almudi.org La eutanasia en Holanda: ¡también para niños!
Por
monseñor Elio Sgreccia, vicepresidente de la Academia Pontificia para la Vida
ROMA,
jueves, 16 septiembre 2004 (ZENIT.org).-
Publicamos el artículo que escribió el vicepresidente de la Academia Pontifica
para la Vida, el obispo Elio Sgreccia, en «L’Osservatore Romano» (3 de
septiembre de 2004) ante la noticia de la existencia de un protocolo que
autorizaría en Holanda aplicar la eutanasia e...
almudi.org La eutanasia en Holanda: ¡también para niños!
Por
monseñor Elio Sgreccia, vicepresidente de la Academia Pontificia para la Vida
ROMA,
jueves, 16 septiembre 2004 (ZENIT.org).-
Publicamos el artículo que escribió el vicepresidente de la Academia Pontifica
para la Vida, el obispo Elio Sgreccia, en «L’Osservatore Romano» (3 de
septiembre de 2004) ante la noticia de la existencia de un protocolo que
autorizaría en Holanda aplicar la eutanasia en niños menores de 12 años hasta la
edad prenatal lógicamente sin su consentimiento.
La eutanasia en Holanda: ¡también para
niños!
(Por ELIO SGRECCIA)
1. El último límite rebasado
No ha sido posible hasta este momento encontrar el texto del protocolo que
describiría el acuerdo entre la clínica universitaria de Groningen en Holanda y
las autoridades judiciales holandesas relativo a la extensión de la posibilidad
de la eutanasia también a los niños de menos de 12 años hasta la edad neonatal.
Tal protocolo –de acuerdo con las noticias difundidas por las agencias de prensa
y atribuidas al Dr. Edward Verhagen, director de la citada clínica— establece
«con extremo rigor, paso a paso, los procedimientos que los médicos deben
seguir» para afrontar el problema de «liberar del dolor a los niños» (en el arco
de edad mencionado) gravemente enfermos, sometiéndoles a la eutanasia.
La ley puesta en marcha en Holanda por el Parlamento el 1 de abril de 2002 ya
preveía la ayuda a morir («suicidio asistido») no sólo para los enfermos adultos
que la pidieran de forma «explícita, razonada y repetida» y para los jóvenes de
16 a 18 años que formularan esta petición escrita (artículo 3, sección 2 de la
ley), sino para los adolescentes capaces de consentimiento, de 12 a 16 años, con
la condición de que los propios padres o quien tuviera la tutela jurídica
añadieran su consentimiento a la petición personal de los sujetos afectados por
enfermedad incurable o por dolor (artículo 4, sección 2).
Ahora, con este último acuerdo médico-judicial, en Holanda se traspasa un límite
hasta el momento prohibido aún para la experimentación clínica, según los
Códigos de Helsinki: se consiente la eutanasia de acuerdo con las noticias
difundidas, que hay que considerar lamentablemente fundadas, también para los
niños de menos de 12 años, incluidos aquellos en edad neonatal, respecto de los
cuales no se puede hablar ciertamente de consentimiento válido.
Para esta edad, como se ha mencionado, está prohibida en todo el mundo la misma
experimentación clínica dado que ésta puede siempre conllevar un cierto riesgo,
aunque sea mínimo, para el sujeto en cuestión, y ni siquiera se puede derogar
tal norma con el consentimiento de los padres o tutores, salvo el caso en que
tal experimentación fuera para utilidad de la vida o de la salud del propio
sujeto sobre el que se lleva a cabo.
Las normas éticas relativas a la experimentación clínica, inspiradas en los
principios proclamados tras el juicio de Nuremberg, han sido sobradamente
sobrepasadas en los últimos acontecimientos holandeses. El acuerdo
médico-judicial, de hecho, permite, con el consentimiento de los padres, la
valoración del médico de cabecera y, por lo que se sabe, de un eventual médico
«independiente», el acceso a la eutanasia. No se puede hablar aquí de «ayuda a
morir» o de «suicidio asistido», sino de una muerte infligida para «liberar del
dolor», esto es, de auténtica eutanasia.
Las observaciones que surgen espontáneamente son muchas y profundamente
desconcertantes, sobre todo en el plano moral.
2. El plano inclinado
Es fácil notar cómo ha funcionado la ley del «plano inclinado» por la cual, una
vez admitida la legitimidad de la muerte infligida por piedad en el adulto
consciente que la haya pedido de forma explícita, repetida y documentada,
después se pasa también a ampliar su aplicación a los jóvenes, a los
adolescentes con el consentimiento de los padres o tutores y finalmente a los
niños y a los neonatos –obviamente sin su consentimiento--. Y es fácil también
prever que el deslizamiento sobre el plano inclinado de la eutanasia
continuará en los próximos años hasta incluir a los pacientes adultos
considerados incapaces de demandar el consentimiento, como por ejemplo los
enfermos mentales o los sujetos en coma persistente o en estado vegetativo.
