Alfonso López Quintás. Catedrático de Filosofía. Universidad Complutense de Madrid.
ABC, 31.XII.2003
Uno de los pensadores más influyentes del siglo XX, Edmund Husserl, fundador de la Fenomenología, solía decir que la tarea básica de la filosofía consiste en llenar de contenido las palabras vacías. Hay palabras vacías y palabras llenas. Aludes, por ejemplo, a «la justicia», y no sugieres una mera idea, una idea sin incidencia en la realidad; estás evocando todo un criterio de vida, un modo de orientar la existencia. Imagínate que alguien le hubiera preguntado al prodigioso Mozart si, además de instrumentos musicales, partituras y compositores, existe algo así como «la música». Si no se moría de risa ante tal pregunta, diría más o menos lo siguiente: «Pero ¿cómo voy a dudar de la existencia de «la música» si es la fuerza misteriosa que me llena de belleza hasta los bordes, da alas a mi pluma al componer y me hace feliz?»
Subes a un risco de los Alpes y, al contemplar en bloque los macizos encadenados, condensas tu emoción en una breve frase: "¡Qué belleza!". La palabra belleza está aquí desbordante de contenido. Si te pido que me digas lo que entiendes por "belleza", tal vez no sepas sino repetir la observación eterna de Platón: «¡Lo bello es difícil!». Lo es, y a Paul Valéry le desesperaba no poder apresar ese concepto en una definición precisa. Pero no importa demasiado. Lo decisivo es que el vocablo belleza está lleno de contenido y nos enriquece de tal forma que nos permite hablar con pleno sentido.
En cada época existen vocablos que, por méritos propios y determinadas circunstancias, se cargan de un prestigio tal que se evaden a toda revisión crítica pues parecen condensar en sí todos los bienes. Suelo denominarlos «términos talismán». Ejercen en la sociedad función de polos en torno a los cuales se vertebra la vida humana en cuanto a pensar, sentir, querer y actuar. La palabra «orden», vinculada de antiguo al número, la proporción, la medida y, por consiguiente, a la armonía, la belleza y la bondad, adquirió en los siglos XVI y XVII un alto rango merced a su vinculación con las estructuras cultivadas por la ciencia moderna, entonces en su albor. Pensar con orden equivalía a pensar rectamente. Proceder con orden significaba actuar de modo ajustado, justo, adecuado, eficaz. El término «orden» producía un hondo estremecimiento en los espíritus que asistieron a la génesis de la gran ciencia moderna, porque era el gozne enigmático entre las estructuras matemáticas y las físicas, entre el mundo que el hombre configura en su mente y el mundo exterior en que está instalado y le supera sin medida. Por su alto significado, el vocablo «orden» se convirtió en término «talismán».
Al cobrar conciencia, sobrecogido, de lo que implica el orden, el hombre del siglo XVIII concedió rango de talismán a la facultad humana destinada a captar el orden existente y crear nuevas formas de orden: la razón, palabra mágica que constituyó el orgullo del Siglo de las Luces. Esta época de exaltación de la facultad racional humana culminó en la Revolución Francesa. Revolucionario era quien luchaba por romper diques y elevar al hombre a niveles adecuados a su dignidad. El contrarrevolucionario era un ser reaccionario, enemigo de la soberanía de espíritu que nos otorga el libre uso de la razón. El siglo XIX polarizó su vida en torno al término «revolución» y lo elevó a la condición de «talismán».
Las grandes revoluciones modernas tenían como meta alcanzar cotas nunca logradas de libertad. En el siglo XX se impuso como talismán el término «libertad», que convirtió a ciertos vocablos afines («autonomía», «independencia», «democracia», «autogestión», «cogestión»...) en términos talismán por adherencia, términos, por tanto, desbordantes de sentido.
