Arguments
Se está llenando el mundo de ancianos, como consecuencia del control de natalidad por una parte y, por otra, porque la medicina avanza que da gusto, prolongando la vida de las personas sobre la tierra: los últimos datos del INE (Instituto Nacional de Estadística) para España dan una vida media de 83 años para las mujeres y 77 años para los hombres.
Ha crecido en más de 20 años desde mediados del siglo XX y se espera que aumente otros 10 años cuando lleguemos a la mitad de este siglo XXI. La tercera edad avanza a fuerte ritmo y la pirámide de población se va invirtiendo a marchas forzadas. En pocos años un número muy inferior de población activa deberá sostener a toda una masa ingente de población pasiva que va a peor, sobre todo en su nivel de dependencia.
A eso le podemos añadir la crisis de tantas familias, incapaces de querer, cuidar y soportar a unos padres mayores, y menos aún a tener a los abuelos en casa. Si se proyecta la vista hacia un futuro no muy lejano, el panorama puede verse pesimista y sombrío, incluso desolador. Ancianos hacinados en residencias de más o menos calidad, poca población activa que saque adelante los países, falta de cariño, de apoyo y de comprensión de las familias que todavía no habrán salido de la crisis en muchas partes del globo.
Así las cosas, Tomás Trigo, profesor de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, lanza una propuesta sorprendente, certera y digna de prestarle toda la atención: la visión cristiana de la vida, la visión cristiana del mundo. Vayan a un geriátrico y verán muchos ancianos: fíjense en los ojos de cada uno, en el fulgor alegre o en la opacidad tristona de su mirada.
Dice el profesor Trigo: "Si miramos el futuro con verdadero realismo, con los ojos nuevos que Dios nos ha dado, ¿qué vemos? ¿La decadencia? Todo lo contrario".
* * *
¿Con qué ojos miramos?
Tomás Trigo
Hace algún tiempo, una madre de familia me decía con un cierto tono de tristeza y desencanto: Acabo de cumplir 50 años y me he puesto a echar cuentas: los mejores años los he dedicado a mi marido y a mis cinco hijos, he sido sólo un ama de casa, he trabajado siempre en el hogar. Lo mejor de mi vida se ha pasado ya y me da la impresión de que no he hecho nada que valga la pena. De aquí en adelante, ¿qué?: la decadencia. Sinceramente me considero una persona fracasada. Y lo peor es que al mismo tiempo me resisto a serlo.
Las palabras de aquella madre de familia me han hecho pensar. No se trata sólo de un problema con el que se encuentran los hombres y a las mujeres que están viviendo la década de los cincuenta. De hecho puede plantearse en cualquier momento de la edad madura, e incluso en personas jóvenes que pretenden hacer un balance de su vida.
La visión realista
El problema, en mi opinión, radica, sobre todo, en los ojos con los que miramos la realidad, en el criterio de valoración que empleamos. Tendemos a valorar nuestra vida por los éxitos conseguidos y por las satisfacciones que nos proporciona. Este es el criterio más utilizado en nuestra sociedad actual. ¿Cuánto valgo? ¿Cuánto vale mi vida?, preguntamos.
Y todos parecen de acuerdo en responder: Depende de tu categoría profesional, de tu nivel económico y social, de la influencia que puedas ejercer en los demás desde tu puesto de trabajo, del dinero que ganas, del número de personas sobre las que mandas, del nivel de vida que has conseguido, del tipo de personas con las que puedes relacionarte.
Es lógico que si utilizamos este criterio de valoración y echamos cuentas, la mayor parte de las personas obtenemos un resultado negativo. ¿Goces, satisfacciones y éxitos?: algunos, pero, una vez vividos, da la impresión de que han quedado en nada. ¿Sacrificios, trabajos, dolores, contrariedades?: siempre nos parecen demasiados. La suma total sale casi siempre negativa. La conclusión de tal balance suele ser esta: Mi vida ha sido un fracaso.