Se afirma que existe también siempre el juez, que puede vigilar los abusos y
castigar al médico que eventualmente transgreda las normas, ¿pero a qué puede
apelar el juez cuando la norma suprime toda base para definir el abuso mismo? Se
dice igualmente que el argumento del plano inclinado es débil: en mi
opinión, en cambio, demuestra que funciona inevitablemente en su perversa
eficacia, porque supone la no absolutidad de los valores que hay que tutelar y
está acompañado de un evidente relativismo moral. Éste funciona en el terreno de
la eutanasia así como en otros campos distintos de ética pública, ya se trate de
aborto (en tal caso, se empieza por la situación del anencéfalo para acabar en
el caso del hijo concebido antes de vacaciones), ya se trate de la procreación
(aquí se parte de la petición de la legalización de la inseminación artificial
homóloga para terminar en la cuestión de la autorización de la donación
terapéutica). Cuando además en el plano inclinado no actúa sólo el
desnivel de la vertiente lógica, sino también el interés económico, entonces el
deslizamiento se hace fatal e incontenible.
3. Sobre qué fundamento ético
En caso de que se quiera buscar una «motivación ética» a este «progresivo
declinar de humanidad», ésta se encontrará fácilmente en la literatura
contemporánea. Para justificar la eutanasia, se ha partido de hacer referencia
al principio de autonomía, así como se enuncia por el Manifiesto sobre la
eutanasia de 1974, reforzado en algunos países por la petición de hacer valer en
los médicos el llamado «testamento de vida»; en esta perspectiva, la totalidad
de la moralidad se concentraría en el hecho de que el paciente, sabiendo que
puede disponer de la propia vida, intenta también disponer de la propia muerte.
La ley holandesa, en el momento de la aprobación, para tranquilizar a la opinión
pública subrayó que la petición del paciente debe ser insistente, lúcida,
posiblemente escrita; pero con el adelantamiento ahora establecido directamente
se prescinde de la voluntad del sujeto que, por su edad, es obviamente incapaz
de expresar una elección propia y se la sustituye con la voluntad de otros,
parientes o tutores, y con el juicio interpretativo del médico. El médico sin
más debe valorar el dolor y el sufrimiento del paciente y establecer si son
tales como para justificar la anticipación de la muerte. Pero entonces ya no es
el principio de autonomía el que está en juego, sino una decisión «externa» que
debería ser considerada ética también cuando es impuesta por el adulto
consciente y capaz sobre un sujeto incapaz de valorar y de pedir: a continuación
de ésta, se hace morir intencionadamente al sujeto beneficiario, como un «muerto
matado». ¡Vaya autonomía y sentido de piedad! Estamos ante un tipo de libertad
de los adultos considerada legítima aún cuando es ejercitada sobre quien no
tiene autonomía.
Para justificar la eutanasia, después, se ha apelado también a la liberación del
dolor «inútil» y del sufrimiento, como querría indicar, en algún modo, el
prefijo bondadoso («eu») del término mortífero de eutanasia. ¿Pero de qué
sufrimiento se trata? ¿Y a quién pertenece este sufrimiento?
El sujeto niño o neonato que, como dicen los pediatras, sufre menos que el
adulto, no tiene capacidad de valorar o definir como insoportable su
sufrimiento; quien valora, según las normas holandesas, es el médico, y aquellos
que consienten y deciden son los parientes. ¿No se trata por casualidad del
sufrimiento de ellos? Se sabe, además, que nuestra época ha hecho casi del todo
«curable» el dolor; los tratamientos paliativos y los antálgicos, promovidos
gracias a Dios en todo el mundo e invocados por los médicos y por la sanidad,
logran mantener y armonizar la humanidad de los cuidados y la serenidad de la
muerte. Prescindiendo de la dignidad que hay que reconocer al dolor del enfermo
y al valor de solidaridad que suscita la presencia del sufrimiento inocente, ¿es
que el dolor y el sufrimiento se curan con la violencia de la muerte anticipada?
Hay que pensar seriamente en la posible aparición de un darwinismo social
que intenta facilitar la eliminación de los seres humanos oprimidos por
sufrimiento y defectos para «anestesiar» a toda la sociedad. Fue precisamente
Darwin quien consideró un obstáculo a la evolución humana la construcción de los
hospitales para los dementes, los inválidos y los enfermos, así como la
elaboración de leyes para sostener a los indigentes (Cf. C. Darwin, La
descendence de l’homme et la sélection sexuelle, citado en J.C. Guillebaud,
Le principe d’humanité, Editions du Semi, 2001, p. 368), porque estas
actitudes de la sociedad impedirían o retardarían la eliminación natural de los
sujetos defectuosos. No por nada algunos comentaristas, también laicos, en los
periódicos de estos días han hablado de «eugenismo enmascarado» refiriéndose a
este último paso de la ley holandesa sobre la eutanasia.
