La civilización en la que vivimos, tiende a afrontar los problemas de la vida con más sentimiento que pensamiento
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No corren buenos tiempos para la razón. La civilización exageradamente lúdica y emotivista en la que vivimos, tiende a afrontar los problemas de la vida con más sentimiento que pensamiento. Paradójicamente, tenemos la sensación de vivir, a la vez, en un mundo racionalmente diseñado y opresivamente controlado y regulado.
Para advertir esto último, basta pensar en algo tan inmediato para todos como la declaración de la renta: gracias a una impresionante informatización de las administraciones y de la actividad económica, 'el sistema' conoce perfectamente todos nuestros ingresos y gastos, sin apenas rendijas de privacidad. He aquí un fruto maduro de la razón calculadora.
La única escapatoria ante un sistema moldeado de forma tan agobiante consiste para muchas personas en sumergirse en diversiones aderezadas con abundancia de alcohol u otras sustancias tóxicas. En todo caso, las relaciones afectivas (de pareja, paterno-filiales, de amistad, etcétera) tienden a fracasar estrepitosamente, a la vez que las cuestiones importantes de la vida, las que guardan relación con palabras como felicidad, identidad, amor, sufrimiento, dolor, muerte, sentido, quedan confiadas al puro sentimiento, dando por sentado que la razón nada tiene que decirnos sobre ellas.
Es el resultado de una cultura bifronte, que muestra un rostro racional, gélido, organizador, casi desalmado, por un lado, y, en su reverso, otro ciego y mudo ante los problemas acuciantes de la vida; una cultura que, en cualquier caso, ha renunciado a la razón como instancia capaz de articular el diálogo entre personas, grupos y culturas. En fin, los restos del naufragio del proyecto ilustrado de la modernidad.
En este contexto es donde es preciso insertar el pensamiento de Benedicto XVI una de las mentes más lúcidas en el despertar de este nuevo milenio que no se cansa de dialogar con la modernidad, con el doble propósito de, por una parte, mostrar la compatibilidad de la fe cristiana con los ideales de la modernidad y, por otra, rescatar a ésta de su naufragio sacando a flote lo mejor y más auténtico de su proyecto inicial. Benedicto XVI es uno de los más insignes defensores de la razón como instancia ineludible para solucionar los desafíos a los que se enfrenta la humanidad y para establecer las bases de una convivencia pacífica entre diversas creencias, culturas y civilizaciones en un mundo plural.
A la vez, considera que la modernidad precisa para alcanzar sus propósitos una corrección radical, a la que llama purificación de la razón. Purificar la razón significa en Benedicto XVI reconocer, junto a su grandeza, sus límites; unos límites que la razón sólo puede superar abriéndose a la fe. Por eso, en el famoso discurso de Ratisbona dijo que «cuando la razón humana consiente humildemente en ser purificada por la fe, está lejos de ser debilitada por ésta; más bien es fortalecida para resistir a la presunción de ir más allá de sus propias limitaciones».
Y, ahora, en su viaje a Tierra Santa, ha formulado unas palabras complementarias de aquéllas: «La fe en Dios dijo en la primera piedra de la futura universidad de Madaba no suprime la búsqueda de la verdad; por el contrario, la alienta».
Benedicto XVI está persuadido de que la fe no nos exime del ejercicio de la razón y de la consiguiente búsqueda de respuestas a los interrogantes que se nos plantean, pero señala los peligros históricamente constatados de una razón presuntuosa.