan dificultosa tarea. Limitémonos en ponernos al servicio de Dios y Él obrará.
Somos centinelas de la mañana. No podemos abandonar, no podemos permitirnos que Cristo nos pregunte, ¿también vosotros queréis marcharos? (Jn 6, 67). En Roma nos comprometimos, aunque algunos como yo hemos abandonado o esquivado muchas veces el camino de nuestra misión a lo largo de estos diez años. Volvemos y seguimos porque sólo podemos acudir a Él, el único que tiene palabras de vida eterna (Jn 6,68) y que no cierra nunca los brazos de su misericordia. Esto hemos de testimoniarlo en nuestra sociedad, porque en ello va el valor y la dignidad, el sentido y la esperanza de los hombres.