La pretensión del Papa no puede ser más sugestiva
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Como no podía de ser de otro modo, el escándalo de la pederastia y algunas manifestaciones contrarias al histórico viaje de Benedicto XVI al Reino Unido lo han ensombrecido a pesar de la valoración positiva efectuada desde diversas tribunas ajenas a la Iglesia católica.
Desde una perspectiva más amplia, sin embargo, cabe fijarse en otros aspectos mucho más interesantes y positivos del viaje. En concreto, deseo centrarme en una cuestión de especial actualidad en los debates políticos actuales. Me refiero a la de las relaciones entre religión y política, el asunto quizá más sensible en las democracias contemporáneas occidentales.
Tal delicada cuestión tiende a plantearse en términos extremos, como un dilema entre laicismo e integrismo. El fanatismo de los terroristas islámicos que invocan a Dios para matar o propuestas tan sorprendentes, obtusas e imprudentes como la del pastor Terry Jones llamando a hacer públicas quemas del Corán no ayudan nada a la causa de la religión.
Pero tampoco colaboran a plantear un debate sereno los laicistas de distinto signo empeñados en endosarle a la religión todos los males que aquejan a la humanidad y que consideran las creencias religiosas un obstáculo para el progreso y la democracia. Laicista no es quien no tiene fe, sino quien cree —entre otras cosas— que los creyentes no deben influir de ninguna manera en los asuntos públicos, y quien se cree de verdad que la religión, como el tabaco, mata.
Lo malo de tanto ruido mediático es que nos impide escuchar las voces. La saturación mediática puede convertirnos en personas perfectamente desinformadas. Pocas personas se han enterado de lo que el Papa realmente ha hecho y dicho en su reciente viaje.
Y es una pena, entre otras razones, porque el discurso de Benedicto XVI pronunciado en un lugar tan emblemático como Westminster Hall el pasado 17 de septiembre representa una muy interesante contribución para la equilibrada solución —más allá del integrismo y del laicismo— al influjo de la religión en las democracias.
Puede ayudar a entender su mensaje comprender que a lo que apela en primer término es a la reivindicación de un fundamento ético y racional para la vida civil. En su discurso en Londres, el Romano Pontífice recordó el importante hito que supuso para la humanidad la abolición de la esclavitud por el parlamento británico.
Tal referencia ayuda a entender que la política no puede basarse sólo en el consenso, sino que ha de buscar ese fundamento humano que es la ley natural, accesible a la razón humana. El ejemplo es muy adecuado porque sirve para mostrar cómo el mecanismo democrático de toma de decisiones en sede parlamentaria debe estar al servicio de unos valores que anteceden a la voluntad de los legisladores: la esclavitud no es denigrante porque lo hayan reconocido los parlamentarios, sino que los parlamentarios descubrieron que estaban moralmente obligados a abolir la esclavitud por ser una práctica inhumana.
¿Y qué pinta la religión en todo esto? Benedicto XVI ha recordado lo que ya ha expresado en otras ocasiones: que la religión puede purificar la razón y que, a su vez, la razón debe, por así decir, reconducir a la religión a la senda de la racionalidad. Por una parte, afirma el Papa, el papel de la religión consiste «en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos».
Esto tiene sentido porque, tal como se comprueba con lo que ocurrió en la trata de esclavos y con lo que sucede tan a menudo, la razón puede apartarse de lo que en principio podría conocer. Por otra parte, Benedicto XVI no tiene inconveniente en asumir el «papel purificador y vertebrador de la razón respecto a la religión». Entiendo yo que la razón contribuye a soslayar el riesgo de una deriva fanática de la religión.
El mensaje cristiano en materia política no tiene nada de integrista. Concibe la política como un ámbito dotado de una racionalidad propia, que, sin embargo y en expresión de Habermas, es susceptible de descarrilar. Las intuiciones morales provenientes del ámbito religioso, tales como, entre otras, la dignidad de la persona humana creada a imagen de Dios, la generosidad con los semejantes y la superioridad del ser sobre el tener, representan una inestimable ayuda para ayudar a nuestra razón a descubrir los principios morales que la política, como toda actividad humana, debe tener presentes si quiere contribuir a la construcción de un mundo más humano.
La pretensión del Papa no puede ser más sugestiva. No es otra que la de «indicar que el mundo de la razón y el mundo de la fe —el mundo de la racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas— necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra civilización».