Tenemos además la impresión de que esta es la única visión real, objetiva. Y si alguien intenta hacernos ver otros aspectos de la realidad, consideramos que nos están tratando como a niños pequeños y crédulos a los que se consuela fácilmente con cualquier fantasía.
Decía que el balance de la vida puede hacerse en cualquier momento, pero también es verdad que entre los 40 y los 50 años somos más propensos a este tipo de operaciones. Consideramos además que ya hemos vivido la parte más importante de la vida la juventud y pensamos que lo que no hemos hecho, no podremos hacerlo ya. Tenemos la sensación de que el juicio sobre nuestra vida es definitivo: lo que nos espera ya no es más que... decadencia.
No es extraño que, como fruto de este balance, se experimente un sentimiento de fracaso, que lleva a unos a deprimirse (porque no ven la posibilidad de cambiar su vida) y a otros al inconformismo y a la rebeldía. A estos últimos les puede sobrevenir la tentación de dar un brusco giro de timón a la propia existencia para recuperar el tiempo perdido, aunque el cambio lleve consigo la ruptura con los compromisos que han ido adquiriendo a lo largo de la vida con las personas que aman.
Pero todo esto insisto es la consecuencia de ver la realidad con unos ojos que ven muy poco. Es como contemplar un maravilloso paisaje a través de una pantalla de televisión en blanco y negro, y fijándonos además exclusivamente en los tonos oscuros, sin considerar siquiera que son necesarios para que haya imagen.
La visión real
La mujer de la que he hablado al comienzo es una mujer cristiana y eso es una gran ventaja para entender lo que voy a exponer a continuación. Los cristianos sabemos que, si no lo expulsamos por el pecado, Dios habita en nosotros como en su casa, somos templos de Dios, y que, entre otros muchos regalos que nos hace, nos da unos ojos nuevos para ver la realidad, la vida nuestra y la de los demás, el mundo y las circunstancias de la existencia, todo, como lo ve Dios, con una visión a la que podemos llamar sobrenatural. Claro que no todos tenemos la misma capacidad de visión: depende, en definitiva, de nuestra mayor o menos unión con Dios.
Mirar nuestra vida con ojos nuevos
Cuando miramos nuestra vida con estos ojos nuevos, resulta que lo primero en lo que nos fijamos no es en lo que hemos hecho o dejado de hacer, sino en lo que Dios nos quiere. Y descubrimos con admiración y asombro una realidad que tal vez nunca habíamos considerado, un panorama nuevo, maravilloso, verdadero y consolador.
Descubrimos que el simple hecho (¿simple?) de estar en la existencia, de estar viviendo en este mundo, es fruto de su Amor. Desde toda la eternidad ha pensado en cada uno de nosotros y ha dicho: Te quiero, y quiero que existas, y quiero que existas eternamente, para que seas feliz conmigo. No sólo lo ha dicho en algún momento, lo está diciendo continuamente, ahora: Te quiero. Y es Dios quien nos lo dice...
Descubrimos con asombro que es tan grande su amor que decidió convertirnos en verdaderos hijos suyos: una decisión que solo cabe en un Corazón divino loco de amor; una decisión que no retractó a pesar de nuestros pecados, sino que a fin de conseguir su propósito de enamorado no dudó en hacerse Hombre, como nosotros, y padecer y morir en una Cruz. Su locura de amor por los hombres le costó el precio de su Sangre. Él mismo nos dijo: Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos (Jn 15, 13). Y cada uno de nosotros puede decir que Cristo me amó y se entregó por mí (Ga 2, 20). ¿Cómo es posible que nos quiera tanto?
El valor de nuestra vida
Una vez que hemos visto lo mucho que Dios nos quiere, podemos considerar de verdad la pregunta por el valor de nuestra vida, porque lo que más nos ayuda a reconocer nuestro valor y nuestra dignidad es saber cuánto nos quiere Dios. Solo con el corazón lleno de alegría y agradecimiento a Dios, con la serenidad y la paz que nos proporciona sabernos mirados por Él con tanto cariño, podemos valorar nuestra vida con realismo.