4. La deriva utilitarista
Pienso que no sería en cualquier caso desproporcionado poner la atención en una
mentalidad utilitarista que está penetrando progresivamente en la sociedad
occidental, con la ideología de la maximización del placer y la minimización del
dolor, en la que no falta el apoyo de aquel utilitarismo ligado al balance
económico y a la asignación de recursos en el campo de la medicina definida como
«imposible», precisamente porque es demasiado onerosa para la comunidad. Este
utilitarismo, ligado al balance, considera preponderantes los programas
relativos al incremento de la riqueza y de la productividad o de la
competitividad industrial respecto a los deberes del alivio del sufrimiento y al
mantenimiento del enfermo, remitido cada vez más a la precariedad de los propios
recursos económicos y sostenido cada vez menos por el Estado.
Así que estaríamos lejos no sólo de la ética de la libertad, sino también de la
ética de la solidaridad, estaríamos bajo el dominio de la sociedad de los
fuertes y sanos dentro de la lógica del primado de la economía. ¿Pero estamos
aún dentro de «la humanidad»?
5. El principio de humanidad
Algunos estudiosos han subrayado la existencia de una gran contradicción en
nuestra sociedad contemporánea, un tipo de esquizofrenia entre dos elementos:
por un lado la proclamación de los «derechos del hombre» y la búsqueda de la
definición de «delitos contra la humanidad», por otro la incapacidad de definir
quién es el hombre y, en consecuencia, qué acción hay que considerar humana o no
humana (Cfr. J.C. Guillebaud, Le principe d’humanité, cap I).
Lo que parece que se está extraviando en nuestra cultura es el «principio de
humanidad». ¿Es humano tratar el dolor y preparar hospices para los
enfermos de tumor, o bien es más humano preparar el fármaco letal para las
personas afectadas de males incurables, ya lo pidan éstas en primera persona, ya
sean los médicos los que supongan que lo pedirían si pudieran?
¿A quién ha pasado el gobierno del concepto de «humano/no humano», después de
que ha sido negada la naturaleza humana, la ontología de la persona y la
adecuada concepción de la dignidad humana? ¿La dignidad humana subsiste en el
moribundo, de forma que nadie pueda promover un despotismo de vida y de muerte
sobre quien sufre y va a morir?
Ésta es la cuestión: volver a encontrar la dignidad del hombre, de todo hombre
en cuanto portador del valor de persona, valor trascendente sobre la realidad
terrena, fuente y fin de la vida social, bien sobre el que converge el universo
(Santo Tomás de Aquino califica a la persona «quod es perfectissimum in rerum
natura»), bien que no puede ser instrumentalizado por ningún otro interés de
quien sea (como recuerda también la mejor tradición de la moral laica a partir
de Kant). En esta dignidad de persona la tradición bíblica ve «la imagen y
semejanza» con el Creador, y en el Cristianismo en particular encuentra la
identificación con Cristo mismo («Estaba enfermo y me visitasteis», Mt. 25). Se
trata de salvar a la vez el concepto de humanidad y el fundamento de la
moralidad, respetando la vida y la dignidad de la persona humana.
6. La aportación de la Iglesia
La posición de la Iglesia sobre el tema de la eutanasia es bien conocida,
constantemente subrayada y confirmada; ésta hay que leerla con la vista puesta
en la tutela de la dignidad y de la vida de todo hombre: «Ahora bien, es
necesario subrayar con toda firmeza que nada ni nadie puede autorizar la muerte
de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo
incurable o agonizante. Nadie, además, puede requerir este gesto homicida para
sí mismo o para otro confiado a su responsabilidad, ni puede consentirlo
explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni
permitirlo. Se trata, de hecho, de una violación de la ley divina, de una ofensa
a la dignidad de la persona humana, de un crimen contra la vida, de un atentado
contra la humanidad» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Jura et Bona,
p. II).
La Encíclica Evangelium Vitae de Juan Pablo II, que subraya la condena
moral de la eutanasia como «grave violación de la Ley de Dios, en cuanto
eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana» (n. 65),
insiste en sugerir «un camino bien diverso... el camino del amor y de la
verdadera piedad, al que nos obliga nuestra común condición humana y que la
fe en Cristo Redentor, muerto y resucitado, ilumina con nuevo sentido. El deseo
que brota del corazón del hombre ante el supremo encuentro con el sufrimiento y
la muerte, especialmente cuando siente la tentación de caer en la desesperación
y casi de abatirse en ella, es sobre todo aspiración de compañía, de solidaridad
y de apoyo en la prueba» (n. 67). Con la enseñanza, las actividades y las
estructuras propias, la Iglesia se sitúa constantemente en esta perspectiva.
Europa, que está proponiéndose al mundo como una unidad de pueblos solidarios en
nombre de los «derechos del hombre», todavía capaz de conservar un
plurimilenario patrimonio de civilización humanista, caracterizada por el
respeto de la persona y la práctica de la solidaridad, debería rechazar desde sí
toda infiltración cultural inspirada en el cinismo utilitarista o en el primado
de la economía sobre el hombre para seguir proponiendo modelos legislativos en
apoyo del hombre y de su dignidad en una sociedad solidaria.