Dos amores fundaron dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios edificó la ciudad terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial». Es obvio que estas conocidas palabras de San Agustín (De Civitate Dei) no aluden a la inconciliabilidad de la ciudad de Dios con la de los hombres, sino a una oposición que sólo acontece cuando se plantean sus relaciones como ahí se enuncian. El desprecio de sí mismo no es otra cosa que la humildad de someterse a Dios.
Vienen aquí estas frases por la oleada de declaraciones y leyes que se anuncian no sé si con desprecio de Dios, con su ignorancia -buscada o no- o simplemente de espaldas a Él.
Como pretexto se alude el laicismo de la Constitución. Dudo que sea laica nuestra Carta Magna -mejor, no confesional-, pero nunca laicista. Sería prolijo extenderse con muchas razones. Basten unas pocas: por una parte la Constitución garantiza la libertad religiosa sin más límite que el mantenimiento del orden público; a la vez afirma que «ninguna confesión tendrá carácter estatal», pero añade que «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones» (artículo 16).
Laico, según el diccionario de la RAE, es lo «independiente de cualquier organización o confesión religiosa». Con esta definición ya es dudoso que sea laico un Estado comprometido a tener en cuenta las creencias de los ciudadanos y a mantener relaciones con sus confesiones religiosas. Porque eso implica pensar en esos creyentes con la tarea de gobierno, legislación, uso de fondos, respeto, etc. ¿O es un tener en cuenta vacío de contenido? ¿O son unas relaciones para nada?
Todavía es más claro si se busca la definición de laicismo que, aunque se me antoja más suave que la realidad, dice así: «doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto a cualquier organización o confesión religiosa». Pero es que éstas -si no son sectas- tratan de unir con Dios y a muchos nos parece fuerte que el estado propicie la independencia del hombre y de la sociedad con respecto a Dios, cuando, además, se ha comprometido a garantizar la libertad religiosa.
Pero tampoco el Estado lo es: de momento por lo ya recordado de que nuestra Constitución se compromete a tener en cuenta las creencias de los ciudadanos.
Y para los que creemos en Dios -que somos muchos: católicos, protestantes, musulmanes, judíos- porque pensamos que «si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía (...) Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno que se le escape la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece» (Concilio Vaticano II).
En un lúcido artículo, el Arzobispo de Pamplona ha animado a los católicos a fortalecer su existencia cristiana con la Eucaristía, la confesión, la oración, el conocimiento y la vivencia ejemplar de su fe para que nuestro país no sea la ciudad sin Dios, sino que, sin imponer nada, ofrezcamos nuestra verdad como un modo admirable de vida y exijamos el respeto a ese modo de ser, que los poderes públicos están obligados a garantizar.
Pienso sinceramente que el campo sobre el que puede crecer una sociedad multicultural y multirreligiosa no es el laicismo -que es ya una opción excluyente, un auténtico confesionalismo al revés-, sino el de la verdadera libertad que protege de veras la dignidad del ser humano.
Hay quejas de que los nacionalismos legislan para una parte de la población -yo no entraré ahora en este tema-, pero me parece más grave legislar contra los que creen en Dios que, de un modo u otro, son muchos más que los no creyentes. Pero también aunque fueran menos, porque un signo excelente de salud democrática es el respeto a las minorías, sobre todo en temas tan serios, sensibles y delicados; siempre que no se perjudique un bien mayor como es el caso del matrimonio y la vida.
El Levante, Viernes 8 de octubre de 2004
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