Si le preguntásemos a una madre cuánto vale la vida de su hijo, ¿qué nos diría? Lo más seguro es que, por el solo hecho de plantearle semejante pregunta, no nos mirase con muy buena cara. Para una madre, la vida de su hijo está por encima de todo precio. ¿Y qué nos diría Dios si le preguntamos cuánto vale la vida de una persona, de un hijo suyo? Él, que nos quiere más que todas las madres del mundo quieren a sus hijos, ¿qué nos diría?
La gente puede valorarnos por lo que tenemos, por lo que poseemos. Nosotros mismos podemos pensar equivocadamente que valemos solo por lo que tenemos. Dios no nos valora así. Y lo que importa es lo que somos a los ojos de Dios.
Un balance positivo
Ahora que tenemos una cierta idea de lo que valemos a los ojos de Dios, podemos preguntarnos por el valor de lo que hemos hecho a lo largo de nuestra vida. Pero, ¿qué criterio de valoración emplearemos? ¿El criterio de moda? No. El único criterio válido es el que Dios emplea y que tendrá en cuenta cuando nos juzgue: el amor.
Le dije a aquella mujer que tratase de contemplar su vida desde este nuevo y más real punto de vista. No contaba con éxitos profesionales ni hechos extraordinarios y brillantes, ni con una alta posición social o económica, ni siquiera con un trabajo remunerado fuera del hogar.
Con cierto humor le dije que incluso algunas de sus obras eran de lo más perecederas: una buena tarta de chocolate desaparece en cuestión de segundos y no queda rastro. Pero contaba con muchas horas de trabajo normal para sacar adelante a los hijos y a su marido, un trabajo sin brillo, escondido, casi siempre monótono y sin reconocimiento humano.
Gastó sus mejores energías, su tiempo, su juventud, sus talentos, no para ella, sino para los demás. ¿Cuántos detalles de cariño, de amor sacrificado, supo tener a lo largo de su vida? Innumerables, incontables y desconocidos para casi todo el mundo, pero no para Dios.
Además, cuando Dios se pone a valorar las acciones de sus hijos, las mira no con los ojos de un tasador frío y objetivo, sino con los ojos de una madre. ¿Habéis visto alguna vez cómo valora una madre un dibujo que su hijo pequeño ha hecho para ella? A los ojos de un crítico experto, el dibujo apenas tiene valor. A los ojos de la madre, es una obra de arte.
Después de estas consideraciones es posible que todavía aparezca un nuevo motivo de tristeza: Si al menos hubiera luchado más durante mi vida pasada por hacer las cosas por amor de Dios... Pero ¡cuántas veces las he hecho por amor propio! ¡Cuántas ocasiones he perdido de hacer las cosas bien! Si pudiera volver a empezar....
En nuestra vida pasada ha habido, sin duda, muchos errores. Pero tampoco ese hecho debe ser motivo de pesimismo, porque sabemos que existe un gran medio al alcance de todos para recuperar el tiempo perdido: pedir perdón.
Mirar el futuro con realismo
Si miramos el futuro con verdadero realismo, con los ojos nuevos que Dios nos ha dado, ¿qué vemos? ¿La decadencia? Todo lo contrario.
Tenemos deseos de que nuestra vida deje huella, nos resistimos a ser personas fracasadas, pero al mismo tiempo somos conscientes de que no podemos aspirar a dejar nuestros nombres escritos en el libro de la Historia. Bien, pero ¿qué es realmente grande e importante para cambiar el mundo?
Se pueden dar muchas respuestas a esta pregunta, pero me parece que hay una indudablemente acertada: hacer felices a los demás. Ese sí que es un maravilloso objetivo para los años que nos queden de vida, un objetivo que está al alcance de todos y al que vale la pena dedicar todas las energías. Y con un corazón unido a Dios y 50 años de experiencia, ¿no somos acaso de las personas mejor preparadas del mundo para realizarlo?Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
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