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En vista de que la gripe continúa y mi imaginación no está en su mejor momento, he buceado entre los viejos artículos que nunca salieron en "el globo" y he encontrado éste. Me parece muy oportuno, ya que acabamos de celebrar el 8º aniversario de la canonización de San Josemaría.
«—Tenía yo veintiséis años, la gracia de Dios y buen humor: nada más. Pero así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es Él quien escribe»
(Así contaba San Josemaría, en una tertulia, la fundación del Opus Dei).
Escribió Santa Teresa que «un santo triste es un triste santo». Quería decir con eso que santidad y tristeza son términos contradictorios. Hablando con rigor, no puede haber santos tristes. Los mártires no ponían cara de mártires cuando caminaban decididos a la muerte. Y los confesores de la fe, que sufrieron persecución por ser discípulos de Cristo, se consideraron siempre —como cuenta el libro de los Hechos de los apóstoles— «gozosos de haber sido dignos de ser ultrajados por su Nombre».
En cambio sí que ha habido santos serios. Y, probablemente, también santos aburridos, sosos, adustos, e incluso —que ellos me perdonen— relativamente cargantes. Digo esto porque, como es bien sabido, la Gracia de Dios no destruye la naturaleza. Y la seriedad o la sosería son características naturales perfectamente compatibles con el amor a Dios.
San Josemaría fue un santo alegre, como no podía ser de otro modo. Pero además su alegría fue «desbordante: serena, contagiosa, con gancho...» Así lo escribió él mismo en Surco, haciendo, sin pretenderlo, su propio retrato. Explica en ese punto cómo debe ser la alegría de un hombre o de una mujer de Dios; y concluye: «en pocas palabras, ha de ser tan sobrenatural, tan pegadiza y tan natural, que arrastre a otros por los caminos cristianos».
Ese desbordamiento de alegría caracterizó al fundador del Opus Dei durante toda su vida, y es lo que en castellano llamamos "buen humor". El diccionario de la Academia lo describe como "propensión más o menos duradera a mostrarse alegre y complaciente"; pero probablemente sería necesario completar la definición añadiendo ese matiz que se recoge en el punto de Surco: el buen humor es, sobre todo, contagioso. Y es que hay personas que probablemente están muy contentas siempre, pero no contagian nada: tienen una alegría tan serena y profunda que, para encontrarla, habría que hacer excavaciones.
Nunca olvidaré, por contraste, aquel verano de 1960 en que vi por primera vez a San Josemaría. Fue en Molinoviejo, una pequeña finca entre pinos a pocos kilómetros de Segovia. Antes de esa fecha, sólo conocía del Fundador de la Obra varias fotos en blanco y negro y Camino. También había oído contar algunas anécdotas bien expresivas, pero reconozco que me había hecho una idea equivocada de su personalidad. Pensaba que me encontraría con un hombre serio, grave y sentencioso. Tal vez imaginaba una mirada ausente, "espiritual". Pero aquella tarde, cuando se abrió la puerta del automóvil que lo traía desde Roma, vi salir a un sacerdote sonriente, lleno de vitalidad y de fuerza, rápido en sus movimientos, de mirada penetrante y amable, que derrochaba cordialidad en cada gesto y en cada frase.
Estábamos en la casa un grupo de estudiantes de varias universidades españolas participando en un curso de formación. Todos pertenecíamos al Opus Dei, pero aún éramos muy jóvenes en la Obra.
Tuvimos una tertulia en el jardín. Apiñados en torno al Padre se nos pasó el tiempo volando. San Josemaría nos habló de nuestra vocación, del estudio, de la labor apostólica que habíamos de realizar en la universidad, y, siempre, de amor de Dios, de oración, de lucha interior.
A la vuelta de cuarenta y un años, puedo decir con absoluta seguridad que jamás me he sentido tan exigido: el proyecto de vida que nos presentaba aquel sacerdote era el más arduo que uno pudiera imaginar. No había concesiones a la mediocridad o a la tibieza. Cuando decía la palabra "santidad", hablaba en serio. Y también cuando pedía heroísmo en la entrega.
Sin embargo si alguien hubiese presenciado de lejos aquella tertulia, probablemente habría pensado otra cosa, porque lo cierto es que nos lo pasamos en grande; reímos a carcajadas unas cuantas veces, y nos habríamos quedado un par de horas más con nuestro Padre sin sentir el paso del tiempo.
Años más tarde una persona de la Obra que vivió con el Fundador al comienzo de los años cuarenta, cuando el Opus Dei era todavía muy pequeño, recordando los comienzos de la labor apostólica en distintos países de América y las dificultades de todo tipo que hubieron de superar, hizo una pausa en su narración y añadió:
—De todas formas no lo pasamos mal. Es más, lo pasamos muy bien. Tened en cuenta que nuestro Padre había recibido de Dios el carisma de hacer que hasta lo heroico resultara divertido.
Me apunté la expresión en la agenda, y entendí entonces que el buen humor y el sentido del humor pueden ser también carisma, es decir, Gracia, don de Dios.
San Josemaría correspondió a ese carisma heroicamente hasta el momento mismo de su marcha al Cielo. Nunca perdió el buen humor: ni en la enfermedad, ni en la persecución. Es más, quienes convivían con él sabían que, en los momentos duros, su sonrisa era aún más abierta y pegadiza.
A sus hijos e hijas nos dijo en más de una ocasión:
«—Os dejo como herencia, en lo humano, el amor a la libertad y el buen humor».
Y nos pidió que fuésemos siempre «sembradores de paz y de alegría», porque nuestra misión —repitió muchas veces— «es hacer alegre y amable el camino de la santidad en el mundo».
Ahora, al terminar de escribir estas líneas, echo una ojeada a la fotografía que tengo sobre la mesa: en Guatemala, un año antes de su marcha al Cielo, el Fundador de la Obra, de perfil, ríe sin contenerse, en una carcajada limpia, clara y contagiosa como la de un niño.
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