No es conveniente que nosotros abandonemos la palabra de Dios por servir las mesas. Escoged, hermanos, de entre vosotros a siete hombres de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría, a los que constituyamos para este servicio. (Elección de los diáconos, en los Hechos de los Apóstoles 6, 2-3).--- Los primerísimos cristianos entendían la atención doméstica, en especial a los necesitados (en este caso a las viudas) como un auténtico ministerio apostólico, una forma eminente de anunciar el Evangelio de Cristo y dispensar su salvación.
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¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y pecadores? Y Jesús respondió: No tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos; no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores (Lc 5, 30-2).---
Para Jesús curar y llamar equivalen en esta ocasión a comer y beber, es decir, compartir la mesa. La comida adquiere, en efecto, cierto valor salvador siempre que él la preside. En cada mesa del hogar se presagia la misa del altar.
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Jesús, a quien ahora veo escondido. (Himno Adoro te devote).--- El fin del plato exquisito no es perdurar en el tiempo, como las obras de un museo, sino justo lo contrario, ser consumido por los comensales. Y tanto mayor es su éxito cuanto más completa es su desaparición.
El plato “se come”, en cierto modo al cocinero; la obra cubre, con sabroso velo, a su autor.
Por eso Jesús elige el pan para su obra de arte, que es la Eucaristía. Y por eso el cuidadoso servicio de la mesa es pedagogía inestimable de la misa.
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Sacad ahora y llevad al maestresala. (Jesús a los criados en las bodas de Caná, Jn 2, 8).--- Entre el milagro y sus beneficiarios quería Jesús que estuviera el profesional, el experto, que cata el milagro y lo degusta antes de ofrecerlo a los demás. La administración doméstica, representada aquí por el maestresala, hace de paladar de Dios.
¿Y no hay en todo hogar milagros cotidianos? Cuando pasan inadvertidos es porque falta alguien que sepa descubrirlos y saborearlos en su oración.
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Cocinar es unir. Es convertir el alimento en vínculo entre personas, hacerlo participable por muchos; es sazonarlo de comunión, comunicarle sabor a familia. De modo que, como dice el Apóstol, Formamos un solo cuerpo porque participamos de un mismo pan (1 Cor 10, 17).
Dios no da algarrobas crudas. Para los que somos sus hijos, Dios en persona nos amasa su Pan (cf. Lc 24, 16-17).
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¡Todo está a punto! (Mt 22, 4), exclama el rey de la parábola. ¿Y cuál es este punto propicio? Consiste en esa feliz combinación entre el aderezo de los alimentos, el apetito de los comensales y la disposición de los corazones. Cuando falla uno de estos tres factores el encanto de la mesa se desvanece. La comunión a que tendía decae o incluso fracasa.
¡Todo está a punto!--- Esta misteriosa síntesis tiene su momento y lugar precisos, que es necesario observar. Pues la comida fraterna es figura de aquella fiesta de bodas donde Dios desposa a la Humanidad, o sea la Iglesia. La cita es aquí, en esta vida terrena, que para el Anfitrión eterno dura apenas un instante: lo justo para que aceptemos el convite...
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“Os doy lo mío pero condimentado, aliñado, hecho a vuestro paladar”. Esto insinúa Cristo con su parábola: He preparado mis terneros cebados, el banquete está listo. ¡El Cielo está en su punto! ¡Venga, empecemos ya aquí abajo! ¿Para qué esperar? ¡La tierra es un aperitivo, un entrante! ¿Qué es la Misa sino praelibatio, preludio, anticipo?
La fiesta se presagia. Aún no hemos atravesado la puerta y ya su aroma nos llega a este vestíbulo de la vida terrena. Basta un rato de oración, un roce con los sacramentos, un gesto de servicio a los demás, para barruntar lo venidero; ¿no oyes al gran Rey?: Todo está a punto: venid (Mt 22, 1-14).
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Preparas una mesa ante mí y mi copa rebosa (Salmo 22)..--- No sólo preparas, Señor, el alimento para el comensal, sino el comensal para el alimento. Mediante la Encarnación del Verbo, tu cocinas lo divino para darle sabor humano. Y luego a nosotros, estos zarrapastrosos de los caminos, nos tomas, y lavas y trajeas y perfumas con tus sacramentos. ¡Dichosos los llamados a la cena de bodas del cordero! (Apocalipsis 19, 9).
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La cocina confiere al alimento “estructura humana”, es decir, alma y cuerpo. El arte culinario hace que la comida se parezca a quien se la come.
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Yo aquí me muero de hambre…me levantaré e iré a mi padre… (Lc 15, 17-18). El hambre de pan despierta en el hijo pródigo el hambre de filiación. Más que la sustancia alimenticia, lo que echa en falta es su sabor humano. Lo que añora no es tanto el pan como lo simbolizado por él: a su padre.
Este mensaje también lo proclama nuestra comida cotidiana: que pertenecemos a aquella casa donde Dios nos espera paternal con los brazos abiertos. El rito de comer juntos, con los usos y convenciones que lo acompañan (la compra, el guiso, los cubiertos, la sobremesa, etc.), suscita el apetito espiritual por el auténtico “pan de los hijos”: Cristo. Un hambre que alimenta con sólo sentirla.
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La voz del pan es su sabor, ¿no la oyes?: “ven, únete a los que me comparten, bienvenido a esta casa, aquí vales por ti mismo, eres parte de nosotros …”
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
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Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
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