El amor a los vocablos más densos de contenido -esas «joyas» que, según decía Pablo Neruda, caían de la armadura de los conquistadores...- no debe hacernos olvidar que los términos talismán son encandilantes: iluminan y enceguecen al mismo tiempo. Ello nos insta a no dejarnos amedrentar por el prestigio de los términos talismán y someterlos a revisión. No pocos vocablos adquirieron a lo largo del tiempo condición de «talismán», pese a su pobreza de contenido, merced a su vinculación con el término libertad -entendido de modo borroso, sin la debida matización-. Pensemos en los términos cambio y progreso. Conforme a su etimología latina, progresar y regresar son términos relativos a un movimiento de ida y vuelta en el espacio y presentan un carácter neutro en el aspecto axiológico: no ostentan un valor peculiar, ni positivo ni negativo. Asimismo, el mero cambiar no implica sino la alteración de algo; no significa un ascenso a una situación más elevada y prestigiosa. Sin embargo, las expresiones «ir adelante», «adelantar», «salir adelante»... presentan con frecuencia un carácter valioso, por contraposición a los términos «estancarse» y «retroceder». Un conductor que se queda estancado en un terreno pantanoso carece de libertad para cambiar esa situación, proseguir la marcha e ir adelante. El término estancamiento queda, así, enfrentado al término talismán libertad y adquiere automáticamente un matiz negativo. Recordemos que la manipulación opera siempre con automatismos; rehúye dirigirse a la inteligencia de las gentes. Debido a la «valoración por vía de contraste», la mera oposición a un término desprestigiado -en este caso, «estancamiento»- cubre de prestigio automáticamente a los términos «progreso» y «cambio». Pero se trata de un prestigio ficticio, vacío, iluso, fantasmal, pero temiblemente eficiente si no estamos sobre aviso.
Cuando un político o un intelectual se autodefinen como «progresistas», lo hacen porque estiman que este vocablo encierra una alta significación y los exalta de forma automática. Pero hoy sabemos bien que tal vocablo, como otros afines, puede no estar lleno de contenido sino vacío. Si lo despojamos de ciertas adherencias ideológicas que le quedan del pasado y carecen de toda vigencia en la actualidad, se parece a la cáscara de una nuez que se ha volatilizado. Hoy día, las palabras «progreso» y «progresista» sólo presentan una alta significación cuando van unidas a una conducta que, por su rectitud y su eficacia, es modelo de excelencia en uno u otro orden. Si queremos darles un sentido muy elevado sólo por el hecho de oponerse a términos opuestos a libertad y emparejarse -al parecer- con este término, nos quedamos en la mano con un vocablo huero. Y ya sabemos que el vaciamiento de los términos y, paralelamente, de los conceptos devalúa la mente y envilece, a no tardar, la vida personal y social.
Una mente española especialmente lúcida, el profesor Manuel García Morente, se enfrentó a este peligro con la mejor de las armas: una definición precisa. A su entender, «el progreso es la realización del reino de los valores por el esfuerzo humano» (Cf. Ensayos sobre el progreso, Dorcas, Madrid 1980, p. 45). Valor es para el hombre todo aquello que le permite desarrollar plenamente su personalidad. Y este desarrollo se realiza, según la Biología y Antropología más cualificadas actualmente, a través de toda suerte de encuentros. Pero el encuentro exige, para darse, una actitud de apertura generosa, cordial y colaboradora a las realidades que nos ofrecen posibilidades creativas. Vivir creativamente, en todos los órdenes, es encaminarnos hacia la plenitud personal por una vía de excelencia. Caminar por esta vía es un auténtico progresar.
Al volver de Argentina a su pueblo, varios emigrantes gallegos lo dotaron de un centro sociocultural. Desde 1929 hasta hoy reza en su fachada esta inscripción: «Casino progreso de Franza». Suena un tanto pomposa, sin duda, pero es certera, ya que para un pueblo desperdigado por la campiña disponer de un local donde reunirse, celebrar fiestas, leer, cultivar el teatro y la música significa indudablemente una mejora en las condiciones de vida. Aquí la palabra «progreso» desborda sentido, pues alude a un incremento notable de posibilidades. Por cierto, en la sala de lectura de ese casino fue donde por primera vez, siendo muy niño, vi un ejemplar del ABC.
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