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«Mi voz es muy débil, apenas un susurro, y quizá sólo tú estás en condiciones de oírla y de entenderla»
Querida mamá:
Aunque todavía no me acunas en tus brazos, permíteme llamarte así, porque ya lo eres. Si estoy vivo, si soy una persona aun midiendo apenas unos centímetros, es cierto, y si puedo dirigirme a ti, de tú a tú, ha sido gracias a ti.
Por el ritmo de tu sangre, por los latidos de tu corazón, ha llegado hasta mi espíritu los ecos de tu alegría, de tu nerviosismo y de tu recuperada paz. Algo ha ido cambiado en mi entorno, y a la calma de los primeros treinta días —más o menos, que tan pequeño no calculo con mucha exactitud— ha seguido después como un sobresalto de alegría, que se ha convertido en un cierto desasosiego. Al volver a sentir tranquilidad y quietud, me imagino que ya se te ha pasado la primera sorpresa, que ya has vencido el primero desánimo, que yo te he podido causar y, por eso, me animo ahora a escribirte.
Sí, mamá, soy yo quien estoy aquí. Yo, tu hijo, que sin voz me oyes, que sin ojos me miras, que sin palabras me hablas. Yo, que comienzo a ocupar un lugar no sólo en tu cuerpo, sino también en tu espíritu, en tu silencio, en tu hablar, en tus alegrías, en tu penas, que te acompaño en tus trabajos y en tus descansos, que no te dejo ni de día ni de noche, porque toda mi vida depende ahora de ti.
Quizá cuando te convenciste —no sin un poco, o un mucho, de trabajo— de que yo había llegado me miraste como un extraño que traía desorden, problemas. Ahora, ya, casi con toda seguridad, me has acogido en tu corazón, y estás dispuesta a que yo vea la luz contigo un día, y pueda establecer también contigo mis primeras conversaciones valiéndome de mi sonrisa.
Ya sé que dentro de unos días te harán una ecografía, o algo por el estilo, y verás un bulto dentro de ti, que en nada se parece a cualquier parte de tu cuerpo. Soy yo. Quizá tengas que recurrir a tu imaginación para figurarte el contorno de tu nueva criatura. Aunque ya has recibido otros hijos, tengo la impresión de que cada uno somos únicos, y aun pareciéndonos entre nosotros en algunos rasgos, como es natural, las madres nos miráis a cada uno con ojos diferentes: los matices de vuestro amor maternal deben ser casi infinitos.
Mamá, sé que no necesitas estas palabras, pero he tenido como un fuerte impulso, un deseo apremiante, para decírtelas. Apuesta por mi vida, como has apostado por la de mis hermanos mayores. No vengo a quitarles nada, ni de tu corazón, ni de tus preocupaciones, ni de tus cuidados, ni de tus bienes, ni mucho menos de tu amor, que tu espíritu se ensancha con cada hijo y tu capacidad de amar no tiene límites, aunque a veces se te ocurra pensar que ya no puedes con más carga.
Y te digo que apuestes de nuevo, porque supongo que no es lo mismo engendrar un hijo en los primeros veinte años de edad, que ahora cuando has dejado algo atrás los segundos treinta —perdona mi indiscreción—, y algunas tardes te puedes encontrar pensando que a esas alturas del vivir ya sería mejor un poco de calma y de descanso, y que te faltarán las fuerzas hasta para alzarme, porque me da la impresión de que me voy a presentar bien de peso.
En otras ocasiones te rondará por la cabeza el pensamiento de que ya te has quedado sin capacidad de educarme bien, vistos los tiempos que corren, que hasta a mí me llegan rumores de que no son demasiado fáciles para quienes no nos hemos asomado todavía a la luz de cada mañana; y puedas caer en un cierto pesimismo y desánimo al considerar la "calidad" de vida que estáis en condiciones de ofrecerme.
No te preocupes. Tú déjame nacer, y después ya veremos. El hecho de "vivir" es el fundamento para conseguir después una "calidad" u otra. Descuida que estoy dispuesto a salir lo suficientemente espabilado para quitarme las castañas del fuego a las primeras de cambio, y a darte muchas alegrías, aunque supongo que alguna que otra pena también te llevarás, aunque este hijo tuyo te salga un "santo".
Ahora me toca a mí agradecerte el gran gozo que me has dado hace unos días, y seguramente sin proponértelo y sin darte cuenta. Quizá fue un médico joven quien te habló de una sombra apenas perceptible que le pareció haber visto sobre lo que es ya el principio de desarrollo de mi cabeza. Sin pensarlo demasiado, y quizá ni siquiera dos veces, te manifestó cruda y llanamente su temor de que pudiera ser un indicio de que yo llegaba al mundo con el síndrome Down.
Supongo que te llevarías un buen disgusto y que te encontrarías invadida de tristeza. Reaccionaste pronto, a Dios gracias, y no dejaste que tu ánimo se abatiera por un comentario que expresaba más las dudas del médico, y su nerviosismo, que su sabiduría y su delicadeza, y que muy bien se podría haber guardado para sí, al menos, hasta que confirmara el diagnóstico con otros colegas.
No sé si notaste que salté de gozo cuando le dijiste al doctor que no veías ninguna razón para qué te dijera esas cosas, y añadiste que: «Con Down o sin Down, es mi hijo, y lo amo». Después le aclaraste enseguida que en cualquier caso, tú no estabas dispuesta a interrumpir el curso de mi vida, a abortar y a convertirme en un trozo más de carne para el incinerador, y que viniera como viniera yo nacería a mi debido tiempo, salva cualquier otra cosa que Dios quisiera disponer.
Tuve la impresión de que el médico se dio cuenta de su falta, y que te pidió perdón.
Quizá tengas que guardar cama algunos días para que yo crezca con regularidad; llévalo con una sonrisa, mamá, y reza por mí; quizá más de un día acabes agotada y pensando si vale la pena todo ese sufrimiento y cansancio para traerme a este mundo. Cuando me bauticéis tendrás por bien llevados los cansancios, las molestias, los mareos, las debilidades...
Mi voz es muy débil, apenas un susurro, y quizá sólo tú estás en condiciones de oírla y de entenderla. No puedo participar en ninguna manifestación para defender mis derechos, y pongo toda mi confianza en el único ser en el mundo que puede dar fe de que yo existo: mi madre.
Mamá: apuesta por mi vida. Vale la pena, y acertarás.
Con todo cariño,
Tu hijo.
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